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jueves, febrero 16

En busca de los Reyes Magos

(Un artículo de Jaime Mariño Chao en el XLSemanal del 1 de enero)

Según se deduce del libro de los Salmos, los Reyes Magos partieron de la mítica tierra de Ofir, en Oriente, el lugar de donde llegaban las naves cargadas de riquezas para el rey Salomón. En 1567, una expedición de aventureros españoles partió del Perú en busca de ese lugar. No encontraron el oro que imaginaban, pero descubrieron un paraíso...

Amanece el 7 de febrero de 1568 para dos naos españolas perdidas en la inmensidad del océano Pacífico. Se encuentran totalmente solos a 7000 millas del puerto de partida, llevan 80 días navegando y están al límite de sus fuerzas. Tienen nostalgia del hogar, aunque para la mayoría de la tripulación su último domicilio fuesen los calabozos del Perú, de donde fueron sacados a la fuerza para enrolarse. Si no sucede algo pronto, parece que todo puede acabar de modo trágico.

Y entonces ocurre. De repente, los hombres ven surgir una estrella «muy clara y resplandeciente» en el cielo; parece increíble, pero es como si aquella estrella les estuviese señalando un camino, como hizo la de Belén. Poco después, el marinero Juan Tejo se frota los ojos para cerciorarse de que no es una ilusión lo que ve antes de gritar una palabra mágica: «¡Tieeeerraaaa!»… Y todos corren a confirmar que es verdad, que es cierto, que las islas que buscaban existen y están ante ellos. Habían llegado... a la tierra de los Reyes Magos.

Una tierra mítica. La Biblia situaba en Oriente unas islas maravillosas, una tierra mítica llamada Ofir de donde el rey Salomón obtenía todas sus riquezas. Ofir estaba a ¡tres años! de distancia de Jerusalén y era un paraíso rebosante de piedras preciosas, oro, sándalo y marfil. Según el libro de los Salmos, de esas mismas islas vendrían los Reyes a postrarse ante el Hijo de Dios. Desde ese momento, la figura de los Reyes Magos quedó unida a la leyenda de las islas de Salomón y a sus riquezas sin límite.

El propio Cristóbal Colón creyó haber llegado a ellas al arribar a las Indias, como nos cuenta Michael de Cúneo: «Y así, antes de llegar a la isla Gruesa, dijo estas palabras: ‘Señores míos, os quiero llevar al lugar de donde salió uno de los tres Reyes Magos que vinieron a adorar a Cristo’ [...]».

El académico Juan Gil, en su libro Mitos y utopías del Descubrimiento, detalla cómo el ansia de ir tras las huellas de los Reyes Magos fue contagiando los sueños de los aventureros de las Indias. Si esas islas de Salomón no estaban en América, por fuerza debían de estar en algún sitio. ¿Por qué no en la Mar del Sur, inmensa e inexplorada?

Hacia las islas de los Reyes Magos. A la búsqueda de esas islas maravillosas zarpaba de El Callao, el 19 de noviembre de 1567, una expedición, mandada por Álvaro de Mendaña, sobrino del gobernador del Perú. La nao capitana se llamaba (cómo no) Los Tres Reyes y llevaba escrito en la popa un letrero profético que rezaba: «Los Reyes es nombre mío / porque sea guía mía / la estrella que fue su guía».

Como piloto mayor iba Hernán Gallego, que, en palabras de Mariño de Lobera, era «el más famoso piloto del reino». No parece mala compañía para singlar en un océano que era un mapa en blanco lleno de incógnitas por resolver. Iba a bordo también, con el cargo de capitán de la nao principal, Pedro Sarmiento de Gamboa, hombre brillante, cartógrafo y poeta, capaz de escribir una Historia inca, perseguir sin descanso al pirata Francis Drake o alimentar una fama de nigromante que lo llevó a ser acusado por la Inquisición de poseer anillos mágicos y realizar extraños conjuros, por los cuales estuvo preso en los húmedos calabozos de Lima.

Pedro y Hernán chocaron durante toda la expedición. Hernán Gallego llevaba más de 20 años de servicio en Indias, era un cincuentón malhumorado que no tenía formación teórica, sino que había aprendido el oficio navegando, y solo se fiaba de su instinto y de su experiencia desconfiando de cartógrafos y sabidurías académicas. Había estado en la toma de Túnez como soldado y en Italia, y su prestigio era indiscutible.

De su carácter indomable nos habla un hecho: a los nueve días de zarpar, habiendo marcado el rumbo Pedro Sarmiento, como le correspondía por su cargo, Hernán lo varió sin consultar a nadie. Así lo cuenta una relación conservada en el Archivo de Indias: «Y ese día que fue viernes, mudó Hernán Gallego la derrota, sin consejo ni acuerdo de los pilotos ni de Pedro Sarmiento, como era obligado [...]».

Hubo un gran altercado que solo fue el primero de muchos y, a pesar de la insistencia de Sarmiento de Gamboa, el general Mendaña, un joven de 25 años cuyo único mérito era ser el sobrino de Lope de Castro, consintió el cambio de Hernán y se plegó a sus intuiciones.

Completaban la expedición 150 sufridos marineros, los grumetes (muchachos de 16 a 20 años), los pajes (niños de 8 a 10 años), el despensero, el carpintero, el calafate y cuatro frailes franciscanos. Cada uno con sus funciones y su salario: 25 pesos mensuales para un marinero (el precio de cien comidas servidas en las ventas del Callao) o 116 pesos para el piloto mayor. Antes de zarpar habían recibido seis meses de salario completo. Todos ellos dormían en el suelo de la cubierta o de la bodega, comían escasas raciones en escudillas de madera y bebían aún menos frecuentemente de lo que comían (en tiempos duros la ración llegó a ser de un cuarto de litro cada dos días).

La mayoría habían sido reclutados de modo forzoso y alguno incluso había estado condenado a muerte. El gobernador había pensado de modo brillantemente pragmático que, si no se descubrían las islas de los Reyes Magos, al menos la expedición le serviría para librarse de gente problemática o, en sus propias palabras, «evacuar gente bulliciosa».

La bahía de la estrella. La bahía descubierta en aquella mañana de febrero pasará a llamarse, por supuesto, bahía de la Estrella en honor a los Magos que, como dice Mendaña, «siempre trajimos por abogados» y las islas serán ya por siempre las islas de Salomón.

Permanecieron tres meses explorando las islas. La realidad que Mendaña encontró no respondió a sus anhelos. No había rastro de las enormes riquezas esperadas. A pesar de ello, las islas y sus habitantes fascinaron a los españoles. Resulta curioso cómo los nativos vinieron en una ocasión con un instrumento musical que podemos reconocer hoy («muchos canutillos juntos puestos por su orden, unos mayores que otros, a manera de órgano de mayor a menor que ellos tocan con la boca como quien toca pífano», cuenta el general) y Mendaña mandó sacar trompetas y cantar a los soldados. Los nativos se pusieron a bailar, los españoles siguieron cantando
y he aquí que se formó lo que podíamos llamar la primera fiesta oceánica multicultural improvisada.

El sueño continúa. Tras año y medio de aventuras, Mendaña logró regresar a su punto de partida, El Callao, el 22 de julio de 1569. Y, a pesar de que los resultados no ilusionaron demasiado a las autoridades, Álvaro nunca cesó en su empeño de volver a las islas de Salomón para fundar una colonia estable. Así, 25 años después, en 1595, zarpó de nuevo hacia las islas. En esta ocasión lo acompañaban 400 personas, incluyendo mujeres y niños. Pero nunca llegaría a verlas de nuevo. Tras descubrir las Marquesas, enferma de malaria y muere, el 18 de octubre. Ese segundo viaje, cuya su historia la contó Robert Graves en Las islas de la imprudencia, sucede un singular episodio: la viuda de Mendaña se convierte en la primera y única almirante de todas las Armadas del mundo, pero… esa es otra historia.

1 Comments:

At 11:33 a. m., Anonymous Anónimo said...

Gracias por difundir el artículo y por haberme citado. Un saludo.
@Xayme (twitter)

 

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