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miércoles, octubre 23

Anton Leeuwenhoek, el comerciante que descubrió los espermatozoides

(Un texto de María Corisco en el XLSemanal del 7 de abril de 2019)

Se le ocurrió mirar con lupa su semen y se quedó perplejo al comprobar que había allí unos animalillos alargados atropellándose. Anton Leeuwenhoek, un comerciante holandés del siglo XVII, es el padre de la microbiología. El Instituto Smithsonian le rinde tributo.

Año 1677,  en un abrrio burgués de Delft, en Holanda Allí encontramos la casa de Anton Leeuwenhoek –un próspero comerciante de paños– y, dentro de ella, su alcoba, en la que acaba de yacer con su esposa. Al terminar el acto sexual, Leeuwenhoek recoge una muestra de semen y se apresura a mirarla bajo el microscopio que él mismo ha inventado. Y queda fascinado: en el fluido aparecen millones de ‘animálculos’, pequeños seres transparentes, provistos de una enorme cola, que se mueven de un modo similar al de serpientes o anguilas en el agua. Este mercader sin formación científica de ningún tipo acaba de descubrir los espermatozoides.

Su hallazgo no pasa inadvertido: desde hace tiempo, Leeuwenhoek se cartea con la Royal Society of London, a la que expone sus múltiples hallazgos y la vida diminuta y atropellada que se oculta en los rincones más diversos: en una gota de agua, en la leche, en un pelo del bigote o en un pedazo de carne.

Por eso, tras el descubrimiento de las criaturas seminales, escribe una carta a los sesudos científicos londinenses. Esa carta, titulada Natis e semine genitali animalculis, fechada en noviembre de 1677, contiene la primera descripción, tan detallada como naíf, de la célula masculina por excelencia.

Anton Leeuwenhoek se dedicaba al comercio de telas, si bien «tenía una obsesión: tallar y pulir lentes de cristal y montarlas sobre una placa de metal. Le sirvieron para calibrar la calidad de los tejidos que compraba, calidad que dependía del número de hilos y de cómo estaban entretejidos. Hasta que un día decidió observar una gotita de agua. Y descubrió un universo plagado de todo tipo de criaturas.

A partir de ahí comenzó a poner bajo sus lupas todo cuanto llegaba a sus manos», cuenta Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra y admirador del holandés, a quien describe como «un hombre solitario, un poco avinagrado, un tipo raro».

La curiosidad se volvió obsesión y fue así como se convirtió en la primera persona en descubrir el universo microbiano, las bacterias, los protozoos. Es curioso que un tipo sin estudios sea considerado el padre de la microbiología. «Es todo un referente –continúa López-Goñi, quien dedica a Leeuwenhoek el primer capítulo de su libro Microbiota. Los microbios de tu organismo–. Fue el primero en describir la ubicuidad, pequeñez y diversidad de los microorganismos». También el Instituto Smithsonian le dedica un amplio artículo que le rinde tributo.

Tres años después de su primera visión amplificada de la gota de agua, llegaría una nueva obsesión que llevó a Leeuwenhoek a la extenuación y casi le hizo perder la cabeza: el mundo de los espermatozoides. Todo comenzó cuando Johan Ham, un estudiante de Medicina, acudió a él con una muestra de exudado obtenida del semen de un paciente con gonorrea. El joven le explicó que había observado unas criaturas de larga cola que se movían, y sospechaba que pudieran ser fruto de la enfermedad. Y no tuvo que decir mucho más: a partir de ese momento, Leeuwenhoek comenzó a examinar el semen propio y el ajeno, incluido el de animales como perros, conejos y hasta caballos.

El pañero holandés contrató a un ilustrador para plasmar lo que iba descubriendo en sus observaciones y mostrarlo a la Royal Society.

Una cosa es escribir a la Royal Society of London y describir las criaturillas halladas en la pata de una pulga y otra muy diferente, hablarles de su propio semen… ¿Lo considerarían una indecencia? Estas tribulaciones se ponen de manifiesto en el escrito que acompañaba a su descripción de los ‘animálculos’ y que dirigió a lord Brouncker, presidente de la sociedad: «Si Su Señoría considerara que estas observaciones pueden disgustar o escandalizar a sus eminencias, le ruego encarecidamente a Su Señoría que las considere un asunto privado y las publique o las destruya según su buen entender». Más aún: en esta ocasión, y probablemente por pudor, las ‘observaciones’ iban escritas en latín, una lengua que Leeuwenhoek no dominaba. Sus escritos sobre espermatozoides permanecerían a buen recaudo durante dos décadas, hasta que hacia 1800, y convenientemente censurados, la Royal Society decidió publicarlos.

La lectura de aquella carta con la primera descripción de los espermatozoides resulta enternecedora: «Inmediatamente tras la eyaculación he visto tan gran número… Creo que un millón de ellos no igualarían en tamaño a un grano de arena. Estaban provistos de una cola delgada, unas cinco o seis veces más largas que el cuerpo, y eran muy transparentes».

Tal y como refiere la historiadora Laura J. Snyder en su libro El ojo del observador. Johannes Vermeer, Antonio van Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada (Acantilado), «Leeuwenhoek se dio cuenta de que aquellos pequeños animales estaban presentes en el fluido seminal de todos los hombres».

Se reavivó así la teoría de la generación espontánea y se inició un apasionado debate en torno a la reproducción humana. Frente al ovulismo, corriente que sostenía que en el óvulo se originaba el embrión y que el esperma le aportaría alimento, surgió la teoría opuesta, el espermismo, en la que el espermatozoide contendría a un ser humano en miniatura y el óvulo solo aportaría nutrientes. Esta era la teoría defendida por Leeuwenhoek.

Los años siguientes fueron una locura colectiva, con científicos afanados en hallar hombrecillos agazapados en el interior de los espermatozoides. Hubo incluso quienes aseguraron haberlos encontrado, lo que sacaba de sus casillas a Leeuwenhoek, quien, pese a entregarse en cuerpo y alma a la misión –y llegar incluso a intentar ‘despellejar’ un espermatozoide para descubrir al homúnculo de su interior–, jamás fue capaz de descubrirlos. Hasta su muerte siguió convencido de que en el espermatozoide, y solo en él, estaba la esencia de la reproducción.

MIRAR CON LUPA
Lo primero que Anton Leeuwenhoek puso bajo una lupa fueron las telas con las que comerciaba. Luego se le ocurrió mirar una gota de agua y después colocó lupas y lentes sobre sangre y semen (suyos y de varios animales), su sarro dental, patas de ranas, pelos de oso, escamas de peces, el gusano del vinagre o los piojos que se resistía a retirar de su cuerpo para poder estudiarlos.

Oculista genial
Aprendió por su cuenta a pulir y soplar el vidrio y fabricó más de 500 lentes. Algunas de sus lupas y microscopios lograban aumentos de hasta 200 veces. Leeuwenhoek fabricó el microscopio más avanzado del siglo XVII. No explicó cómo lo creó. Se tardaron décadas en mejorar sus lentes.

Curiosidad infinita
Su curiosidad lo abarcaba casi todo. Analizó abejas, larvas de mosquitos, la estructura de las hojas y la madera de varios árboles, plumas de aves e incluso la pólvora antes y después de su combustión.

Visita de reyes
A Anton Leeuwenhoek le costó obtener reconocimiento, pero lo consiguió. Sus observaciones interesaron a María II de Inglaterra, Federico I de Prusia o el zar Pedro el Grande, a quien mostró la circulación sanguínea de una anguila.

El pañero holandés alcanzó fama por sus descubrimientos en óptica, fisiología y biología. En Arcana naturae, publicado en 1695, se recogen varias de las cartas y los escritos de Leeuwenhoek.

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