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jueves, marzo 12

Rimbaud, el fotógrafo maldito

(Un texto de María de la Peña en el XLSemanal del 30 de junio de 2019)

Absolutamente adelantado a su tiempo, Arthur Rimbaud ya era reconocido con 21 años como uno de los poetas más importantes de su época. Pero, de pronto, decidió dejar los salones de París y viajar por Oriente y África. Se convirtió entonces en aventurero, traficante de armas y fotógrafo.

El poeta adolescente que lo escribió todo antes de sus 20 años cumplía todos los requisitos para recibir el título de ‘poeta maldito’: fue un niño prodigio, guapo, de ojos azules y porte aristocrático, además de rebelde, borracho y absolutamente adelantado a su tiempo.

Poeta maldito le apodó Paul Verlaine -poeta también- con quien Arthur Rimbaud mantuvo una turbulenta relación amorosa. Con él huyó de su casa a la conquista del París literario y revolucionario. Verlaine, a su vez, abandonó a su mujer y a su hijo recién nacido para vivir sin freno la relación con su amante por Europa. Fue una salvaje aventura que consistía en malvivir y emborracharse sin ser felices, con idas y venidas entre los extremos del amor y el odio. Una relación que acabaría trágicamente en un arrebato de ira de Verlaine al disparar a Rimbaud en una muñeca, incidente que le costó una condena a dos años de prisión.

Pero aún hay mucho más que contar sobre este imprevisible hombre nacido en Charleville-Mézières en 1854, y cuya explosiva vida fue una mina a la que no le faltó nada. Tras su frustrada relación con Verlaine y su precoz vocación poética que lo llevó a escribir dos libros que ya son clásicos, Una temporada en el infierno e Iluminaciones, Rimbaud dio comienzo a otra etapa de su vida completamente distinta, con la vaga ilusión de sentar la cabeza y dejar atrás una salvaje existencia.

Sin embargo, los años que lo esperaban fueron todo menos los de la vida estable que buscaba. Llevado por el anhelo de ser el primero en pisar nuevas tierras, recorrió grandes extensiones a pie por Europa para más tarde ser seducido por la épica llamada de África.

En 1880, con 26 años, se estableció en el actual Yemen, como empleado en una agencia que exportaba café, pieles y caucho. Allí probó la heterosexualidad y tuvo varias amantes nativas, e incluso convivió con una.

En Harar, ya en Etiopía, fue primero comerciante y, más tarde, consiguió hacer una pequeña fortuna como traficante de armas. Lejos quedaba su pasión por la poesía, que sustituye por una relación epistolar con su hermana Isabel y su madre, en la que no hay rastro de literatura.

Entregado a la vida nómada en Etiopía, «el hombre de las suelas de viento», como lo llamaba Verlaine, vuelve a pasar hambre y penurias. Entre los nuevos oficios que descubre en su retiro africano sobresale el de fotógrafo.

Como cronista y casi reportero en Etiopía, Rimbaud piensa que el descubrimiento de su nueva vocación va a ser un excelente negocio. «Aquí todo el mundo quiere fotografiarse; incluso ofrecen una guinea por imagen», escribió. Y a su familia le envía sus primeras imágenes: «En estas fotografías estoy de pie en la terraza de la casa; en otra, en un jardín de café y, en la última, con los brazos cruzados, en un huerto de plátanos […]». En la misiva, Rimbaud se queja de que las fotos están decoloradas debido a la mala calidad del agua que usaba para lavarlas. «La próxima vez haré un trabajo mejor. Esto es solamente para recordaros mi figura y daros una idea de los paisajes aquí».

Estas primeras fotos descubren a un Rimbaud adulto, lejos de la imagen de adolescente romántico y rebelde, y también muy diferente al famoso retrato de juventud reproducido en las antologías de literatura. Lleva un traje blanco colonial, se ve que ha adelgazado y, a pesar de la mala calidad de la tirada, se adivina un rostro de rasgos duros curtido por el sol.

Ni un solo paso atrás

Pero su sueño como fotógrafo se frustra enseguida, porque sus imágenes jamás llegarían a ver la luz. Decepcionado, en una carta de abril de 1885, le cuenta a su madre y a su hermana que, a su pesar, ha revendido su cámara.

Condenado de nuevo a la vida errante y turbulenta, Rimbaud busca nuevos proyectos porque sabe que es demasiado tarde para volver atrás: «Ya no puedo ir a Europa porque me moriría en invierno y porque ya estoy demasiado habituado a la vida nómada; en fin, ya no tengo posición».

El final de su vida se resume en una escalada de frustraciones y fracasos, que él mismo supo sintetizar en una carta escrita en Harar en 1883. «La soledad es una mala cosa -escribió allí-. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar. […] Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia».

Excesivamente cansado, le cuenta a su familia que pasa sus días africanos sorteando las fatigas y las privaciones. «Imaginaos cómo uno debe de estar después de hazañas así: travesías de mar y viajes a caballo, en barca, sin ropa, sin alimento, sin agua».

El inicio de su larga agonía

Rimbaud no aguanta su estado de agotamiento y soledad, y sus sueños de Oriente se han convertido en pesadilla. En 1891 se ve afectado por una grave enfermedad en la rodilla derecha y tiene que abandonar Harar en una camilla, porteada por unos hombres durante doce días hasta llegar a Zeila, en el noroeste de Somalia. Es el principio de una larga agonía.

Repatriado a Francia, le amputan la pierna y, finalmente, meses después, con tan solo 37 años, Arthur Rimbaud muere en un hospital de Marsella, tras padecer terribles dolores.

El genial poeta -el que fuera capaz de inspirar a generaciones de escritores, a músicos como Bob Dylan y hasta a artistas como Picasso, que lo retrató en 1960- se apagó igual de abruptamente que su poesía. Demasiado pronto.

En Un coin de table (Un rincón de la mesa), el pintor Henri Fantin-Latour homenajeó a los poetas de su época. Verlaine y Rimbaud aparecen abajo a la izquierda. Hasta el 13 de octubre [de 2019], el Museo Arthur Rimbaud, en su natal Charleville-Mézières, [presentó] por primera vez las diez fotos que se le atribuyen y  nos alumbra un poco más sobre la personalidad del poeta posliterario, que persiguió al final de sus días una vida tan impetuosa como la que buscó a través de la brevedad de su poesía simbolista, profundamente revolucionaria.

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