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sábado, junio 13

Ciudades Potemkin

(Extraído de la Carta del Director de El Mundo del 7 de junio)

El 22 de abril de 1787 una abigarrada flotilla rusa de 11 galeras especialmente armadas y acompañada por una escolta de numerosas barcas comenzó a navegar el Dnieper desde las inmediaciones de Kiev en dirección sur, rumbo a la recién conquistada Crimea. En la primera de
ellas, bautizada con el propio nombre del río, viajaba Catalina la Grande, Zarina de todas las Rusias desde el derrocamiento y asesinato de su marido un cuarto de siglo antes. En la segunda, llamada Bug, se había instalado el organizador del viaje a quien todos denominaban Serenissimus, acompañado de sus cinco sobrinas y al parecer amantes. Era él quien se la jugaba en el empeño.

Serenissimus no era otro sino Su Muy Serena Alteza Príncipe del Sacro Imperio Romano, Príncipe de Táuride, comandante en jefe del Ejército ruso y gran almirante de la Flota del Mar Negro, Gregory Alexandrovitch Potemkin. Audaz oficial de caballería de familia venida a menos,
Potemkin había participado en el golpe que había dejado el trono en manos de Catalina II, se había convertido en su amante y, según versiones nunca desmentidas, había llegado incluso a contraer matrimonio con ella.

Pero eso había ocurrido hacía ya muchos años. Un sinfín de favoritos le habían sucedido en la cama de la reina, pero ninguno había logrado desplazarle de la condición de valido desde la que, al modo en que siglo y medio antes lo habían hecho Richelieu u Olivares, venía ejerciendo por
delegación un poder omnímodo en Rusia. Pero Serenissimus tenía múltiples enemigos en la corte de San Petersburgo y el flanco por el que más le atacaban era el de la escasa utilidad de la anexión de Crimea, arrancada a los turcos con gran coste de vidas y recursos. El sentido del viaje
era demostrar a Catalina que la expansión hacia el sur era un éxito y que Rusia había iniciado ya una poderosa labor colonizadora.

Pronto comenzaron a aparecer en la distancia, a uno y otro lado del río, los perfiles de armoniosas alineaciones de viviendas campesinas con rebaños de ovejas a sus alrededores. De acuerdo con la leyenda, difundida a la vuelta por alguno de los diplomáticos que formaban parte de la expedición, se trataba en realidad de meros decorados de teatro, a base de fachadas pintadas sobre bastidores, e incluso las ovejas habrían sido trasladadas de un lugar a otro, mientras la flotilla se detenía a contemplar una exhibición de amazonas en un descampado o una sesión
nocturna de fuegos artificiales en la que los maestros pirotécnicos dibujaban sobre el firmamento las iniciales de la Zarina.

Los historiadores no han logrado ponerse de acuerdo sobre lo ocurrido y así, mientras uno de los grandes especialistas en la Rusia del XVIII y XIX, Alexander Panchenko, da plena credibilidad a la denuncia, en cambio el gran biógrafo contemporáneo del Príncipe, Simon Sebag Montefiore, la
considera poco más que un cuento tártaro. El caso es que desde entonces el concepto de «aldeas Potemkin», «poblados Potemkin» o «ciudades Potemkin» se ha aplicado extensivamente a cualquier simulación alentada desde el poder para esconder una realidad sórdida tras una fachada engañosamente seductora.

[...] una tesis de consenso entre la leyenda de las «aldeas Potemkin» y su refutación es la de que una parte de lo que iba viendo Catalina era en efecto pura tramoya, pero ella lo sabía desde el principio, pues su valido lo presentaba como una especie de maqueta o anticipo de lo que luego se construiría allí. Así planteado, el viaje habría sido una especie de operación de márketing para obtener el margen de confianza necesario y ganar tiempo, mientras el verdadero proyecto se iba ejecutando.

Si la historia está haciendo justicia a Potemkin como arquetipo del gobernante ilustrado es porque en efecto en los cuatro años que transcurrieron hasta su muerte y en el periodo inmediatamente posterior ciudades como Jersón y Sebastopol emergieron de la nada y la poderosa flota del Mar Negro por él construida otorgó a Rusia su estatus de gran potencia europea. Aunque el conde de Segur, embajador francés, lo presentara como «una inconcebible mezcla de grandeza y mezquindad, de hiperactividad y pereza, de ambición y despreocupación», al final del día por sus obras le reconocemos y nadie puede decir que Serenissimus perdiera el limitado tiempo que le dieron sus 52 años de vida.

[...]

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