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miércoles, noviembre 17

Pinceladas de historia taurina

(Extractos de un artículo de Carlos Manuel Sánchez publicado en el XLSemanal del 28 de agosto de este año a raíz de una exposición sobre el tema en Bilbao.)

El cuerno le entró por la boca del estómago y durante un minuto interminable actuó como una túrmix, tronzando ocho costillas y haciendo fosfatina intestinos, arterias, hígado y pulmón derecho. Madrid, 11 de mayo de 1801. Dieciséis toros se lidiaban aquel día, desde la mañana
hasta la puesta de sol. Aquella cogida espeluznante no sólo acabó con la vida de Pepe-Hillo, también estuvo a punto de finiquitar el toreo moderno. Fue la primera de una racha de desgracias que motivó que las corridas y novilladas fueran prohibidas en España en 1805. Las volvió a autorizar el rey José I Bonaparte en 1810, durante la Guerra de la Independencia. La lidia entretenía a la población y el ganado toreado servía de avituallamiento. Goya recreó la muerte de Pepe-Hillo en dos estampas al aguafuerte que preludian el expresionismo. Medio siglo más tarde, Manet se inspiró en Goya para pintar Torero muerto. Picasso, admirador de Manet, lo reinterpreta en sus últimos autorretratos. El pintor malagueño estaba, además, obsesionado con el Minotauro de la Antigüedad.

La discusión de si la tauromaquia es un arte sigue siendo enconada. Lo que es indiscutible es que el toreo ha seducido a los artistas más importantes y que el toro fascina al hombre desde tiempos remotos: divinidad violenta y erótica en los sacrificios religiosos vinculados a la fecundidad, verdugo y víctima en los espectáculos circenses que las legiones romanas exportaron a Hispania y precedente de las corridas actuales, donde el coso evoca un mandala o círculo mágico.

[...]

El culto al toro hermana a las civilizaciones mediterráneas y se aprecia en la pintura rupestre levantina, en los grabados del Atlas sahariano o en los mitos griegos. Se organizaban cacerías desde la península Ibérica hasta Asia Menor. Pero es en Roma donde el ritual religioso se
transforma en celebración lúdica. Se ha documentado su utilización en los anfiteatros en el 186 a. C., unos 80 años antes de los combates entre gladiadores. El toro lucha con panteras, leones, rinocerontes y elefantes y se enfrenta a los bestiarios, los primeros toreros, como se aprecia en el mosaico de Zliten (Libia). Éstos eran reclutados entre prisioneros de guerra y delincuentes, pero también los había voluntarios que querían mostrar su valor. Los historiadores confirman el martirio de cristianos, corneados en el circo. Recuerda Eusebio de Cesarea a una esclava arrojada a un toro en el año 177: «Después de los azotes, tras las dentelladas de las fieras y de la silla de hierro al rojo vivo, fue encerrada en una red. Soltaron a un toro bravo, que la lanzó varias veces a lo alto. Ella ya no se daba cuenta de nada».

La corrida más antigua de la que se tiene noticia data del año 1080. Se celebró en Ávila, con ocasión de la boda del infante Sancho de Estrada con la noble Urraca Flores. Medieval y española es también la costumbre del toro nupcial, un rito de fertilidad emparentado con el culto a Mitra, en el que los adeptos recibían una ducha de sangre. Este festejo y sus variantes, como el toro de fuego, el ensogado o los encierros, se popularizaron. Aparece una profesión itinerante: el matatoros. Pagado por los concejos municipales, va de pueblo en pueblo, cazando y lidiando
reses bravías. Aquello le pareció indigno al rey Alfonso X El Sabio, que prohibió las corridas a pie a mediados del siglo XIII. Sólo los nobles pudieron torear hasta el XVII. Y a caballo y por placer, utilizando a sus criados como escuderos y peones.

Con la Ilustración se fueron fijando las reglas del toreo moderno, cada vez más codificado. Era un modo de poner orden al guirigay que se montaba en los pueblos, donde las plazas se cerraban con carros. Hasta el siglo XIX se empleaban perros contra los toros, como atestiguan los aguafuertes de Goya y Carnicero.Pero la diferencia más llamativa con la lidia actual se da en la suerte de varas. Los caballos, sin peto y con los ojos tapados para que no huyesen, recibían la embestida a cuerpo limpio mientras el picador ejecutaba el puyazo. En una corrida morían destripados hasta 12 caballos, que agonizaban en la arena mientras la faena seguía. Si resistían, se les rellenaba el vientre de estopa o serrín, se les recosía con unas puntadas y estaban listos para otro toro. La protección acolchada de los equinos de hoy es un aditamento compasivo introducido en 1928. A Picasso, al que su padre llevaba a la plaza cuando era un niño, le impresionaba tanto aquella carnicería que, tras plasmarla en numerosas obras y bocetos, en 1937 introduce la figura del caballo como víctima universal en el centro de la composición del Guernica.

No obstante, Picasso fue un aficionado impenitente al que atraía la dialéctica entre Eros y Tánatos, sexo y muerte. Su punto de vista entronca con el de los mitos griegos de origen prehelénico, como el rapto de Europa y el Minotauro. En ellos, el toro es un símbolo de la fuerza bruta destructora y a la vez un ser de gran belleza, capaz de dar origen a un amor sin freno. La creación del Minotauro da idea de la presencia mítica de especies híbridas (sátiros, sirenas y centauros). El toro debe ser aniquilado por un héroe (el torero) para que se recupere el equilibrio moral. El itinerario de Teseo en el laberinto —lugar marcado, como el ruedo, por severos códigos espaciales– es un ritual iniciático que busca dominar la pasión instintiva o convertirla en un
juego galante. Así, para los surrealistas, el toro representa la fuerza de los deseos naturales que la cultura intenta reprimir.

La gloria en la plaza convierte al torero en un héroe. Arroyo, Romero de Torres y Anglada Camarasa pintan toreros como estatuas, casi semidioses. La virilidad se refuerza en el enfrentamiento con un animal que simboliza, a su vez, la fuerza genésica y el vigor sexual. Pero el torero es un personaje ambiguo: el traje de luces, los movimientos de capa y algunos gestos le identifican con la feminidad. Sin embargo, las mujeres apenas tomarán parte en la Fiesta. La primera intervención de una mujer torero data de 1654. La participación femenina, aunque
marginal, alcanzó cierta popularidad, sobre todo en las novilladas carnavalescas o mojigangas, pero se vio sometida a prohibiciones y al menosprecio de sus colegas masculinos. Pese a ello, un puñado de mujeres han pasado a la historia: Nicolasa Escamilla, La Pajuelera, inmortalizada por Goya, o la cuadrilla Las señoritas toreras, que pintó Gutiérrez Solana.

Como contrapunto al espectáculo brillante, el destino del toro es el desolladero o el taller del taxidermista que embalsama la cabeza. Y tras la Fiesta, Zuloaga pinta en 1910 un penco famélico, ensangrentado y vencido, sobre el que cabalga un enjuto picador. En la lejanía, un
pueblo vacío, sus moradores ya encerrados en casa. Un icono que el western hará suyo.