Carlos III, rey partero de las madres difuntas
(Un artículo de Pedro Corral en el suplemento Crónica del Mundo del 9 de octubre)
En una tarde otoñal de 1736, el pueblo siciliano de Palma di Montechiaro, feudo de los príncipes de Lampedusa, se despertó imprevistamente de su letargo vespertino bajo el repicar de las campanas de su iglesia mayor. Quienes se echaron a las polvorientas calles para conocer el motivo de aquella llamada se vieron arrastrados por un gentío alborozado que se dirigía al templo. Alzando la vista sobre las cabezas de aquella multitud más de uno se sorprendió al ver al frente de la manifestación al arcipreste de Palma, el jesuíta Francisco Emanuel Cangiamila, que sostenía en alto a un recién nacido aún cubierto de sangre.
La noticia había corrido como la pólvora de casa en casa, de calle en calle: el arcipreste había ordenado realizar una cesárea al cadáver de una mujer pobre de su parroquia contra el criterio del cirujano y la comadre, quienes aseguraban que el feto había muerto dos días antes que la madre. Cuando el cirujano abrió el vientre de la fallecida se descubrió que la criatura, una niña, estaba aún con vida. El propio Cangiamila la bautizó al instante, aunque la niña murió apenas un cuarto de hora después.
A pesar del triste desenlace, Cangiamila tuvo la idea de improvisar unas solemnes exequias en la iglesia mayor por el alma de la niña, precedidas de una procesión. La finalidad, según su confesión, no era otra que procurar "una saludable impresión en el espíritu de los fieles para excitarlos a procurar la salvación de los niños y para hacer que practiquen más frecuentemente la operación cesárea".
[...]
La virtud de Cangiamila fue conseguir que sus recomendaciones, vertidas en su tratado Embriología sagrada, sobre la cesárea postmortem se convirtieran en un asunto de Estado, hasta el punto de dar lugar a la primera ley de la historia que obliga a realizarla.
Fue nuestro Carlos III quien, siendo rey de Nápoles y Sicilia, aprobó la ley en 1749, en forma de pragmática. Obligaba a médicos, cirujanos y comadres, incluso a curas y familiares de las fallecidas, a liberar por cesárea a los nonatos de los cadáveres de sus madres bajo pena de ser acusados de homicidio si no lo hacían. Es muy destacable que el rey Borbón difundiera mediante una ley las recomendaciones alentadas por el inquisidor de Sicilia, cuando siempre estuvo preocupado por limitar el poder de la inquisición.
Cangiamila, hombre de fe y de ciencia, ya no pertenece al tipo de inquisidor del fanático e intolerante siglo XVII. Es una figura acorde con el cambio ilustrado que Carlos III tratará de imprimir al Santo Oficio en una época de tolerancia, debate de ideas, lucha contra la superstición y la ignorancia, así como de crítica e inconformismo ante lo heredado de la tradición.
La admiración que Carlos III profesa a la obra de Cangiamila se verá confirmada cuando sube al trono de España en 1759. Encargará a su consejero Leopoldo de Gregorio, el famoso marqués de Esquilache, que difunda en sus nuevos reinos la cesárea a las mujeres fallecidas en estado. De esta instrucción resulta la carta que Esquilache enviará en enero de 1761 a todos los arzobispos y obispos de España, junto con el tratado de Cangiamila, instándoles a que difundan la intervención. El éxito de la difusión de esta técnica quirúrgica llevará al propio monarca a patrocinar en 1785 la traducción al castellano de la Embriología Sagrada.
La difusión de la operación de cesárea a las mujeres muertas en estado fue una de las grandes aportaciones ilustradas del rey Carlos III, aunque quizá sea una de las más desconocidas.[...]
El pueblo siciliano Palma de Montechiaro, trasunto de la Donnafugata de El Gatopardo, tiene hoy una calle y un instituto dedicados a aquel arcipreste jesuíta, Francesco Emanuel Cangiamila (1702-1763), más tarde canónigo de la catedral de Palermo y después inquisidor general de Sicilia, cuya fama en el siglo XVIII traspasaría las fronteras de toda Europa y llegaría al otro lado del Atlántico.
La razón de esta fama es precisamente su obra Embriología sagrada (publicada en latín en 1745, en Palermo), uno de los primeros tratados modernos de obstetricia, que comprendía argumentos teológicos, exhaustivas instrucciones médicas y avanzadas técnicas quirúrgicas a favor de la salvación de los niños no nacidos. Otros autores ya habían demostrado que el feto podía sobrevivir a la muerte de la madre. Pero la obra de Cangiamila ayudó a extinguir los profundos recelos que existían entre médicos y cirujanos ante la cesárea postmortem, ya que muchos la consideraban un acto de impiedad y profanación.
En su tratado, Cangiamila recoge el testimonio de doctores y curas sobre los éxitos logrados con esta intervención. Cita a un sacerdote de Castalnisetta que "había mandado hacer 60 cesáreas y que en todas ellas no había encontrado sino seis niños muertos antes de la operación; que entre ellos había niños vivos de todas las edades, y entre otros uno que no tenía más de 40 días".
El jesuíta cuenta también la experiencia de un cirujano de Monreal, Ignacio Amat, muy ilustrativa de las grandes dificultades que entrañaba preservar la vida de prematuros: "A los fetos de corta edad que he encontrado vivos y que han muerto minutos después de haber recibido el bautismo, los he metido otra vez en el seno de sus madres para enterrarlos con ellas".
Aconsejaba Cangiamila que, a falta de cirujanos y comadres, fuera el cura del lugar quien hiciera la cesárea postmortem. "Ármese de la señal de la cruz y haga la sección con confianza(...)", escribió.
En una tarde otoñal de 1736, el pueblo siciliano de Palma di Montechiaro, feudo de los príncipes de Lampedusa, se despertó imprevistamente de su letargo vespertino bajo el repicar de las campanas de su iglesia mayor. Quienes se echaron a las polvorientas calles para conocer el motivo de aquella llamada se vieron arrastrados por un gentío alborozado que se dirigía al templo. Alzando la vista sobre las cabezas de aquella multitud más de uno se sorprendió al ver al frente de la manifestación al arcipreste de Palma, el jesuíta Francisco Emanuel Cangiamila, que sostenía en alto a un recién nacido aún cubierto de sangre.
La noticia había corrido como la pólvora de casa en casa, de calle en calle: el arcipreste había ordenado realizar una cesárea al cadáver de una mujer pobre de su parroquia contra el criterio del cirujano y la comadre, quienes aseguraban que el feto había muerto dos días antes que la madre. Cuando el cirujano abrió el vientre de la fallecida se descubrió que la criatura, una niña, estaba aún con vida. El propio Cangiamila la bautizó al instante, aunque la niña murió apenas un cuarto de hora después.
A pesar del triste desenlace, Cangiamila tuvo la idea de improvisar unas solemnes exequias en la iglesia mayor por el alma de la niña, precedidas de una procesión. La finalidad, según su confesión, no era otra que procurar "una saludable impresión en el espíritu de los fieles para excitarlos a procurar la salvación de los niños y para hacer que practiquen más frecuentemente la operación cesárea".
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La virtud de Cangiamila fue conseguir que sus recomendaciones, vertidas en su tratado Embriología sagrada, sobre la cesárea postmortem se convirtieran en un asunto de Estado, hasta el punto de dar lugar a la primera ley de la historia que obliga a realizarla.
Fue nuestro Carlos III quien, siendo rey de Nápoles y Sicilia, aprobó la ley en 1749, en forma de pragmática. Obligaba a médicos, cirujanos y comadres, incluso a curas y familiares de las fallecidas, a liberar por cesárea a los nonatos de los cadáveres de sus madres bajo pena de ser acusados de homicidio si no lo hacían. Es muy destacable que el rey Borbón difundiera mediante una ley las recomendaciones alentadas por el inquisidor de Sicilia, cuando siempre estuvo preocupado por limitar el poder de la inquisición.
Cangiamila, hombre de fe y de ciencia, ya no pertenece al tipo de inquisidor del fanático e intolerante siglo XVII. Es una figura acorde con el cambio ilustrado que Carlos III tratará de imprimir al Santo Oficio en una época de tolerancia, debate de ideas, lucha contra la superstición y la ignorancia, así como de crítica e inconformismo ante lo heredado de la tradición.
La admiración que Carlos III profesa a la obra de Cangiamila se verá confirmada cuando sube al trono de España en 1759. Encargará a su consejero Leopoldo de Gregorio, el famoso marqués de Esquilache, que difunda en sus nuevos reinos la cesárea a las mujeres fallecidas en estado. De esta instrucción resulta la carta que Esquilache enviará en enero de 1761 a todos los arzobispos y obispos de España, junto con el tratado de Cangiamila, instándoles a que difundan la intervención. El éxito de la difusión de esta técnica quirúrgica llevará al propio monarca a patrocinar en 1785 la traducción al castellano de la Embriología Sagrada.
La difusión de la operación de cesárea a las mujeres muertas en estado fue una de las grandes aportaciones ilustradas del rey Carlos III, aunque quizá sea una de las más desconocidas.[...]
El pueblo siciliano Palma de Montechiaro, trasunto de la Donnafugata de El Gatopardo, tiene hoy una calle y un instituto dedicados a aquel arcipreste jesuíta, Francesco Emanuel Cangiamila (1702-1763), más tarde canónigo de la catedral de Palermo y después inquisidor general de Sicilia, cuya fama en el siglo XVIII traspasaría las fronteras de toda Europa y llegaría al otro lado del Atlántico.
La razón de esta fama es precisamente su obra Embriología sagrada (publicada en latín en 1745, en Palermo), uno de los primeros tratados modernos de obstetricia, que comprendía argumentos teológicos, exhaustivas instrucciones médicas y avanzadas técnicas quirúrgicas a favor de la salvación de los niños no nacidos. Otros autores ya habían demostrado que el feto podía sobrevivir a la muerte de la madre. Pero la obra de Cangiamila ayudó a extinguir los profundos recelos que existían entre médicos y cirujanos ante la cesárea postmortem, ya que muchos la consideraban un acto de impiedad y profanación.
En su tratado, Cangiamila recoge el testimonio de doctores y curas sobre los éxitos logrados con esta intervención. Cita a un sacerdote de Castalnisetta que "había mandado hacer 60 cesáreas y que en todas ellas no había encontrado sino seis niños muertos antes de la operación; que entre ellos había niños vivos de todas las edades, y entre otros uno que no tenía más de 40 días".
El jesuíta cuenta también la experiencia de un cirujano de Monreal, Ignacio Amat, muy ilustrativa de las grandes dificultades que entrañaba preservar la vida de prematuros: "A los fetos de corta edad que he encontrado vivos y que han muerto minutos después de haber recibido el bautismo, los he metido otra vez en el seno de sus madres para enterrarlos con ellas".
Aconsejaba Cangiamila que, a falta de cirujanos y comadres, fuera el cura del lugar quien hiciera la cesárea postmortem. "Ármese de la señal de la cruz y haga la sección con confianza(...)", escribió.
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