El primer rector de la Universidad de Zaragoza lo fue de tapadillo
(Un
texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 10 de septiembre de 2017)
Por única vez, el primer
rector de la Universidad de Zaragoza hubo de ser nombrado subrepticiamente; tal
era la fuerza de los enemigos de la institución.
El virrey
de Felipe II (I en Aragón) residente en Zaragoza no tragaba a la Universidad, ni
aun antes de impartirse la primera lección. Era un santurrón, que acabó
escribiendo devocionarios, y al que los estudiantes le parecían mala gente y
aspirantes a vagos. Todo, a pesar de que las universidades estaban bajo la égida
de clérigos ortodoxos, nacían con permiso del papa y se gobernaban desde cargos
en su totalidad provistos por dignatarios eclesiásticos, de forma que el
canciller, el rector o el maestro mayor, así como sus lugartenientes
eran tonsurados.
El
virrey conde de Sástago espiaba los movimientos de las dos personas (física la
una y moral la otra), Pedro Cerbuna y el Concejo de Zaragoza, que estaban
empeñadas en que la Universidad de Zaragoza no fuera solo un privilegio concedido
por Carlos I, mera tinta sobre pergamino. Se confabularon para hacerla
funcionar y mantuvieron una reunión cuasi secreta, que gobernó el resolutivo Cerbuna,
echándolo todo sobre sus espaldas y su bolsa. Convocó a los munícipes (cinco 'jurados'
de la ciudad); al arcediano Juan Marco, especie de vicario general del
arzobispo; a Pedro Ballester, hombre de confianza municipal, a dos testigos
(uno de ellos, el historiador Blancas); y a un notario. Una vez allí, tras los juramentos
solemnes, quedaron Marco nombrado rector y Ballester, bedel (encargado y
guarda).
Virrey chivato
El
virrey dio chivatazo al rey, pero debían de tenerlo bajo un fuerte marcaje,
porque en la misma misiva se queja de que no le atienden y de que carece de
recursos. El tono es de fastidio y, en lenguaje que actualizo, dice: «Sepa Vuestra
Majestad que los jurados de Zaragoza han constituido una universidad,
ocultándose de todos los funcionarios regios para que no nos enterásemos». El
conde no pudo impedir que la legítima conjura triunfase al fin. Era mayo de
1583 y el asunto arrastraba una mora de cuarenta años.
Cerbuna,
de acuerdo con el concejo, había redactado unos estatutos muy completos, que el
virrey no había logrado ver. Dicho y hecho, aunque se acababa ya la temporada y
para dar fuerza de cosa consumada a sus decisiones, nombró a los once primeros
docentes de una tacada y la primera lección se impartió allí mismo, en los
locales del viejo Estudio General, cercano al templo de la Magdalena. Concluida
la lección del dominico Javierre, que versó sobre si era o no adecuado el
término 'encarnación' para designar el misterio cristiano de Dios hecho hombre,
los circunstantes recorrieron los locales, abriendo y cerrando sus puertas,
bedel mediante, con lo que se simbolizó la toma de posesión.
Rector con cárcel propia
El
rector sería pieza clave. Debía ser aragonés, salvo excepción justificada, y residente.
Clérigo, pero no fraile, ni catedrático, ni juez, soltero, de veinticuatro años
al menos y titulado por alguna Facultad. El rector, que sustituyó al maestro
mayor, era el «Superior y cabeza de la Universidad
y venían obligados a obedecerle todos los doctores, maestros, licenciados, bachilleres,
lectores, procuradores, bedeles y otros oficiales y ministros de la Universidad,
y los estudiantes de ella». Gran potestad suya era el ejercicio de la
jurisdicción civil y criminal sobre los universitarios. Incluso disponía de
cárcel a estos efectos, sita en la propia sede académica.
Se regulaba
su vestimenta, que había de ser de clérigo, con bonete y sotana, más manteo o
capa larga que diera a su figura «la honestidad y autoridad
que su jante oficio requiere», uso en el que seguimos hoy. Debía vivir con
recato, para ser ejemplo y «conservar el respeto que los estudiantes le han de
tener». Su deber era impedirles «que no jueguen
dineros, ni estén amancebados, blasfemen ni vayan a casas sospechosas, que no
anden de noche viciados, que no alteren el orden, eviten las pendencias y
riñas», con deber de amonestar y castigar a los infractores. De los
recalcitrantes debía informar a los padres. En cuanto a los docentes, «tenga
cuidado si los catedráticos cumplen con su obligación y oficio en leer la hora
entera y las materias señaladas». Y si entre ellos alguno resulta autor de panfletos
ilícitos, «lo tenga algunos días en la cárcel y lo castigue con pena pecuniaria
y le dé más castigos si le mereciere, aunque sea echarle de la Universidad».
Todo ello en juicio sumario y «sin estrépito».
La comunidad
toda le estaba sujeta durante el año de su mandato, que se contaba desde el día
de san Lucas (18 de octubre). Hoy, con doce meses de mandato, el rector no
podría ni empezar a discurrir, de forma que se le ha alargado el plazo.
No ha
cambiado la necesidad de que, como pidió Cerbuna en sus Estatutos de 1583, sea
persona «de buen asiento, juicio y prudencia». Y lo del asiento, por
descontado, no se refiere al sillón rectoral. Deseemos éxito al rector en el
día del 475 aniversario del 'alma mater' que dirige.
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