La edad de oro del oficinismo: los colosos de la jornada laboral
(Leído en la revista Muy Interesante de julio de 2017)
Poco a poco, las oficinas se han hecho con la
ciudad. Desde sus despachos, los jefes gobernaban a sus empleados bajo una
premisa: la máxima eficiencia.
La llave del lavabo de los jefes era uno de los símbolos de estatus
en la película El apartamento, de igual modo que existían el comedor o
las plazas de garaje reservadas para ellos. Esto suponía una novedad, pues en
las antiguas oficinas los dirigentes de la empresa no vivían en un mundo aparte
de sus empleados. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, llegaron cambios
que iban más allá del espacio físico.
Las oficinas habían crecido. Gracias al cemento, las vigas de
acero y los ascensores, el cielo era el límite a la hora de construir. En el
interior, los tubos fluorescentes ofrecían una iluminación uniforme en grandes
superficies y el aire acondicionado permitía mantener una temperatura constante
sin necesidad de abrir o cerrar ventanas.
Estos avances elevaban el consumo de energía, y sus
infraestructuras se llevaban un buen número de superficie, lo que obligó a los
arquitectos a crear espacios para la tecnología en los edificios. Pero, por complicado
que fuese, era inevitable: el final del siglo XIX había traído enormes avances en transporte
terrestre, marítimo y comunicaciones. Cada vez era más fácil expandir el negocio del ámbito local
al nacional - y después al internacional- enviando las mercancías por tren o
barco y gestionando los pedidos y los cobros por el telégrafo o el teléfono.
Eso obligaba a reclutar más personal y a establecer
nuevos protocolos de funcionamiento. Un solo empleado ya no podía llevar toda
la contabilidad ni
el
presidente de una empresa abarcar todas las funciones ejecutivas. La única manera de poner
orden en el conjunto era repartir responsabilidades. Surgieron mandos
intermedios, vicepresidentes, directores y jefes de
departamento, que ya no tenían tanta proximidad física con sus subordinados. Según
Nikil Saval, "la proliferación de senior managers y vicepresidentes significó de pronto que las
relaciones de poder eran a la vez claramente jerárquicas y confusamente similares".
Salvo por
el sueldo, era difícil distinguir la categoría de cada jefe, hasta que "la
oficina, siempre más refinada para repartir recompensas al estatus, marcó la diferencia
de modo clarísimo: dando mesas a algunos y espacios privados a otros".
En teoría, los despachos respondían a las necesidades de
aislamiento y autonomía que tenían los cargos de mayor responsabilidad, pero
también eran un símbolo de autoridad. "El estatus tenía mucha
importancia", afirma Leyre Octavio de Toledo, directora general de la
División de Arquitectura de la consultora inmobiliaria Aguirre Newman.
"A inicios del siglo XX, sobre todo en Inglaterra y EE.
UU., las oficinas se separan de las fábricas y tienen sus propios edificios. Se
sigue el modelo industrial de la supereficiencia y la producción en cadena. Se
mete a mucha gente dentro de una nave, y al jefe, en un despacho", dice
Octavio de Toledo.
Junto a la lucha por el espacio, se desarrolló una batalla por
la luz: la artificial era para la tropa; los subjefes se sentaban en mesas
próximas a las ventanas con luz natural, y los jefes, en despachos con ventana
propia o con más de una. Cuando las oficinas pasaron a ocupar más de una planta
e incluso edificios enteros, los cargos top se confinaron en los pisos superiores. Allí,
protegidos por un batallón de secretarias, solo trataban con sus subordinados
inmediatos.
Esos espacios de los directivos alojaban maravillas del antiguo
mobiliario de oficina, como los escritorios de maderas nobles. El del
presidente de la empresa siempre era el más grande y suntuoso. Aún hace apenas
treinta años -en los 80-, podía haber "cinco tipos de despachos: el del
superjefe, el del jefe, el del subjefe... Eso estaba muy metido en la cultura
corporativa del español medio en todos los sectores," comenta Octavio de
Toledo. Respecto a los empleados, suministrar muebles de madera a una plantilla
de cientos era prohibitivo, pero la solución llegó en 1915 cuando la Steelcase
Corporation creó su Modern Efficiency
Desk (escritorio de eficiencia moderna): una mesa de metal con unos cajones
para archivadores en uno de sus extremos. ¿A que os suena?
Es porque ha sobrevivido durante más de un siglo sin grandes
cambios -del metal se ha pasado al PVC- en las oficinas de todo el mundo. Fue
un éxito desde el inicio, no solo porque reducía costes, sino porque no
permitía ninguna privacidad. Cualquier jefe podía pasear por los pasillos del
departamento y percibir de un golpe de vista lo que sus empleados hacían... o
no hacían.
Y es que la organización de la oficina moderna se impregnó de un
concepto propio de las fábricas, donde la producción se contaba por horas y
piezas elaboradas: la eficiencia. La relajación de tiempos pasados, aunque
extendida a lo largo de jornadas de doce horas, se había terminado. Ahora se
exigía una dedicación plena a la tarea de cada uno, sin distracciones ni charlas, y sujeta
a un horario fijo y una vigilancia ubicua. Los primeros especialistas en eficiencia administrativa, como Frederick Taylor -del que surgió el término taylorismo- , desarrollaron
nuevos modelos de planificación del trabajo.
Su discípulo William H. Leffingwell llegó más lejos con su libro
Administración científica de oficinas, publicado en 1917 y que aún se
sigue vendiendo hoy. En el pensamiento metódico y obsesivo de Leffingwell, todo
se podía mejorar: la mecanografía, la ubicación del trabajador, la disposición
de los útiles en su mesa, el tipo de lápiz o el proceso de meter las cartas en los sobres.
Leffingwell llegó a hacer un informe sobre el número de fuentes de agua que
debían repartirse por la oficina para reducir el tiempo que los trabajadores
empleaban en beber, teniendo en cuenta la cantidad y frecuencia de consumo de
una persona al día y la distancia normal -15 metros- entre el puesto de trabajo
y la fuente. Concluyó que cada grupo de cien empleados caminaba 5.000 km al año para buscar
H2O. En otro informe describía: la forma de eliminar movimientos innecesarios y
el mobiliario adecuado para aumentar un 20% el ritmo de apertura de la correspondencia.
La razón principal
detrás de esa obsesión era la dificultad de controlar una plantilla numerosa.
En las oficinas pequeñas del siglo XIX, jefes y empleados estaban cerca tanto
en lo físico -sus mesas se situaban a unos pocos metros- como en lo personal -había
conocimiento mutuo y confianza-. Pero la nueva oficina, grande y
despersonalizada, no posibilitaba esa opción.
Por eso, las ideas de Taylor y Leffingwell fueron tan bien recibidas, y aunque
raras veces llegaron a aplicarse al cien por cien, sí determinaron algunas
costumbres que marcarían la organización de la oficina durante varias décadas,
como la disposición de las mesas de los empleados enfrentadas a la de su
supervisor directo. Los efectos psicológicos sobre los trabajadores no
preocupaban demasiado en unos tiempos donde la eficiencia lo era todo, pero
estaban ahí.
Para empezar, aquel esquema reproducía con inquietante fidelidad la distribución
espacial de las aulas, con los pupitres enfocados hacia la autoridad; no es
raro que en Estados Unidos a la oficina se la llamara la clase. El
reducido espacio entre las mesas impedía toda privacidad visual o auditiva, y
el ruido circundante dificultaba la concentración. Pero lo que importaba no era
si los oficinistas estaban estresados por sus condiciones de trabajo, sino si estaban
siendo todo lo productivos que podían ser.
En 1968, Robert Propst, inventor que trabajaba para la empresa
Herman Miller, presentó una creación que revolucionó el mundo de la oficina: el
cubículo. O, según su nombre oficial, el Action
Office II (el 1, de 1964, no había tenido éxito): tres paneles unidos que
no llegan hasta el
techo,
de forma que dan cierta privacidad a cada empleado sin aislarle del todo, con
dos escritorios y espacio para archivar. Treinta años después de su
presentación, lo usaban ya cuarenta millones de oficinistas norteamericanos.
Su frecuente aparición en series y películas que buscaban
retratar al trabajador frustrado indica que, a pesar de su éxito, su
popularidad entre quienes estaban confinados en los cubículos, nunca fue muy
alta.
Normalmente
los empleados aprovechaban para personalizarlo en la medida de lo posible, a
base de poner plantas, pósteres o fotos de la familia. Sin embargo, ningún
estudio sobre el posible aumento de productividad del nuevo espacio de trabajo
arrojó resultados concluyentes. Muchos los encontraban asfixiantes y preferían
las antiguas mesas abiertas.
Cuando en los años 80 se empezaron a hacer encuestas sobre salud y
bienestar de los curritos oficinistas, aparecieron una serie de desencadenantes
de estrés relacionados con el lugar de trabajo que dependían no tanto del
espacio físico en sí como de la personalidad y las circunstancias de los
trabajadores. ¿La solución? Probablemente, crear una oficina que pudiera
adaptarse a los gustos de los empleados. Pero pretender que eso pudiera ocurrir
algún día era, en opinión de muchos, pretender lo imposible.
La
era de las secretarias
El puesto
de secretaria se vio impulsado en la guerra de Secesión norteamericana
(1861-1865), cuando el Departamento del Tesoro contrató a mujeres para suplir a
sus empleados alistados. Pronto se vio que estaban bien capacitadas y que les
podían pagar hasta un 50% menos que a sus colegas masculinos. Las labores de
taquigrafía, mecanografía y archivo quedaron en manos de ellas, y en 1926 casi
todos esos trabajos en EE. UU. eran
para mujeres. En 1911, Katharine
Gibbs fundó la primera escuela de secretariado, y la profesión se convirtió en
la vía de acceso de muchas féminas al mundo laboral.
Hoy
sigue siendo una profesión ligada a la mujer. Claudia Londoño, presidenta de la Asociación del Secretariado
Profesional de Madrid, señala que el porcentaje de asistentes masculinos en esta
comunidad es del 2% y aún menor en
otras. Ni siquiera la crisis ha animado a los varones españoles a hacerse
secretarios: "Los estereotipos pesan
mucho, y en España todo el mundo sigue relacionando a la secretaria con la
chica que sirve el café. Eso es durísimo. Somos las grandes desconocidas. Nadie
se ha molestado en sentarse a explicar qué es lo que hacemos".
A
medida que avanza la sociedad, la
mujer ha ido incorporándose también a puestos directivos. Según la consultora
Grant Thornton, los cargos de responsabilidad
ocupados por mujeres en España han pasado del 14% en 2004 al 26% en 2015. Pero
las propias jefas siguen contratando mayormente a mujeres para el puesto de
asistente.
Etiquetas: Culturilla general
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