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miércoles, marzo 24

El sastre y la bruja

(Un texto de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 7 de junio de 2015)

En tiempos de nuestros abuelos, el de sastre fue un oficio nómada. Los de la aguja y el dedal recorrían en solitario los caminos y las sendas que les llevaban de un pueblo a otro. Ofrecían las destrezas de su profesión, ora aquí, ora allá. Los trajes, camisas y pantalones duraban una eternidad, casi hasta que se deshilachaban por el uso, también lo imponía la necesidad y el concepto que entonces imperaba de la economía doméstica. Por eso, no abundaba la faena y quienes se ganaban el pan de cada día cortando y cosiendo se veían en la precisión de ir a buscarla de lugar en lugar.

Por los testimonios que he recogido, en Aragón fue ocupación exclusiva de hombres que, por lo general, solo recibían encargos para la confección de ropa masculina.

En épocas en las que las comunicaciones eran lentas y la información circulaba de forma muy relajada, el sastre fue vehículo que puso en contacto, que trasladó novedades, que propagó noticias, costumbres, chascarrillos y leyendas. Por eso, su llegada a una aldea generaba cierta expectación. Pero también es incontestable que, como suele suceder con los que hacen del ir y venir su mecanismo de vida, el sastre pudo padecer una injusta y desgarradora mala fama.

Eso invita a suponer, por ejemplo, el dicho popular que en 1919 recogió el celebrado escritor aragonés Gregorio García Arista: «No hay un alma; todos son sastres».

No son pocos los pueblos en los que me han contado una falordia sustentada en torno a una anécdota que se repite en otros de modo muy similar. Hoy la traslado en la versión que anoté en mi cuaderno de campo en una de mis visitas a Murero, a orillas del Jiloca. Allí Santiago Mingote me regaló su charla:

«Se ve que hace más de un siglo iba una vez un sastre desde Orcajo hasta Atea. O bien porque salió tarde, o bien porque se entretuvo, el caso es que se le hizo otra hora en el camino. Buscó refugio para pasar la noche y decidió cobijarse en una paridera, a la que ya entró cuando se hacía oscuro. Iba con miedo y le acabó de asustar que, sin mediar ni una palabra, alguien lo agarró por la parte trasera de la chaqueta con tanta fuerza que el buen hombre no podía dar ni un paso. Lo creyó encantamiento de bruja y se pasó horas y horas suplicando clemencia. Llegó el alba y, con las primeras luces, el sastre se dio cuenta de que, en realidad, estaba enganchado a una zarza, nada más. Sacó la tijera y, sin dudarlo, pegó un corte seco y rotundo al matorral, al tiempo que gritaba con repentino valor que la misma suerte que aquel espino hubiese corrido una malvada hechicera. Así me lo contaba mi padre, Celestino Mingote, que de vivir ahora tendría más de ochenta años».

Me dicen en Murero que, desde que ocurrió aquella legendaria encerrona, el lugar en el que se refugió el sastre tiene nombre propio: la paridera de las Brujas. «No es fácil encontrarla, está tirando hacia Atea. Fue propiedad del tío Cachorro, un recordado alcalde de los años sesenta». Guste o no guste, está claro que es un paraje... de miedo.

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