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domingo, octubre 3

Wagner y el despertar de los sentidos

(Extraído de un texto de Pablo Heras-Casado en El Mundo del 13 de enero de 2019)

[…] en la ciudad bávara [de Bayreuth se sitúa] la residencia del compositor. La famosa villa Wahnfried es la fusión de dos conceptos: Wahn, que se traduce como «locura», y Friede, que quiere decir «paz». […] en uno de los jardines de la casa [se encuentran] las tumbas del compositor y de su mujer, Cosima Liszt. […]

Cerca de allí, en la Verde Colina donde Wagner mandó levantar un teatro a la medida de sus óperas, […] cada verano, las óperas de Wagner convocan en el Festival Bayreuth a melómanos de todo el mundo que pueden llegar a esperar varios años para conseguir una entrada a precio de infarto.

[…]

Wagner concibió el preludio orquestal de la primera ópera del ciclo [El oro del Rin, de la tetralogía ‘El anillo de los nibelungos] tras una siesta. Una calurosa tarde de septiembre de 1853 encontró en las aguas del Rin una fuente inagotable de inspiración para una leyenda, la de los nibelungos, que le serviría para crear su propia mitología de la humanidad. «Caí en una especie de estado de sonambulismo, y noté de modo repentino como si estuviera hundiéndome en una corriente de agua», relata en su autobiografía. «El ímpetu del agua se convirtió en el acorde de mi bemol, ampliamente desarrollado en arpegios…». Aquel despertar supuso el advenimiento de un nuevo paradigma orquestal: aumentó la sección de cuerdas, amplió la plantilla (hasta siete arpas), introdujo un nuevo tipo de tuba y, lo que quizá sea más importante, convirtió la voz humana en un instrumento más de la orquesta.

Después de Wagner la música ya no volvería a ser igual. Fue él quien acuñó el impronunciable término Gesamtkunstwerk para referirse a la ópera como obra de arte total en el sentido de una perfecta y casi inalcanzable combinación de música, teatro, danza, pintura, arquitectura y otras tantas disciplinas. El anillo es la culminación de esta idea, que no llegaría a desarrollarse hasta sus últimas consecuencias pero que convierte cada representación en un acontecimiento irrepetible en el que todo lo relativo al ser humano se abraza en una única experiencia artística. […]

[…]Wagner empezó a escribir el libreto de la Tetralogía con la esperanza de que Sigfrido, su héroe del futuro, acabara erradicando la corrupción del oro y anunciando una nueva sociedad basada en el amor. Sin embargo, terminó sucumbiendo a la certeza pesimista de Wotan, un dios tan poderoso como ineficaz. A partir de ahí, cualquier respuesta al dilema wagneriano (esto es: la lucha entre el amor y el poder) le concierne única y exclusivamente al espectador. Wagner tardó 26 años en concluir el ciclo y, tras escribir el último compás de El ocaso de los dioses, añadió al final de la página: «No diré nada más».

La gran revolución de 'El oro del Rin'

(Un texto de Darío prieto)

Todo empieza con el silencio. Luego, apenas audible, el sonido más grave de los contrabajos, al que se van sumando los fagots, las trompas, las cuerdas y el resto de los instrumentos, en los que fluye un arpegio ascendente. Con este arranque, Richard Wagner (18131883) inauguró una nueva época en la música. El preludio de 'El oro del Rin', primera de las óperas de la tetralogía de 'El anillo del nibelungo', avanza en apenas cuatro minutos y medio lo que será la gran revolución 'wagneriana': la nueva concepción de la orquesta, el interés por los temas (en este caso, el propio río Rin, la gran masa de agua cuyo fluir corre paralelo al devenir de la humanidad) y la culminación de la música tonal, que aventura también el paso hacia la atonalidad de Mahler y Schoenberg. Aún hoy, esa introducción sigue sonando fieramente contemporánea, como si la hubiese compuesto anteayer un músico experimental de 'drone music', un guitarrista de 'postrock' o un 'cowboy' de la electrónica 'ambient' como William Basinski.

'El oro del Rin' tiene mucho de inaugural, no sólo por la concepción musical. También en su extrema ambición escénica, con sus puentes de arcoiris, sus castillos en el cielo, sus grutas… Pero, sobre todo, en la recreación de una iconografía mitológica que tenía algo de refugio, de Valhalla mental ante una situación no especialmente halagüeña para el compositor. Desterrado de Dresde, exiliado en Suiza sin empleo ni apenas fuentes de ingresos, Wagner se sumergió en las leyendas germánicas para crear un nuevo mundo a partir de cero, como sostiene el musicólogo Chris Walton.

En ese universo mágico en el que conviven dioses y hombres, lo heroico se da cita con las pasiones más bajas. También hay una presencia del mundo natural que precede en cierta forma las preocupaciones ecologistas de un siglo después. Y, sobre todo, hay un deseo de conectar el universo clásico de Grecia y Roma con las nuevas preocupaciones del siglo XIX (identidad, nacionalismo, idealismo y revolución), a través de una particular aproximación a los mitos del norte de Europa. Aquí Odín es Wotan, según la grafía altoalemana antigua. Pero también están Thor (Donner), Frigg (Fricka), Freyja (Freia), Loki (Loge), Freyr (Froh), los gigantes Regin (Fasolt) y Fafnir (Fafner), el nibelungo Alberich, la valquiria Brunilda…

A todos ellos se les sumará, en último lugar, la saga de mortales (welsungos) que inaugura Segismundo, hijo de Wotan, y que continuará Sigfrido, hijo de Segismundo y de su hermana gemela, Siglinda. Un complejísimo mapa de relaciones humanas y sobrenaturales que nace y muere en las aguas eternas del Rin, donde se encuentra el oro que da origen a todo.

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