El cuatro de agosto
(La columna de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 2 de agosto de 2020)
La calle más notoria del Tubo zaragozano toma el nombre de una acción de guerra más conocida por sus cañoneos y disparos que por el pillaje de las tropas atacantes.
Es en Toledo. El joven caballero, con su pandilla de incipientes crápulas, se cruza con una familia hidalga, pero pobre, que ha hecho una visita refrescante al Tajo. Son un matrimonio, sus dos hijos y su sirvienta. Chulescamente, se burlan de ellos. El cabeza de familia se lo recrimina, entre risas de los ofensores, y ambos grupos reanudan sus caminos divergentes. Pero el aristócrata, ay, ha quedado prendado de la belleza de la muchacha a la que ha visto en la incipiente y ya radiante hermosura de los dieciséis años. Algo después, el grupo, embozado, rapta a la joven, que es violada luego en una apartada y rica alcoba que hay en la casa del caballero bellaco. Ella ni siquiera sabe dónde se encuentra, porque la vejación ha ocurrido mientras tenía perdidos los sentidos.
Este relato se redacta en España,
hacia 1600. El español que lo ingenia, alcalaíno, es Miguel de Cervantes y lo
titula 'La fuerza de la sangre'. Mal puede imaginar que, cruzando media Europa
y casi cuatro siglos, esta imaginada historia acabaría en las pantallas de
cine, según se ha de ver.
En Prusia, hacia 1800, un joven escritor que fue soldado por un tiempo vive muy pendiente de las hazañas bélicas de Napoleón, a quien detesta, el invasor de España. Ama a España por Cervantes, a quien lee con admiración. Muda la Toledo original en una plaza asediada del norte de Italia; los inicuos caballeros españoles se convierten en rudos soldados; y el violador castellano es sustituido por un oficial ruso que manda a esa tropa. El novelista y poeta prusiano transforma la idea cervantina y le añade densidad romántica. Se llama Heinrich von Kleist y pone por nombre a su creación 'Die Marquise von O'.
Kleist tiene carácter. Le estimula la resistencia de los españoles. Tanto, que es deportado a Francia por sus impertinencias antiimperiales y encarcelado por unos meses en la fortaleza de Joux, en el macizo del Jura. Liberado, no ceja: edita un diario vespertino (‘Berliner Abendblätter', periódico berlinés de la tarde) en el que inútilmente intenta burlar la censura bonapartista. Poco peligroso debía de ser, porque no tiraba ni mil ejemplares, era de venta individual y duró lo que se dice nada (desde el 1 de octubre de 1810 hasta el 30 de marzo del año siguiente).
En todo ese tiempo, Kleist sigue de cerca los sucesos de España y, en particular, los famosos que aquí conocemos como los Sitios de Zaragoza, iniciados en junio de 1808, interrumpidos en verano, reanudados en invierno y concluidos en febrero de 1809.
Le asombra la inexplicable resistencia de una ciudad impreparada, de sus vecinos y su guarnición. Siente una fuerte impresión, como muchos otros europeos y americanos, al conocer, primero, su oposición enconada y poco razonable al invasor; y, a los meses, una vez martirizada y exangüe, su rendición: «Lo que el Ebro ha visto» poetizó en honor a Palafox, ya en 1809 «no lo puede cantar ninguna lira. En el templo, silenciosa, la colgaré de nuevo»; aunque concluye, si fuera capaz, le compondría un cántico «ardiente como la sangre». Su alma de poeta no tenía palabras bastantes para hacer el elogio de la triste gesta de aquellos españoles, llegados de casi todo el país, y muertos en la ciudad del Ebro.
El pobre -pues nunca ganó dinero- y lúcido Kleist, escritor hoy estudiado en todos los colegios de lengua alemana, fracasó en su vida. Su amada enfermó de un mal incurable y, de común acuerdo, se causaron la muerte, a orillas del lago berlinés Wannsee. Él tenía 34 años y ella, ni siquiera.
Su novela de germen cervantino pasó al cine, adaptada por Maurice Henri Joseph Schére (alias Éric Rohmer) en 1976 (con fotografía de Néstor Almendros): ‘La Marquise d'O'.
[Volvamos al] 4 de agosto. La calle del Tubo zaragozano conmemora la insólita resistencia a un ejército que ha preparado su ataque durante horas de eficaz y devastador cañoneo con armas de gran calibre: artillería que mata, arrasa y difunde el pavor. Luego, tres fuertes columnas entran en abanico por la ciudad. Los relatos franceses acreditan el éxito inicial de los atacantes y cómo fueron frenados con gran arrojo y atrevimiento, ya dentro de la ciudad vieja, franqueado el Coso. No describen los actos de barbarie en que incurrieron sus huestes y el intenso saqueo de las áreas ocupadas de una ciudad que llegaron a creer conquistada.
Es antigua práctica de guerra ahorrar dinero para Napoleón -un utensilio bélico esencial- procurándose los medios sobre el terreno. El saqueo en busca de botín es un clásico y las tropas francesas y polacas se aplicaron con intensidad al menester.
Zaragoza, que estuvo a punto de caer -Palafox y su grupo de confianza habían salido de la plaza, dizque en busca de refuerzos-, acaso halló en este inesperado salvajismo de los atacantes motivos nuevos para resistirse hasta morir, como luego hizo.Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX, Sin ir muy lejos
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