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sábado, octubre 11

Los premios IgNobel

(La mayor parte ha sido extraído de Historias de la Ciencia, donde fue publicado en agosto de este año. No está completo, así que si la curiosidad os pierde podéis pasaros por http://www.historiasdelaciencia.com. Merece la pena la visita. También he sacado parte de la Wikipedia)

Los premios Ig Nobel son una parodia de los premios Nobel que suele resolverse en las mismas fechas que los premios originales, aproximadamente en el mes de octubre. Están organizados por la revista de humor científica Annals of Improbable Research (AIR), y co-patrocinados por varias sociedades que ostentan la palabra Harvard en su denominación, como The Harvard Computer Society o The Harvard-Radcliffe Society of Physics Students. La gala de entrega se realiza en el Sanders Theatre, de la Universidad de Harvard. 

Su aceptación y popularidad desde su institución en 1991 es creciente con el paso del tiempo. Estos premios galardonan los logros de investigaciones que primero pueden provocar risas, pero después hacen que las personas piensen. Los premios pretenden celebrar lo inusual, honrar lo imaginativo y estimular el interés de todos por la ciencia, la medicina, y la tecnología.

Cada año se entregan 10 de ellos a personas cuyas proezas “no se pueden o no se deben reproducir”. Hacen honor a personas que han hecho tonterías sorprendentes, unas admirables y otras, quizá, todo lo contrario. O bien provocan la risa o bien la incredulidad.

Las nominaciones pueden venir de cualquier parte. De hecho, llegan varios miles de nominaciones al año. Uno, hasta puede nominarse a sí mismo, como el que lo hizo un equipo noruego que, finalmente, se lo llevó por estudiar los efectos de la cerveza, el ajo y la vinagreta en el apetito de las sanguijuelas (parece que, realmente, se utilizan en medicina… algún médico que me lo confirme, por favor).

Los ganadores deben pagar su propio viaje, si es que quieren asistir y, si no tienen recursos económicos o su agenda no se lo permite, envían un discurso. Los que acuden reciben una calurosa bienvenida. La primera vez que se entregó se hizo en 1991 en el MIT e invitaron a cuatro auténticos y genuinos premios Nobel. Los cuatro vinieron con gafas al estilo Groucho Marx, fajines, boinas y otros atuendos que incitaban a la risa. La ceremonia tuvo tanto éxito que al año siguiente se tuvieron que desplazar al auditorio más grande del MIT.

Después de la ceremonia de 1994, un funcionario del mismo MIT intentó prohibir el evento. Los organizadores, casi riéndose, se desplazaron tres kilómetros al Sanders Theatre, el auditorio más antiguo, más grande y más señorial de la Universidad de Harvard.

A partir de la segunda celebración se estableció la costumbre, por parte del público, de lanzar aviones de papel durante todo el desarrollo de la misma a la gente del escenario y estos a devolverlos. El volumen es tal que nombran a dos personas para que los recojan continuamente. De lo contrario, sería imposible caminar por el escenario.

Cuando se dieron cuenta que la ceremonia se alargaba más de lo normal, introdujeron a una adorable niña de 8 años que, en cuanto pasaban 30 segundos del discurso de algún galardonado, se acercaba al atril, le miraba fijamente y le decía: Me aburro. Pare, por favor. Me aburro. Pare por favor… y así hasta que el locutor desistía de seguir hablando.

Sir Robert May, un consejero científico del gobierno británico pidió a los organizadores que dejaran de otorgarlos a científicos británicos, aunque los propios científicos lo aceptaran. La queja fue por el premio que les dieron a tres científicos noruegos “por haber realizado un riguroso análisis del esponjoso cereal del desayuno”.

La respuesta fue una publicación cuyo título fue Nos da la risa. Al año siguiente se lo concedieron a Robert Matthews, de la Universidad de Aston por demostrar que las tostadas suelen caer sobre la cara untada en mantequilla.

Algunos de los galardones han sido otorgados por demostrar la ineficiencia de las descargas eléctricas en la cara para combatir el envenenamiento por la mordedura de una serpiente de cascabel; de cómo es posible que la gonorrea se contagie a través de una muñeca hinchable (finalizado el discurso, un profesor de Harvard dijo: Hoy he aprendido algo y en palabras del galardonado: cuando uno se acuesta con una muñeca hinchable, se está acostando con todos los que, a su vez, se han acostado con esa muñeca hinchable); un estudio sobre hurgarse la nariz, en el que el 17% de los encuestados afirmaron tener un problema de narices, pero el galardonado sentenció: Hay quien mete la nariz en los asuntos de los demás. Yo me ocupé de meter mis asuntos en las narices de los demás; de un serio estudio sobre el regocijo donde las características eran risas, chillidos, hiperactividad o cualquier combinación de ellos.

También se lo dieron a Lee Kuan Yew, un exministro de Singapur por querer educar a la población y aplicar el condicionamiento negativo prohibiendo a la población mascar chicle y dar de comer a las palomas (no asistió a la ceremonia); a un estudio sobre la incompetencia debido a un tal McArthur Wheller que atracó un banco pensando que era invisible por llevar zumo de limón; o a Nick Lesson, galardonado con el Ig® Nobel de economía, por poner en bancarrota al Barings Bank y hoy gana 100.000 dólares por advertir al público sobre la necesidad de que las empresas se sometan a unos controles más estrictos; al Parlamento de Taiwan se le dio el Ig® Nobel de la Paz por demostrar sus artes democráticas a puñetazos en el parlamento e incluso recibieron la felicitación del Dalai Lama (premio Nobel de la Paz de verdad) quien les dijo: “¡Muy bien!”; otro Ig® Nobel de la Paz a los dos que diseñaron un antirrobo para coches que no era otra cosa que un lanzallamas; o al que propuso que la Marina Británica, en lugar de utilizar fuego de verdad para sus maniobras, hiciera que todos sus soldados gritaran al unísono: “¡Bang!”; o a Edward Teller, padre de la bomba de hidrógeno americana, quien movió todos los hilos técnicos y políticos para fabricarla; o a Jacques Chirac, presidente de Francia, por conmemorar el 50 aniversario de las primeras explosiones nucleares con pruebas nucleares en el Pacífico y, al protestar los representantes del gobierno australiano los tildó de “demagógicos” (hay que tener cara) y añadió que para ellos representaba un arma al servicio de la paz (tampoco asistió).

El de química se lo dieron, a quienes demostraron que, químicamente hablando, el amor romántico se puede confundir con un severo desorden obsesivo-compulsivo; o el de Asistencia Sanitaria a quien inventó un aparato para tener un parto gracias a la fuerza centrífuga haciendo girar la mesa a toda velocidad; o el de biología a un médico que inyectaba hormonas a las mujeres para hacerles creer que estaban embarazadas y, cuando se las inyectaron e él mismo, dio positivo en un test de embarazo (finalmente, acabó en prisión); o el de medicina a los que hicieron una resonancia magnética nuclear a una serie de parejas voluntarias mientras hacían el amor (cuando les decían que podían llegar al orgasmo, las parejas echaban a reír); o el de estadística a quien demostró que no hay relación entre la medida del pie y del pene; o el de biología al que investigó sobre la felicidad de las almejas cuidadas con Prozac; o el de física a quien llegó a la conclusión de que el calcio que se crea en las cáscaras de huevo de las gallinas es debido a un proceso de fusión fría.

Hay un hombre que tiene no uno, sino dos Ig® Nobel: uno por descubrir que el agua es un líquido inteligente y con memoria y otro porque la información de la misma se puede transmitir a través de Internet, y que Harvard Dudley (premio Nobel de Química de 1986) consideró muy digno y que bien podía merecer un tercer Ig® Nobel; otro de medicina al que publicó un informe médico sobre las heridas provocadas por la caída de cocos de los cocoteros de Nueva Guinea; al que publicó un informe sobre el colapso de los inodoros en Glasgow (vamos que el inodoro se rompía y las nalgas del usuario quedaban maltrechas); o a los que hicieron levitar ranas utilizando imanes y más tarde recibieron numerosas cartas de niños diciendo: “quiero ser un científico”.

Hay quien se lo llevó por ingeniería de seguridad por inventar una armadura a prueba de osos (¡¡y probarla!!); o el de informática por hacer un programa que detectaba cuándo un gato pasa sobre un teclado; o el de matemáticas a quien calculó las probabilidades exactas de que Gorbachov fuera el anticristo (exactamente: 710.609.175.188.282.000 contra una); o a los tres japoneses que entrenaron a unas palomas a distinguir entre cuadros de Picasso y Monet; o el de arqueología a un grupo de scouts-exploradores que borraron unas pinturas rupestres de entre diez y quince mil años de antigüedad pensando que eran graffitis; o a los que hicieron aquellos círculos misteriosos en los campos de Inglaterra (en noches de lujuria) y que finalmente declararon que había una campaña para convencer al público de su trivialidad; o el de arte al que hizo un póster con los penes del mundo animal; o al que creó un traje que se auto perfuma (ideal, según dijo, para mantener la estabilidad en la pareja); o el de biología al que creó una ropa interior hermética que contenía los fétidos olores antes que salieran al exterior y así librarse del sufrimiento olfativo debido a su explosiva esposa; o al que quiso normalizar la forma de preparar una taza de té y acabó diciendo: vine, vi y me tomé una taza de té, y el público respondió tirando aviones de papel y bolsas de té; o a los que produjeron el café más caro del mundo cuyos granos habían sido ingeridos y excretados por un luak; o al que hizo una tesis doctoral sobre la sociología de las tiendas canadienses de donuts; o al que dio la ecuación para mojar una galleta en té caliente (Len Fisher, que tiene un libro con ese título y es muy bueno); o al senador de EUA que, para promover la ley del control de drogas, hizo ilegal comprar probetas, aparatos de destilación, secadoras de vacío, matraces, etc.; o al que escribió un libro sobre “curación cuántica”, y el premio Nobel Sheldon Glashow dijo que había tenido el honor de haber cenado con él y que había recibido un merecidísimo premio; o a los 976 coautores de un artículo que tiene 100 veces más autores que páginas; o a uno que publicó después de muerto (y es que la ciencia no tiene límites); o al trabajo de extraños cuerpos en nuestro cuerpo.

Todos estos datos (y bastantes más) pueden encontrarse en el libro “Los premios Ig® Nobel”, de Marc Abrahams. ¡Habrá que ponerlo en la lista de próximas lecturas!

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