La Dama de Arintero
(Un reportaje de J.J. Esparza publicado en La Gaceta de hace unas semanas)
He aquí la fascinante historia de una mujer que tomó las armas por evitar la vergüenza de su linaje. La corona necesitaba brazos, un anciano conde ya no estaba en condiciones de prestarlos y, para escapar al oprobio, una hija del noble decidió acudir al combate vestida de hombre. Esta historia recuerda a Mulán, la película de Disney, pero no; lo de Mulán es una leyenda china. Ella fue Juana García, la Dama de Arintero, y parece claro que la historia fue real.
Situémonos. Estamos en 1475 y una nueva guerra civil desgarra al reino de Castilla. ¿Por qué se pelea? Por el trono, como de costumbre. El rey Enrique IV había muerto en diciembre del año anterior. Unos sostienen que la corona debe de pasar a su hija Juana, pero muchos dicen que ésta no es en realidad hija del rey sino del noble Beltrán de la Cueva, y motejan a la heredera con el infamante sobrenombre de "la Beltraneja". Y, si Juana es ilegítima, ¿quién heredara el trono? Una amplia facción del reino sostiene que quien debe heredar el trono es Isabel -la futura Isabel la Católica-, la hermana del difunto monarca.
Por debajo y por encima de la cuestión sucesoria, otras fuerzas mueven el conflicto: oposición entre la Corona y los nobles, entre los nobles y las ciudades, entre diferentes partidos nobiliarios... Y, a rebufo de la situación, las potencias vecinas mueven ficha: Portugal y Aragón entran en el juego. El partido de Juana recibe el apoyo de la mayoría de los grandes nobles y del reino de Portugal, porque la Beltraneja está prometida a un infante portugués; el partido de Isabel es respaldado por las villas, la mayor parte de la Iglesia y el reino de Aragón, porque Isabel se ha casado con el heredero aragonés, Fernando. No hay conciliación posible.
Mientras tanto, en un rincón de la montaña leonesa, en Arintero, cerca de la frontera con Asturias, un señor local, don García, recibe noticia de la guerra que acaba de estallar. Como noble -y nobleza obliga-, don García debe acudir al combate. ¿Con quién? Su bando es el de Isabel. Don García ha combatido ya muchas veces, y con gloria, en la frontera musulmana; pero ahora ya tiene más de sesenta años. Está viejo y quebrantado; apenas puede montar y difícilmente soportaría una jornada de guerra. Podría mandar a un hijo en su nombre, pero, ay, don García sólo ha tenido hijas: cinco, pero todas mujeres. Otros caballeros de la zona van a acudir ellos mismos o van a enviar a peones y a otros como ellos en su nombre. Don García no puede enviar a nadie. La vergüenza se cierne sobre el anciano caballero.
En este momento, una hija del caballero, Juana, acude a ver a su padre y le habla con arrojo: si le procura armas y un caballo, ella misma peleará por la bandera de doña Isabel. Podemos imaginar la reacción del viejo caballero: la guerra está hecha para los hombres; una mujer no puede sostener una espada; el color de la tez delataría a la joven, por no hablar de su propio cuerpo, los cabellos, las curvas... Pero sostener una espada es algo que puede aprenderse con un poco de entrenamiento, el color de la tez puede tostarse con el aire y el sol, el cabello puede cortarse y las curvas de una mujer desaparecen si se sepultan bajo una cota de malla. Don García duda. Juana, no. Y, por otro lado, tampoco existe mejor alternativa. El caballero accede a entrenar a su hija: equitación, esgrima, vida al aire libre...
En pocos meses, la joven dama de Arintero, doña Juana, se encuentra en condiciones de librar un combate. ¿Y con qué identidad? Don García inventa una: Oliveros, que es nombre tópico de las viejas crónicas caballerescas. Y así el caballero Oliveros, primogénito del señor de Arintero, acudirá al combate para prestar su brazo a la causa de la reina doña Isabel.
En el verano de 1475, un noble jinete alcanza el campamento de las tropas de Isabel de Castilla en Benavente. Es el caballero de Oliveros. Bajo la coraza, la malla y el yelmo, sólo se adivina a un joven de aspecto delgado; quizá pequeño, pero monta bien, es diestro con la espada y eficaz con la lanza. En aquellos momentos la guerra se había enquistado en tierras de Zamora: es allí donde el ya marido de la Beltraneja, Alfonso de Portugal, combate con la esperanza de derrotar a las huestes de Isabel para arrebatarle la corona de Castilla o, en el peor de los casos, ampliar hacia León, los dominios portugueses. El objetivo de Isabel de Castilla y su esposo, Fernando de Aragón, es tomar Zamora, ciudad que ha abrazado la causa de la Beltraneja. Los partidarios de esta última se esforzarán por impedir que el enemigo llegue hasta la capital del Duero.
Los choques se multiplican y el caballero Oliveros combate con denuedo. Pronto se gana fama de guerrero distinguido. Ha empezado ya el duro invierno de la meseta, pero Oliveros soporta tanto las fatigas del frío como las de la guerra. Las tropas de la reina Isabel se plantan ante Zamora y comienza el asedio. Los defensores de la ciudad, el partido de la Beltraneja, prodigan las salidas para minar la fuerza de los sitiadores, pero todo es en vano: el partido de Isabel y Fernando es más fuerte. Finalmente, andando febrero, Zamora cae. Las últimas huestes de la Beltraneja y el rey portugués tratan de hacerse fuertes en la vecina Toro. Y hacia allá se encamina la vanguardia de Isabel tras la bandera de su facción: el pendón de San Isidoro, que representa al santo hispanogodo sevillano con una cruz en la mano y una espada en la otra. Junto a la bandera, cabalga el caballero Oliveros.
(Mañana más)
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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