De esa excitante máquina de orgasmos
(Un artículo de M. A. G. de la Torre en el suplemento Crónica del 21 de agosto)
Las paredes son de acero y el espacio es reducido, del tamaño de una cabina telefónica. El cubículo ya está listo para llevarlo al orgasmo cósmico. Hay un hombre dentro, de pelo blanco y revuelto. Se trata de Wilhelm Reich (1897-1957), judío, nacido en el extinto imperio austrohúngaro, recién huido de los nazis y discípulo aventajado de Freud. Está seguro de haber encontrado un tipo de energía vital, concreta y medible. A esta energía de índole sexual, orgánica y orgásmica la llama orgón. Según él, no sólo produce un gran placer sino que cura la neurosis.
Detrás de esta enfermedad mental, sostiene, se esconde una represión sexual. Y lo mejor para prevenirla es estimulando la libido. O, dicho de otra forma, teniendo más orgasmos para evitar que la energía orgónica se estanque en el cuerpo dando lugar a disfunciones físicas y psíquicas. Por eso el profesor prueba con cara de felicidad ese armario de madera y metal. Para Reich, su invento es la respuesta a todo.
¿Visionario?¿Lunático?¿Genio? De todo llamaron a Reich cuando aquel año, 1940, presentó su invento en Maine (EEUU); el acumulador de orgones, lo llamó. Una máquina para producir orgasmos. Pasado el tiempo, excitaría la mente de cineastas y escritores antisistema de la llamada generación beat que rechazaban el conformismo de la sociedad mediante la producción en serie de buenos orgasmos. Esto evitaría, postulaban, el aumento de individuos potencialmente neuróticos y despropósitos políticos como el régimen de Hitler.
La historia de aquel extravagante invento, cuyas bases teóricas han creado escuela en medio mundo, la rescata ahora Christopher Turner, escritor y periodista canadiense, en "Aventuras en el orgasmatrón: Wilhelm Reich y la invención del sexo".
No sólo alabó el invento J.D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno, que llegó a utilizarlo, buscando en el artefacto una salida cósmica a su mente herida por los años en la guerra. Tiempo después, hasta Woody Allen rindió un divertido homenaje a Reich en la película Sleeper (en España se llamó El Dormilón), una sátira de ciencia ficción donde inventa un aparato generador de orgasmos, el "orgasmatrón". Desde entonces, el acumulador de energía orgón se conocerá con ese nombre.
Reich siempre proclamó que su máquina no solo liberaba de la fatiga, el reuma, la artritis o las úlceras, sino que incluso podía ser beneficioso en el tratamiento de procesos cancerígenos. Pero, ¿qué teoría había detrás de un armario metálico generador de orgasmos? ¿Qué hacía un discípulo díscolo de Freud pregonando que bastaba con meterse en una cabina y alcanzar la pequeña muerte para salvar a la humanidad de la neurosis, fuente de desdicha y regímenes represores?
La inspiración le vino a Reich durante la visita a un lago. El brillante psicoanalista creyó percibir una alta acumulación de partículas de energía flotando en la atmósfera. Y, fascinado, se puso a indagar la forma de acumularlas para así darse baños de energía positiva. El metal y la materia orgánica viva parecían ser el hábitat favorito de estas partículas. Así que se construyó su cabina con placas metálicas y se metió dentro. Los efectos serían tan satisfactorios que no dudó en decir que su recién descubierta energía orgón era, ni más ni menos, "lo que otros llaman Dios".
Hoy en día a Reich -obsesionado por los mecanismos de la libido- se le adjudica la paternidad de la revolución sexual, que contagió a EEUU en los 60. Tras un tiempo de ensayors, el propio Reich comercializó su fábrica personalizada de orgasmos. Y los pre hippies escritores estadounidenses (Mailer, Bellow, Goodman, Ginsberg y Kerouak) cayeron rendidos a sus piés y recibieron encantados esa maquinita que los curaría de sus resacas físicas por el abuso de drogas y alcohol y que purificaría sus psiques, libres por fin de los "barrotes" de la sociedad. Todo aquello en monodosis de un orgasmo por sesión.
Pero el idilio tenía su lado oscuro: la FDA (Food and Drugs Administration), no vió el asunto con buenos ojos y ya en 1954, prohibió la venta de los acumuladores de energía. Reich, vino a decir la FDA, era poco menos que un charlatán. También le buscó las cosquillas el FBI, que lo consideró pro-comunista. Si bien es cierto que rompió los esquemas clásicos de psicoanálisis culpando a la sociedad -y no sólo al individuo neurotizado- de disfunciones mentales, sus teorías anidaban lejos del proselitismo político. Pero poco importó eso en aquellos tiempos. Ese mismo año un juez ordenó quemar sus obras.
Para Wilhelm, la energía sexual era el motor no sólo de la psique, sino de la salud corporal y social. Tanto lo creyó así que en diciembre de 1940 pidió al mismísimo Albert Einstein que certificara su máquina. El genio examinó el funcionamiento de un orgasmatrón. Era diciembre de 1940. Sin embargo, dos semanas más tarde concluyó que Reich tenía muy buenas intenciones pero muy malos fundamentos de física. Para Einstein, la máquina de orgasmos era un bluff.
Tampoco con Freud, su maestro, la relación terminó bien. El padre del psicoanálisis no vio con buenos ojos que su alumno aventajado tirara al cesto lo aprendido invitando a sus pacientes a atender la consulta en ropa interior para liberarse de sus armaduras.
El final de su vida fue poco honorable. Condenado a tres años de prisión en EEUU, donde se refugió en 1939 tras ser perseguido en la Alemania nazi, falleció de un infarto nueve meses antes de terminar la condena. Paradójicamente, la América que lo acogió destruyó sus publicaciones y redujo a chatarra su invento. Murió desterrado en un país que vio en su orgasmatrón el despropósito de un lunático. Y si, en sus años finales tuvo accesos de locura y delirios de persecución.
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Las paredes son de acero y el espacio es reducido, del tamaño de una cabina telefónica. El cubículo ya está listo para llevarlo al orgasmo cósmico. Hay un hombre dentro, de pelo blanco y revuelto. Se trata de Wilhelm Reich (1897-1957), judío, nacido en el extinto imperio austrohúngaro, recién huido de los nazis y discípulo aventajado de Freud. Está seguro de haber encontrado un tipo de energía vital, concreta y medible. A esta energía de índole sexual, orgánica y orgásmica la llama orgón. Según él, no sólo produce un gran placer sino que cura la neurosis.
Detrás de esta enfermedad mental, sostiene, se esconde una represión sexual. Y lo mejor para prevenirla es estimulando la libido. O, dicho de otra forma, teniendo más orgasmos para evitar que la energía orgónica se estanque en el cuerpo dando lugar a disfunciones físicas y psíquicas. Por eso el profesor prueba con cara de felicidad ese armario de madera y metal. Para Reich, su invento es la respuesta a todo.
¿Visionario?¿Lunático?¿Genio? De todo llamaron a Reich cuando aquel año, 1940, presentó su invento en Maine (EEUU); el acumulador de orgones, lo llamó. Una máquina para producir orgasmos. Pasado el tiempo, excitaría la mente de cineastas y escritores antisistema de la llamada generación beat que rechazaban el conformismo de la sociedad mediante la producción en serie de buenos orgasmos. Esto evitaría, postulaban, el aumento de individuos potencialmente neuróticos y despropósitos políticos como el régimen de Hitler.
La historia de aquel extravagante invento, cuyas bases teóricas han creado escuela en medio mundo, la rescata ahora Christopher Turner, escritor y periodista canadiense, en "Aventuras en el orgasmatrón: Wilhelm Reich y la invención del sexo".
No sólo alabó el invento J.D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno, que llegó a utilizarlo, buscando en el artefacto una salida cósmica a su mente herida por los años en la guerra. Tiempo después, hasta Woody Allen rindió un divertido homenaje a Reich en la película Sleeper (en España se llamó El Dormilón), una sátira de ciencia ficción donde inventa un aparato generador de orgasmos, el "orgasmatrón". Desde entonces, el acumulador de energía orgón se conocerá con ese nombre.
Reich siempre proclamó que su máquina no solo liberaba de la fatiga, el reuma, la artritis o las úlceras, sino que incluso podía ser beneficioso en el tratamiento de procesos cancerígenos. Pero, ¿qué teoría había detrás de un armario metálico generador de orgasmos? ¿Qué hacía un discípulo díscolo de Freud pregonando que bastaba con meterse en una cabina y alcanzar la pequeña muerte para salvar a la humanidad de la neurosis, fuente de desdicha y regímenes represores?
La inspiración le vino a Reich durante la visita a un lago. El brillante psicoanalista creyó percibir una alta acumulación de partículas de energía flotando en la atmósfera. Y, fascinado, se puso a indagar la forma de acumularlas para así darse baños de energía positiva. El metal y la materia orgánica viva parecían ser el hábitat favorito de estas partículas. Así que se construyó su cabina con placas metálicas y se metió dentro. Los efectos serían tan satisfactorios que no dudó en decir que su recién descubierta energía orgón era, ni más ni menos, "lo que otros llaman Dios".
Hoy en día a Reich -obsesionado por los mecanismos de la libido- se le adjudica la paternidad de la revolución sexual, que contagió a EEUU en los 60. Tras un tiempo de ensayors, el propio Reich comercializó su fábrica personalizada de orgasmos. Y los pre hippies escritores estadounidenses (Mailer, Bellow, Goodman, Ginsberg y Kerouak) cayeron rendidos a sus piés y recibieron encantados esa maquinita que los curaría de sus resacas físicas por el abuso de drogas y alcohol y que purificaría sus psiques, libres por fin de los "barrotes" de la sociedad. Todo aquello en monodosis de un orgasmo por sesión.
Pero el idilio tenía su lado oscuro: la FDA (Food and Drugs Administration), no vió el asunto con buenos ojos y ya en 1954, prohibió la venta de los acumuladores de energía. Reich, vino a decir la FDA, era poco menos que un charlatán. También le buscó las cosquillas el FBI, que lo consideró pro-comunista. Si bien es cierto que rompió los esquemas clásicos de psicoanálisis culpando a la sociedad -y no sólo al individuo neurotizado- de disfunciones mentales, sus teorías anidaban lejos del proselitismo político. Pero poco importó eso en aquellos tiempos. Ese mismo año un juez ordenó quemar sus obras.
Para Wilhelm, la energía sexual era el motor no sólo de la psique, sino de la salud corporal y social. Tanto lo creyó así que en diciembre de 1940 pidió al mismísimo Albert Einstein que certificara su máquina. El genio examinó el funcionamiento de un orgasmatrón. Era diciembre de 1940. Sin embargo, dos semanas más tarde concluyó que Reich tenía muy buenas intenciones pero muy malos fundamentos de física. Para Einstein, la máquina de orgasmos era un bluff.
Tampoco con Freud, su maestro, la relación terminó bien. El padre del psicoanálisis no vio con buenos ojos que su alumno aventajado tirara al cesto lo aprendido invitando a sus pacientes a atender la consulta en ropa interior para liberarse de sus armaduras.
El final de su vida fue poco honorable. Condenado a tres años de prisión en EEUU, donde se refugió en 1939 tras ser perseguido en la Alemania nazi, falleció de un infarto nueve meses antes de terminar la condena. Paradójicamente, la América que lo acogió destruyó sus publicaciones y redujo a chatarra su invento. Murió desterrado en un país que vio en su orgasmatrón el despropósito de un lunático. Y si, en sus años finales tuvo accesos de locura y delirios de persecución.
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