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lunes, marzo 30

Marilyn Monroe y Paula Strasberg: una dependencia peligrosa



(Un texto de Elena Castelló leído en la revista Mujer de Hoy del 11 de agosto de 2012)

A principios de 1955, justo cuando el mundo se preparaba para recibir una de las imágenes más icónicas del cine (la rubia dejando que el aire del metro levantara su ondulante vestido blanco), Marilyn Monroe abandonó Hollywood y se instaló en Nueva York. Quería convertirse en una actriz seria y se matriculó como alumna en el Actor’s Studio de Lee Strasberg. Era la escuela de actores más prestigiosa de su tiempo, semillero de estrellas, como Marlon Brando o Paul Newman. Reunía todo lo que Marilyn buscaba para enterrar el personaje con el que se había abierto paso en el cine y que detestaba: clásicos del teatro, intelectualidad, disciplina, prestigio. "Estoy cansada de que me consideren una “freak”, quiero ser una artista”, le dijo a Strasberg en su primera entrevista. El maestro captó enseguida la tormenta interior de la actriz y le aconsejó que se pusiera en manos de un psicoanalista para liberar su talento. Era raro y sobrenatural, un diamante sin pulir en el pozo de su dolor. Solo había visto algo así en Marlon Brando. Lee se convirtió en mentor y guía. Trabajaban en sesiones privadas, de las que la actriz salía arrasada por las lágrimas, pero eufórica. “Siempre he querido que la gente viera en mí no a la actriz, sino a la persona real –decía–. Lee lo ha conseguido. Me trata como a un ser humano”. Marilyn tenía 29 años. Cuando volvió a Hollywood, un año después, para rodar 'Bus Stop', a las órdenes de Joshua Logan, muchas cosas habían cambiado: por primera vez participó en las reuniones de guión, imponía su criterio en diálogos y escenas y, sobre todo, no se separaba de Paula Strasberg, la esposa de su maestro, convertida en su 'coach' personal.
Pocas relaciones hay tan desiguales y misteriosas como la que mantuvieron Marilyn y Paula. En las fotografías en las que aparecen juntas, la actriz dobla en estatura a Strasberg, siempre vestida de oscuro, como una viuda siciliana, con gafas de pasta y un severo recogido. Paula tenía entonces 45 años y bastantes kilos de más, que trataba de disimular con ropas amplias. Desde 'Bus Stop' y hasta la última película inacabada de Marilyn, seis años después, su figura negra y poco agraciada se convirtió en una presencia constante en los rodajes. Antes de cada escena, ambas susurraban en un aparte, y cuando la actriz era incapaz de acertar con sus frases, Paula la sostenía y juntas se alejaban para “concentrarse”. Se ocupaba de que comiera y descansara, disculpaba sus retrasos y combatía sus ataques de pánico. “Espero no volver a encontrarme con ese murciélago nunca más”, dijo John Houston tras rodar 'Vidas rebeldes'.

Paula había debutado en el teatro con 16 años, a finales de la década de los 20. Antes de convertirse en la segunda esposa de Lee Strasberg, se apellidaba Miller y era una chica judía estilizada y rubia, militante del Partido Comunista, lo que le valió un puesto en la lista negra del senador McCarthy.

Paula idolatraba a Lee e hizo todo lo posible para que el mundo conociera su genialidad: le presentaba a gente importante, ideaba la manera de conseguir contactos entre la intelectualidad neoyorquina y, sobre todo, dinero para pagar las facturas y mantener la escuela. Eran una pareja de ambiciosos y perfeccionistas, y vivían entregados al arte de la interpretación. Sus hijos adolescentes, Susan y John, también eran actores. Su casa estaba siempre llena de gente de la profesión. Paula cocinaba, consultaba las cartas del tarot, ofrecía refugio si las veladas se alargaban. “Mi madre era una extraña combinación entre proveedora de delicatessen, farmacéutica y madre judía”, escribe Susan Strasberg en sus memorias.

Marilyn, que nunca había podido desprenderse de la niña abandonada que había sido en la infancia, se convirtió en la tercera hija de Paula y Lee. Había conseguido que los críticos la tomaran en serio y se había casado con el escritor Arthur Miller, el hombre atractivo e inteligente con el que siempre soñó. Vivía en Nueva York una vida más libre que en Hollywood, y frecuentaba a renombrados intelectuales: Carson McCullers, Truman Capote... Pero el miedo no la dejaba vivir: temor a no conseguir decir sus diálogos, a decepcionar a los que admiraba, a perder su atractivo. La brillante estrella escondía una mujer rota y necesitada de una devoción y un amor extremos. Los Strasberg fueron la familia que nunca tuvo, y ella, la discípula devota. Su relación de amistad, especialmente con Paula, devino en una especie de nueva adicción. Los Strasberg hacían todo lo posible para que Marilyn se sintiera segura. Dormía a menudo en el apartamento familiar de Central Park West, en el que compartía habitación con Susan. Pasaba los fines de semana en la casa de vacaciones que poseían en Fire Island. Y cuando los desencuentros con Arthur Miller empezaron a ser constantes, casi vivía con ellos. “Necesitaba que alguien la sostuviera”, recordaba Lee Strasberg años después. “No queríamos que tomara tantas píldoras y por eso cogió la costumbre de dormir en casa. Me quedaba un rato con ella, hasta que se dormía”. Más de una vez, Lee la había levantado del suelo, atiborrada de tranquilizantes, y la había acunado entre sus brazos. Se comportaba con ella como un padre. ¿Estuvo enamorado de Marilyn? Paula siempre miró hacia otro lado. “No te preocupes, Susan –le dijo un día a su hija–, no es el tipo de tu padre. Es su talento lo que él ama en ella”. Si estuvo celosa alguna vez, nunca lo demostró. Al contrario, se consagró a Marilyn como si fuera una nueva religión. Monroe acudía a la consulta del psicoanalista cinco veces por semana. Sufría ataques de parálisis ante la idea de conocer gente nueva, se quedaba en blanco a mitad de una escena, llegaba a todas partes con 9 ó 10 horas de retraso. Consumida por la inseguridad, era capaz de peinarse y lavarse el pelo varias veces antes de salir.

Sus intentos de suicidio se contaban por decenas, igual que sus abortos (voluntarios e involuntarios). No podía dormir y tomaba barbitúricos a todas horas: a las tres de la mañana, aunque luego tuviera que levantarse a las seis, y después ingería estimulantes para despejarse. “Esta chica tiene rasgos esquizofrénicos”, afirmó sir Lawrence Olivier tras cuatro meses de rodaje infernal con la actriz en “El príncipe y la corista”. Paula empezó a encargarse de que Marilyn tuviera siempre a mano sus píldoras: había que sacar adelante las escenas. No se separaba nunca de un enorme bolso lleno de comida, medicinas, linternas, lupas y abanicos. Se convirtió en blanco de las burlas. Directores y productores la odiaban. Cuando la actriz escuchaba la palabra “¡corten!”, nunca miraba al director, sino a ella. “No soy el monstruo que dicen”, protestaba Paula. Cobraba 25.000 dólares por película, igual que algunos protagonistas de la época. Consideraba que era una compensación por su entrega: la tensión y las dificultades de Marilyn le provocaban migrañas. Tras rodar “Vidas rebeldes” tuvo una depresión. “Tenía un control total sobre Monroe”, recuerda el fotógrafo Lawrence Schiller.

Restringía el acceso a la actriz, hasta el punto de aislarla totalmente en los rodajes, y se encargaba de leerle las críticas, de disculpar sus ausencias o de entrar antes que ella en las fiestas para supervisar a los invitados y ponerla sobre aviso. Marilyn a menudo se quedaba en el coche y le pedía que asistiera a las reuniones en su lugar. Paula lo dejaba todo para acudir cuando la llamaba. Era una mujer inteligente y capaz, pero íntimamente frustrada, y empezó a vivir la vida a través de la actriz. “Creía que el encuentro con Marilyn era lo más importante que le había pasado a la familia, –recuerda Susan Strasberg–. A sus hijos nunca nos trató con la misma devoción y cariño”.

La ayuda que Paula había representado en los primeros años empezó a convertirse en una grave interferencia. “Su presencia, en vez de ayudarla, la hacía dudar”, cuenta el actor Don Murray. Marilyn tenía un don excepcional. Sabía muy bien cómo ser una estrella. ¿Qué pintaba allí Paula, como un ave de mal agüero, revoloteando a su alrededor?, se preguntaba Arthur Miller. “Su único talento era su habilidad para adular”, decía sir Lawrence Olivier. “Querida, eres la estrella más grande que existe, la más famosa. Todavía no sabes lo grande que eres. Más que Jesucristo, querida, y ellos deben darse cuenta”, le repetía a la actriz. Y Marilyn se lo tragaba. Nada podía gustarle más que su fama.

Fue al regresar a Los Ángeles, en 1961, tras el divorcio de Arthur Miller, cuando la relación entre ellas empezó a deteriorarse. Marilyn, narcisista y dependiente, siempre temía que tarde o temprano se aprovecharan de ella. Tanta insistencia en llegar a su “verdadero yo” empezaba a agotarla. Además, le inquietaba que los Strasberg dependieran financieramente de ella casi por completo. No es fácil tejer una amistad cuando hay dinero de por medio. Y Marilyn era rica y generosa: a Lee le pagó un viaje a Rusia; a John le regaló un coche por su mayoría de edad; a Paula, el collar de perlas con el que le obsequió el emperador de Japón…

El día antes de su muerte, Marilyn llamó a su abogado para decirle que cambiara su testamento, porque ya no quería que los Strasberg fueran sus herederos principales. Pero no le dio tiempo porque la actriz murió esa madrugada. Paula y Lee fueron de los pocos íntimos convocados por Joe DiMaggio al tanatorio. Mientras el organista tocaba, Lee dijo emocionado: “Tenía una luminosidad especial, una mezcla de melancolía, resplandor y anhelo, que la apartaba de los demás y que, sin embargo, hacía que todos desearan ser parte de ella”. Paula se encargó de recoger la casa californiana de Marilyn y su apartamento de Nueva York. Cada detalle de su vida fue empaquetado y enviado a un guardamuebles. Murió de cáncer cuatro años después. Quizá nunca la quiso desinteresadamente, quizá solo la adoró como se adora a los dioses de los que depende el sustento y el destino. Los últimos meses de la actriz fueron de aislamiento. En su buzón casi exclusivamente había facturas y recibos del banco. Ninguna nota de amistad, ningún mensaje de ánimo. Solo destaca una breve nota de Paula Strasberg, fechada a finales de 1961. Está firmada con un corazón y dice simplemente: “Ten fe”.

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