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viernes, abril 10

Namibia: desierto y mar



(Un texto de Xavier Moret en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 1 de febrero de 2015)

Dunas que se encienden al atardecer, oasis en medio de la nada y costas donde reposan esqueletos de barcos. hay muchas namibias y todas merecen la pena.

Hay muchas Namibias y todas merecen la pena. Está la Namibia del desierto, que alcanza su máximo esplendor en las altas dunas de Sossusvlei. Está también la Namibia de la fauna salvaje, con Etosha como destino estelar. Y está la Namibia que se abre al mar, con la Costa de los Esqueletos como escenario a la vez atractivo e inquietante. El problema está en que en Namibia, un país que prácticamente dobla en superficie a España, las distancias son casi siempre largas, aunque afortunadamente las carreteras son buenas y el país funciona, para bien y para mal, como un África europeizada.

Solo dos millones de personas viven en Namibia, un país ocupado en buena parte por los desiertos del Kalahari y del Namib, con granjas enormes rodeadas de miles de kilómetros de vallas. En la carretera, las vallas son una compañía constante, así como los carteles que advierten del peligro de monos, jabalís, chacales y elefantes.

Windhoek, la capital que ejerce de puerta de entrada, es una excepción urbana en el corazón de Namibia, con un puñado de rascacielos que pregonan que estamos en un país rico, gracias sobre todo a la minería y al turismo. Puestos a hacer un alto en la ciudad, la mejor opción es ir al Joe’s Beerhouse, un restaurante popular con decoración aventurera en el que sirven oryx, kudu, cebra, cocodrilo y otros animales del país. “Es como tener a África en el plato”, bromea un camarero.

De las ciudades, sin embargo, hay que huir cuanto antes en África, ya que el gran espectáculo está en la naturaleza.

En los 365 kilómetros que hay entre Windhoek y Swakopmund, la principal población de la costa, sorprenden el buen estado del asfalto y los nombres de algunos arroyos, como Bismarck y Teufelbach, que recuerdan que en el siglo XIX esta tierra fue una colonia de Alemania. De vez en cuando, una zona de picnic bien equipada insiste, por si lo habíamos olvidado, en que Namibia sigue teniendo algo de alemana, aunque después de la Primera Guerra Mundial dejó de ser colonia; vino después el mandato sudafricano, hasta que en 1989 el país alcanzó la independencia.

Swakopmund, junto con la vecina Malvis Bay, respira un aire vacacional, con muchos hoteles y apartamentos cerca del mar y agencias dedicadas a los deportes de aventura. Entre ambas ciudades, las dunas que parece que van a invadir la carretera avisan de que nos adentramos en la Costa de los Esqueletos.

“La combinación de desierto y mar, la escasez de lluvia y el clima inhóspito de esta región contribuyeron a fomentar la creencia de que la muerte reina en esta costa”, cuenta Martin, un surfero que se vanagloria de conocer bien la zona. “El viento siempre sopla hacia el mar, por lo que raramente llueve. Por otra parte, hay arrecifes, niebla, corrientes y olas, lo que causa muchos naufragios. No es extraño que los marineros portugueses bautizaran esta costa como la Puerta del Infierno”.

Fue el inglés John Henry Marsh quien, en un libro sobre el naufragio del carguero Dunedin Star, en 1944, acuñó el nombre de Costa de los Esqueletos. La niebla y los arrecifes provocaban en aquella época frecuentes naufragios y, en el caso de que los pasajeros consiguieran llegar a la costa, la escasez de agua los arrastraba a la desesperación.

Hacia el norte. Avanzar por las pistas que llevan al norte, todavía hoy, supone graduarse en un máster de soledad y desolación. Con la única compañía del desierto y del mar, uno a cada lado, son varios los barcos siniestrados que nos recuerdan que estamos en un territorio hostil. Sus cascos pueden verse cerca de la costa, encallados, recostados, con las olas batiendo contra los restos oxidados.

Al llegar a Cape Cross, una reserva de focas y un hotel legendario, que cuenta con un pequeño museo, delimitan un espacio habitable antes de proseguir hacia el norte, más allá del río Ugab, donde la naturaleza se hace todavía más inhóspita, con los elefantes del desierto siempre en busca de agua.

Fauna de Etosha. El arte rupestre de los montes de Damaraland, un espacio de una consistencia onírica, nos prepara para la llegada a Etosha, un gran parque nacional de 22.270 kilómetros cuadrados (de este a oeste mide 350 kilómetros) en el que habitan 114 especies de animales, entre los que se encuentran unos 250 leones, 300 rinocerontes, 2.000 elefantes, 2.500 jirafas y 6.000 cebras.

Junto al gran lago salado -una inmensa superficie llana de un blanco cegador-, la fauna se oculta en el bosque o campa por la llanura, siempre atenta a la charca más próxima, que es donde se concentran los animales al amanecer o al atardecer.

Las charcas son el mejor lugar para observar y fotografiar ejemplares, en especial las de las zonas de acampada de Okakuejo y Halali, con miradores protegidos donde no hace falta que uno se quede encerrado en el coche. El resto es cuestión de suerte, aunque son frecuentes las visiones de elefantes, rinocerontes, gacelas y jirafas. Y cebras, claro, sobre todo las grandes manadas que cruzan la llanura en busca del mejor pasto. De vez en cuando, aparece la poderosa silueta de un oryx, de un león o de un guepardo agazapado en la sabana. La lucha por la vida es una constante en Etosha.

La ventaja de este parque nacional es que, a diferencia de los de Kenia o Tanzania, se puede visitar al volante de tu propio coche de alquiler, que ni siquiera hace falta que sea un todoterreno. En Okakuejo y Halali hay cabañas y zonas de acampada, pero conviene reservar con tiempo. La otra opción es instalarse en alguno de los lodges que hay fuera del parque, como, por ejemplo, el de Toshari.

La estrecha franja del Caprivi, que se adentra en el continente unos kilómetros más al norte, se ofrece como posibilidad para ver más fauna y más baobabs, y para entrar en contacto con la interesante población local.

Dunas de Sossusvlei. Al sur del país, el desierto del Namib y las altas dunas de Sossusvlei también concentran un gran número de turistas. El camino hasta allí, que discurre por pistas polvorientas, puede hacerse largo, pero cerca de las dunas se encuentra un lugar mágico llamado Solitaire.

Rodeado de nada por todas partes, Solitaire es un agradable oasis, con un lodge con piscina, una gasolinera, un restaurante, un bar con cerveza fresca e incluso una pastelería donde cocinan un estupendo pastel de manzana.  Es, en definitiva, una excepción mínima en medio del desierto. A su alrededor, los restos de unos cuantos coches abandonados y abollados añaden un plus de encanto extremo.

No muy lejos de Solitaire, en Sesriem, a la entrada del Namib-Naukluft Nacional Park, se acaban la pista y las nubes de polvo y empieza un mundo nuevo: una carretera asfaltada que, después de 70 kilómetros, nos lleva hasta las grandes dunas de Sossusvlei.

A medida que nos adentramos en el parque, las altas dunas rojizas que escoltan la carretera convierten el paisaje en una atracción cinco estrellas que alcanza el clímax al atardecer, cuando las dunas cambian de color y las sombras se alargan para adquirir una apariencia fantasmal. En la duna 45, situada justo a 45 kilómetros de la entrada, el alto es obligado para caminar por la arena e intentar subir al punto más alto, desde donde se tiene una espléndida vista, con los montículos cabalgando hacia la oscuridad.

Veinte kilómetros más allá se encuentra Sossusvlei. Allí se impone dejar el coche y caminar entre las dunas hasta una especie de laguna seca que se abre en el corazón del desierto. Los grandes troncos resecos y algunos arbustos mínimos aparecen entonces como espectros de un pasado que se resiste a morir.

Diamantes de Lüderitz. Más al sur todavía, cerca del Fish River Canyon y de la frontera con Sudáfrica, se encuentra otro lugar espectral llamado Lüderitz. En el último tramo, la carretera parece avanzar hacia la nada más absoluta, con el desierto a ambos lados y una niebla espesa que a menudo se empeña en cegar el paisaje.

Al final está Lüderitz, una pequeña ciudad portuaria con una interesante arquitectura colonial y alrededores preciosos. Cerca de allí desembarcó en 1487 el portugués Bartolomé Dias, pero fue el comerciante alemán Adolf Lüderitz quien fundó la ciudad en 1883. Lo que antes era una pequeña estación ballenera, experimentó a partir de 1909 un gran auge gracias a la fiebre de los diamantes. En 1912, Lüderitz tenía ya más de mil habitantes, y no tardaría en contar con una estación de tren y varias iglesias. Junto a ella se levantó el vecino poblado de Kolmanskup, un conjunto de casas coloniales que contaba con escuela, casino, teatro y hospital. Era el lujo en medio del desierto, pero acabó siendo abandonado al descubrirse que los diamantes estaban más al sur.

Pasear hoy por este poblado fantasmal, con las casas invadidas por la arena del desierto del Namib, contagia la extraña sensación de que el pasado sigue estando presente de algún modo en esta parte de Namibia donde los diamantes que se ocultan bajo tierra, en zonas vedadas a los turistas, siguen siendo la gran riqueza del país.

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