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jueves, mayo 7

"Liberación"

(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 6 de mayo de 2012)

Me acabo de leer de un sorbo la novelita de Sándor Marai Liberación, recién publicada por Ediciones Salamandra; empleo el diminutivo -'novelita'- solo para referirme a su extensión, porque en lo demás es un novelón, que su autor escribió en los meses inmediatamente posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Impublicable en 1945, Liberación permanecería inédita en vida del escritor por razones que desconozco: tal vez porque no halló quien la quisiera editar; tal vez porque Marai no estuviese satisfecho con lo que había escrito, o porque la revisión del texto original lo obligase a liberar fantasmas que prefería mantener a buen recaudo. El caso es que Liberación no sería rescatada del olvido hasta el año 2000, coincidiendo con la celebración del centenario del nacimiento de su autor; doce años más tarde, por fin disponemos de una traducción al español. Nunca es tarde si la dicha es buena.

Liberación narra la existencia atribulada de una joven húngara, Erzsébet, en el Budapest bajo control alemán y sometido a durísimo cerco por los soviéticos. Toda la novela, de una intensidad apremiante y angustiosa, exhala el aroma calcinado de los paisajes en ruinas: la capital húngara se ha convertido en una colosal escombrera; y sus habitantes han sido reducidos a una condición infrahumana, temerosos por igual de los bombardeos de la aviación aliada y de la persecución de los militantes de la Cruz Flechada, el partido pro-nazi y antisemita de Ferenc Szálasi que ocuparía el poder en los meses previos a la caída de Budapest (en este Budapest infestado de demonios exterminadores actuaron con heroica gallardía el diplomático español Ángel Sanz-Briz, que expidió pasaportes españoles a más de cinco mil judíos, y también el italiano Giorgio Perlasca, veterano de la Guerra Civil y ciudadano honorario español). En medio de ese paisaje de desolación y muerte, Erzsébet se las ingenia para encontrar un escondrijo para su padre, un profesor perseguido por los nazis; y, a continuación, ella misma se refugia en un sótano, hacinada con otros muchos conciudadanos, mientras el Ejército Rojo estrecha su cerco sobre Budapest. Del combate que se libra en las calles de la ciudad apenas tenemos noticia; y Marai convierte su narración en una crónica acongojante de las penurias y privaciones de aquel puñado de desgraciados que languidecen sin víveres y casi sin aire que llevarse a los pulmones. Poco a poco, los vemos amustiarse y consumirse ante nuestros ojos; y ni siquiera la esperanza en una liberación inminente logra espantar su congoja, que acaba por convertirse en una rutina que invade y corrompe sus espíritus.

Cuando los alemanes invadieron Hungría, Marai llegó a anotar en su diario: «Los alemanes son magos. Han acertado a realizar el milagro de que cualquier ser humano decente espere honestamente y lleno de anhelo a los rusos, a los bolcheviques que llegan como libertadores». Pero cuando escribe Liberación, entre julio y septiembre de 1945, Marai ya sabe que esa esperanza en los 'libertadores' es ilusoria; sabe que los bolcheviques no vienen sino a concluir la tarea que los nazis iniciaron: la despersonalización completa de su pueblo, su conversión en una papilla informe que ni siente ni padece, porque de tanto sufrir se ha quedado sin alma, como una carcasa vacía. En las páginas finales de Liberación, después de mostrarnos los horrores de ese proceso de despersonalización, Marai nos golpea todavía con un horror más vívido, cuando Erzsébet se tropiece con el soldado ruso que viene a 'liberarla'; y lo hace de modo magistral, sumergiendo al lector en la conciencia de la protagonista, una conciencia hecha añicos que cuando ya cree haber apurado hasta las heces el cáliz del dolor aún tiene que enfrentarse a otro dolor más brutal... descubriendo que sus reservas de resistencia se han agotado ya. La escena, que no se regodea en la sordidez, está narrada con sobriedad, con una suerte de delicadeza compungida, exhausta, moribunda casi, que es fiel reflejo de la postración anímica de Erzsébet, a quien al final de la novela vemos caminar, vacilante y desorientada, entre cascotes y vidrios rotos, habitada de un frío funeral que ha venido a ocupar el sitio que antes ocupaba su alma.
«Bueno, parece que por fin soy libre», dice en voz alta. Y en esa frase trágicamente irónica se resume esta bellísima novela que nos lleva hasta el corazón mismo del horror, allá donde los hombres se resignan a una vida de espectros.

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