Bendita rutina
(La columna de Carmen Posadas en el XLSemanal del 3 de marzo
de 2013)
En mi vasta incultura, jamás había oído hablar de Konrad
Lorenz. Y sin embargo, este caballero, premio Nobel de Medicina, está
considerado el padre de una muy interesante rama de la ciencia, la etología,
que se encarga de estudiar el comportamiento de los animales y todo lo que éste
revela sobre nosotros, los humanos. En su libro Sobre la agresión, el
pretendido mal, Lorenz elabora una brillante teoría que ayuda a entender por
qué a veces llegamos a ser tan crueles. Conocer las razones ocultas para actuar
de una u otra manera no solo permite comprender mejor a los demás sino, mucho
más importante aún, desvela claves sobre actuaciones propias que a veces nos
sorprenden y otras nos alarman. Más adelante les hablaré de la agresión y sus
claves porque vale la pena, pero hoy me gustaría comentar otra parte del libro
más amable, más doméstica y a la vez reveladora de cómo son nuestros secretos
mecanismos de comportamiento y del papel que juega en nuestras vidas la rutina,
la costumbre.
En estos tiempos infantiloides y simples que vivimos, la
rutina está considerada casi una mala palabra. La gente lo que quiere es huir
de ella, vivir a mil, centrifugarse a tope. Y eso está muy bien siempre que a
uno no se le centrifugue también la sesera cosa que, mirando en derredor,
parece que es lo que ocurre, porque van todos de aquí para allá como pollo sin
cabeza. Según Lorenz, en cambio, la rutina no solo no es aburrida, cansina o de
“pringaos”, sino muy necesaria, sobre todo en tiempos inciertos como los que
vivimos. Más aún, a veces se convierte en el único refugio y en un modo de
mantener la cordura. Uno de los experimentos que relata Lorenz en su libro es
muy revelador.
Había adiestrado a un ganso salvaje para que no tuviera
miedo de entrar en casa e incluso subir la escalera interior, algo por lo visto
nada fácil para un ánsar. Konrad veía que al ganso le costaba mucho la decisión
de subir la escalera y que, antes de hacerlo, indefectiblemente se detenía
frente a la ventana y permanecía ahí unos instantes, permitiendo que los rayos
del sol lo bañaran de arriba abajo. Siempre era la misma rutina. Entraba, se
detenía ante la parte soleada y solo entonces acometía la difícil tarea de
subir la escalera. Cada vez lo hacía mejor y con mayor confianza, hasta que un
día se detuvo paralizado de terror y, por más que Lorenz lo animaba e incluso
azuzaba, fue incapaz de acometer la escalada. ¿Qué había pasado? Simplemente que
ese día no había sol, y el ganso no pudo bañarse durante unos segundos en sus
rayos, lo que le impidió continuar con la actividad que otros días no
presentaba dificultad alguna para él.
Esto me recuerda a alguien a quien admiraba mucho y que como
tantos, de un día para otro se vio prejubilado y sin horizonte. En sus tiempos
de bonanza, era un hombre ordenado y rutinario. Con puntualidad de reloj suizo
salía a las siete y cuarto de su casa, corría por el parque media hora, pasaba
por la panadería ocho menos cuarto en punto, llegaba a casa, se duchaba y salía
hacia su trabajo hecho un brazo de mar a las ocho y veinticinco. Me sorprendió
observar que cuando la vida lo dejó en la cuneta, él continuó exactamente con
la misma rutina, gimnasia, panadería, ducha e incluso salía de casa a la hora
de siempre vestido del mismo modo que cuando iba a la oficina. ¿A dónde iba?
Sospecho que a sentarse en un café o en un banco del parque con un libro. Un
día me atreví a preguntarle por qué lo hacía y esto es lo que me contestó:
“Porque si no tienes una rutina, un día dirás que para qué hacer gimnasia y
otro que para qué ducharte o lavarte la cara; más tarde pensarás que no hay
motivo para levantarte de la cama y entonces la vida te habrá vencido del
todo”. Han pasado los años y sigo viéndolo sentado en el café. Su traje es
ahora más humilde y ha perdido algo de pelo pero en sus ojos hay el mismo
brillo de siempre. Quizá porque la rutina tiene un efecto benéfico y redentor
como dice Lorenz. O tal vez, porque, como apuntaba Albert Camus, no hay destino
por adverso que sea que no pueda conjurarse con la más total indiferencia.
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