El fin del Papa-Rey
(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 20 de noviembre
de 2006)
Durante mil años los obispos de Roma fueron reconocidos como
soberanos de media Italia. Pero la unificación italiana necesitaba acabar con
ese residuo de la Edad Media.
Los bersaglieri, bayoneta calada y plumas de gallo al
viento, entraron a la carrera por la brecha de Porta Pía. Roma era suya y Pío IX
pasó a la Historia como un “dulce hecho de bizcocho, cubierto de crema o de
huevo”, según define el Diccionario de la Real Academia al término “pionono”.
Así terminó el reinado de mil años de los papas-reyes. Pío
Nono se convirtió en “el prisionero del Vaticano”. Permaneció encerrado en su
palacio hasta su muerte ocho años después, sin querer salir al exterior para no
ver la realidad: que la Italia unificada se había convertido en un Estado
moderno con Parlamento, Constitución y elecciones. Que ya no había ni volvería
a haber Papa-Rey.
Su única revancha fue excomulgar a la dinastía Saboya.
Habría que esperar a Mussolini para resolver la “cuestión
romana”. En 1929, Pío XI y el Duce firmaron el Tratado de Letrán. El Papa
recibió un microestado, Ciudad del Vaticano, junto al cual Mónaco parece un
gran país. A cambio reconoció al Estado italiano y levantó la excomunión a la
dinastía reinante.
El principio del poder temporal de la Iglesia, es decir, de
un país regido por los papas, se pierde en el marasmo de la caída del Imperio
Romano. En el siglo VIII los obispos de Roma exhibían un documento –una burda
falsificación, se supo pronto– según el cual el emperador Constantino le había
otorgado nada menos que la soberanía del Imperio Romano al Papa.
El rey de los francos Pipino el Breve, que dominaba media
Europa, avaló el invento y reconoció la soberanía papal sobre Roma y un extenso
país en Italia central. A cambio, el Papa “devolvería” el Imperio al hijo de
Pipino, Carlomagno, coronándolo como emperador.
Fue un matrimonio de conveniencia entre el poder político y
el espiritual, y como tantos matrimonios, tras unos primeros tiempos de luna de
miel vinieron años de sórdidas peleas. El enfrentamiento entre el Papado y el
Imperio llena la Edad Media y culmina en 1527, cuando el ejército de Carlos V,
nuestro muy católico emperador, asalta Roma y la somete a un despiadado saqueo.
El Papa Clemente VII salva la cabeza refugiándose en el castillo de
Sant’Angelo, donde permanece asediado ocho meses, un antecedente del encierro
de Pío IX tres siglos después. Para mostrar su hegemonía sobre el Papa, Carlos
V se haría luego coronar emperador por el propio Clemente VII.
Un mero peón
A partir de entonces, el poder temporal de los papas sería
el de un mero peón en la política internacional, y los soberanos pontífices
muchas veces peleles de las potencias dominantes.
La Revolución Francesa fue exportada a Italia por las
bayonetas del general Bonaparte, y los Estados Pontificios se convirtieron en
República Romana. Luego, cuando Napoleón se inventó el Imperio, Roma fue
capital del Reino de Italia. Pío VII era prisionero de Napoleón y le
apostrofaba: “¡Comediante! ¡Tragediante!”, pero hubo de tragar y coronó Emperador
a Napoleón, como había hecho Clemente VII con Carlos V.
Después de Waterloo, con la reacción triunfante en Europa,
el Papa volvió a ser rey. Su régimen era el más oscurantista de Europa, con la
Inquisición como tribunal de garantías. Ninguna libertad, brutal represión.
Cuando en 1848 esa Europa sojuzgada por el absolutismo estalló en revoluciones
por todas partes, los romanos también se levantaron y expulsaron al Papa-Rey,
que ya era Pío Nono.
Final
La revolución fracasó y el Papa- Rey volvió a Roma, pero los
tiempos tenían que cambiar y ya no era posible mantener un residuo medieval
como los Estados Pontificios. El proceso de unificación de Italia bajo la
dinastía liberal de los Saboya avanzó imparable desde mitad de siglo, y su
progreso implicaba la desaparición del reino papal.
Cuando el 20 de septiembre de 1870 los bersaglieri hicieron
sonar sus trompetas y, como Josué, rompieron la muralla romana por Porta Pía,
fue el fin del Papa-Rey.
La cruzada de Bradomín
Napoleón III, que mantuvo una calculada ambigüedad frente a
la unidad italiana, quiso sostener a Pío Nono y envió un ejército francés a
Roma. Pero la Guerra Franco-prusiana le obligó a retirarlo. La defensa del
Papa- Rey quedó entonces en manos de unas brigadas internacionales de la reacción.
Aristócratas nostálgicos del absolutismo, curas ultramontanos, monárquicos
franceses, carlistas españoles –Valle Inclán envió al marqués de Bradomín a
servir en los zuavos pontificios– acudieron en cruzada. Pero no pudieron con el
brío de la Italia del “Risorgimento”.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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