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viernes, septiembre 28

Francisco José I, el último emperador


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 16 de enero de 2009)

Viena, 21-11-1916. La muerte de Francisco José, tras 68 años de reinado, supone de hecho el fin del imperio fundado por Carlomagno.

El destino había urdido una conspiración para que Francisco José de Habsburgo fuera el último emperador. Primero para que subiese al trono, aunque no le correspondía. Luego para que no tuviese sucesor, haciendo que muriesen trágicamente los sucesivos herederos. Y por fin desencadenando una guerra mundial en la que desaparecería el imperio. Hubo un pequeño desajuste en las cuentas del destino. Por menos de dos años, no se extinguieron a la vez imperio y emperador, pues este falleció a finales de 1916, cuando llevaba en el trono la friolera de 68 años menos once días. Un sobrino nieto de Francisco José asumió entonces la dignidad imperial, pero ¿quién se acuerda de Carlos de Austria? Llegó en periodo de liquidación y sólo le cupo el triste papel de abdicar y exilarse. Quizá es que el destino se compadeció de Francisco José y, tras abrumarlo con desgracias durante su larga vida, quiso evitarle el sufrimiento de firmar el punto final de una monarquía milenaria, que él había encarnado como nadie. Y sin embargo, sería la revolución quien pusiera la corona imperial en la cabeza de Francisco José. La revolución y su temible madre... 

Pecado original 

En 1848 un seísmo político se expande por toda Europa. En Francia cae la monarquía, en Roma el Papa-rey ha de huir y en Alemania un tal Marx publica el Manifiesto comunista. En Viena, los estudiantes invaden el palacio imperial y hay combates callejeros. Es el momento para que Sofía de Baviera, casada con un hermano menor del emperador Fernando, dé el golpe de Estado. “Para salvar la dinastía” no le cuesta trabajo hacer abdicar a Fernando, un pobre retrasado mental que afortunadamente no tiene hijos. Más difícil es convencer a su propio esposo, a quien corresponde la corona, para que renuncie a ella, pero Sofía es tan lista y enérgica como falto de carácter su marido. Y ella ha decidido que el nuevo emperador sea su hijo Francisco José, de 18 años. Sofía lleva tiempo preparando esa jugada, y de hecho ha educado a Francisco José para ser emperador. Sin embargo parece como si ese pecado original, esa forma de subir al trono pisoteando los derechos del padre, vaya a traer la desgracia sobre su largo reinado. La primera desventura resulta más cruel porque parte de una situación feliz. Francisco José se casa por amor, privilegio extraordinario para un monarca, con la bellísima Sissi. Pero su madre, la que le ha dado el trono, le arrebatará enseguida la felicidad. 

Sofía es una suegra terrible, que oprime a Sissi y le quita a sus bebés, para educarlos ella. Sissi tiene, todo hay que decirlo, un carácter difícil, y como no aguanta a la suegra, abandona al marido. A partir de ese fracaso matrimonial, la vida familiar de Francisco José será un calvario. De sus tres hermanos, Maximiliano, emperador de México, es fusilado por los mexicanos; el siguiente muere de tifus; y el pequeño es sorprendido seduciendo a un menor en unos baños, y tiene que exilarse. Aún peor es el destino del único hijo y sucesor de Francisco José, Rodolfo, que se suicida junto a su amante. Luego le tocará a Sissi, que deambula neurasténica por el extranjero, ser víctima del puñal de un anarquista italiano. Y por fin, el que asegura la sucesión tras la muerte de Rodolfo, su sobrino carnal el archiduque Francisco Fernando, es asesinado por un extremista serbio en Sarajevo en 1914, lo que desencadena la Gran Guerra y supone el fin del imperio. Hay que reconocer que nadie soporta los golpes del infortunio con la dignidad de Francisco José, cuyo largo reinado le convierte en la encarnación misma de la majestad, el símbolo viviente de la idea monárquica. El viejo emperador –parece un anciano desde muy pronto, la desgracia envejece– lleva sobre sus hombros la tremenda complejidad de un imperio que es un laberinto de razas, religiones y lenguas. Sin embargo, sus esfuerzos no sirven de nada ante la eclosión de los nacionalismos en el siglo XIX, una fuerza centrífuga incompatible con su imperio. Tampoco sirve de nada su sincera entrega por sus súbditos. Las agitaciones sociales de la época, las exigencias de las masas no se calman ya con paternalismos.

Francisco José habría sido el gobernante perfecto en el despotismo ilustrado del siglo XVIII, pero resulta un insoportable reaccionario, una rémora para la evolución de la Historia en el siglo XIX, y no digamos en el XX. Su vida personal es irreprochable durante casi siete décadas de reinado. Aunque rodeado de los fastos de un imperio milenario, vive con total austeridad. Todos los días de su vida come lo mismo, taffelspil, un guiso popular de buey cocido y verduras, y es tan discreto en sus amoríos como en sus comidas. 

Derecho divino 

Sin embargo, está convencido de reinar por derecho divino, se considera el heredero de Carlomagno y, a través de él, de los emperadores de Roma, y su profundo catolicismo no le impide saberse por encima del Papa. En 1903, por última vez en la Historia, el emperador ejerce su derecho de veto en el cónclave, e impide que sea Papa el elegido por los cardenales, el cardenal Rampolla. Su muerte en 1916 es igual de discreta y contenida que su vida. Pese a que tiene 86 años, conserva una buena forma física –camina con su famoso paso atlético– y sigue trabajando sobrehumanamente, abrumado por una guerra que va de mal en peor. Tres días antes de morir, el pintor Franz von Matsch termina un cuadro que, con el realismo de una fotografía, retrata a Francisco José en su mesa de trabajo. El día de su muerte, por la mañana va a misa y luego despacha los asuntos oficiales como siempre. Después de su repentino fallecimiento, la cripta de los capuchinos, el modesto panteón de los Habsburgo en un convento franciscano, abrirá por postrera vez sus puertas para acoger unos despojos imperiales. Como corresponde al último emperador.

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