Francisco José I, el último emperador
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 16 de enero
de 2009)
Viena, 21-11-1916. La muerte de Francisco José, tras 68 años
de reinado, supone de hecho el fin del imperio fundado por Carlomagno.
El destino había urdido una
conspiración para que Francisco José de Habsburgo fuera el último emperador.
Primero para que subiese al trono, aunque no le correspondía. Luego para que no
tuviese sucesor, haciendo que muriesen trágicamente los sucesivos herederos. Y
por fin desencadenando una guerra mundial en la que desaparecería el imperio.
Hubo un pequeño desajuste en las cuentas del destino. Por menos de dos años, no
se extinguieron a la vez imperio y emperador, pues este falleció a finales de
1916, cuando llevaba en el trono la friolera de 68 años menos once días. Un
sobrino nieto de Francisco José asumió entonces la dignidad imperial, pero
¿quién se acuerda de Carlos de Austria? Llegó en periodo de liquidación y sólo
le cupo el triste papel de abdicar y exilarse. Quizá es que el destino se
compadeció de Francisco José y, tras abrumarlo con desgracias durante su larga
vida, quiso evitarle el sufrimiento de firmar el punto final de una monarquía
milenaria, que él había encarnado como nadie. Y sin embargo, sería la
revolución quien pusiera la corona imperial en la cabeza de Francisco José. La
revolución y su temible madre...
Pecado original
En 1848 un seísmo político se
expande por toda Europa. En Francia cae la monarquía, en Roma el Papa-rey ha de
huir y en Alemania un tal Marx publica el Manifiesto comunista. En Viena, los
estudiantes invaden el palacio imperial y hay combates callejeros. Es el
momento para que Sofía de Baviera, casada con un hermano menor del emperador Fernando,
dé el golpe de Estado. “Para salvar la dinastía” no le cuesta trabajo hacer
abdicar a Fernando, un pobre retrasado mental que afortunadamente no tiene
hijos. Más difícil es convencer a su propio esposo, a quien corresponde la
corona, para que renuncie a ella, pero Sofía es tan lista y enérgica como falto
de carácter su marido. Y ella ha decidido que el nuevo emperador sea su hijo
Francisco José, de 18 años. Sofía lleva tiempo preparando esa jugada, y de
hecho ha educado a Francisco José para ser emperador. Sin embargo parece como
si ese pecado original, esa forma de subir al trono pisoteando los derechos del
padre, vaya a traer la desgracia sobre su largo reinado. La primera desventura
resulta más cruel porque parte de una situación feliz. Francisco José se casa
por amor, privilegio extraordinario para un monarca, con la bellísima Sissi.
Pero su madre, la que le ha dado el trono, le arrebatará enseguida la
felicidad.
Sofía es una suegra terrible, que oprime a Sissi y le quita a sus
bebés, para educarlos ella. Sissi tiene, todo hay que decirlo, un carácter
difícil, y como no aguanta a la suegra, abandona al marido. A partir de ese
fracaso matrimonial, la vida familiar de Francisco José será un calvario. De
sus tres hermanos, Maximiliano, emperador de México, es fusilado por los
mexicanos; el siguiente muere de tifus; y el pequeño es sorprendido seduciendo
a un menor en unos baños, y tiene que exilarse. Aún peor es el destino del
único hijo y sucesor de Francisco José, Rodolfo, que se suicida junto a su amante.
Luego le tocará a Sissi, que deambula neurasténica por el extranjero, ser
víctima del puñal de un anarquista italiano. Y por fin, el que asegura la
sucesión tras la muerte de Rodolfo, su sobrino carnal el archiduque Francisco
Fernando, es asesinado por un extremista serbio en Sarajevo en 1914, lo que
desencadena la Gran Guerra y supone el fin del imperio. Hay que reconocer que
nadie soporta los golpes del infortunio con la dignidad de Francisco José, cuyo
largo reinado le convierte en la encarnación misma de la majestad, el símbolo
viviente de la idea monárquica. El viejo emperador –parece un anciano desde muy
pronto, la desgracia envejece– lleva sobre sus hombros la tremenda complejidad
de un imperio que es un laberinto de razas, religiones y lenguas. Sin embargo,
sus esfuerzos no sirven de nada ante la eclosión de los nacionalismos en el
siglo XIX, una fuerza centrífuga incompatible con su imperio. Tampoco sirve de
nada su sincera entrega por sus súbditos. Las agitaciones sociales de la época,
las exigencias de las masas no se calman ya con paternalismos.
Francisco José habría sido el
gobernante perfecto en el despotismo ilustrado del siglo XVIII, pero resulta un
insoportable reaccionario, una rémora para la evolución de la Historia en el
siglo XIX, y no digamos en el XX. Su vida personal es irreprochable durante
casi siete décadas de reinado. Aunque rodeado de los fastos de un imperio
milenario, vive con total austeridad. Todos los días de su vida come lo mismo,
taffelspil, un guiso popular de buey cocido y verduras, y es tan discreto en
sus amoríos como en sus comidas.
Derecho divino
Sin embargo, está convencido de
reinar por derecho divino, se considera el heredero de Carlomagno y, a través
de él, de los emperadores de Roma, y su profundo catolicismo no le impide
saberse por encima del Papa. En 1903, por última vez en la Historia, el
emperador ejerce su derecho de veto en el cónclave, e impide que sea Papa el
elegido por los cardenales, el cardenal Rampolla. Su muerte en 1916 es igual de
discreta y contenida que su vida. Pese a que tiene 86 años, conserva una buena
forma física –camina con su famoso paso atlético– y sigue trabajando
sobrehumanamente, abrumado por una guerra que va de mal en peor. Tres días
antes de morir, el pintor Franz von Matsch termina un cuadro que, con el
realismo de una fotografía, retrata a Francisco José en su mesa de trabajo. El
día de su muerte, por la mañana va a misa y luego despacha los asuntos oficiales
como siempre. Después de su repentino fallecimiento, la cripta de los
capuchinos, el modesto panteón de los Habsburgo en un convento franciscano,
abrirá por postrera vez sus puertas para acoger unos despojos imperiales. Como
corresponde al último emperador.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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