Cataluña, la efímera república
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 29 de
octubre de 2012)
Barcelona, del 16 al 23 de enero de 1641 · La República de
Cataluña dura una semana antes de someterse al rey francés Luis XIII.
“Que Castilla sea feudataria de Aragón y Aragón de
Castilla, Portugal de entrambas y entrambas de Portugal (...) es necesario que
esta sequedad y separación de corazones que hasta ahora ha habido, se una con
estrecho vínculo naturalmente, por medio de la correspondencia de las armas”.
Esta declaración de buenas intenciones es un párrafo
del Memorial de unión de las armas, un proyecto del conde-duque de
Olivares para procurar la cohesión entre los muy distintos países que
integraban la monarquía hispánica. La idea era que todos los reinos
contribuyesen solidariamente a mantener un ejército, puesto que la defensa del
conjunto de la Monarquía les beneficiaba a todos, y ni Portugal ni la Corona de
Aragón (Cataluña, Aragón y Valencia) participaban del esfuerzo bélico, que
descansaba sobre la exhausta Castilla. El conde-duque nunca pudo llevar a cabo
su proyecto. Antes al contrario, la rebelión catalana de 1640 tuvo como chispa
precisamente el asunto de la contribución al esfuerzo militar.
No solamente las Cortes catalanas se negaban a
participar en él con sus recursos, tampoco los campesinos querían poner de su
parte lo que les tocaba, es decir, el alojamiento y manutención de las tropas
que cruzasen por sus tierras. Esto no era una originalidad de los pagiesos
catalanes. En toda Europa la gente del campo temía más que a la langosta al
paso de un ejército, aunque fuera propio. Aunque se portaran con toda
corrección eran un gasto que había que soportar, pero además no era raro que se
diesen robos y violaciones, que la ignorancia campesina magnificaba hasta
considerar condición general. No es otro el argumento de una de las cumbres del
teatro español, El alcalde de Zalamea, de Calderón, cuyo conflicto
reside en la deshonra de la hija del alcalde por parte de un militar al que se
ha dado el obligado alojamiento.
En todo caso, la situación en Cataluña era peor que en
el resto de España porque Barcelona era el puerto al que se encaminaban las
tropas que debían embarcar hacia Italia y Flandes, y además el prolongado
conflicto con Francia la convertía en un frente de guerra. Las protestas
campesinas eran sostenidas por el clero, y un canónigo, Pau Claris, se
convirtió en presidente de la Generalitat en 1638.
En mayo de 1640 estalló la revuelta campesina en
Gerona. La circunstancia de que un numeroso grupo de segadores hubiera acudido
a Barcelona para la procesión del Corpus propició que los desórdenes se
extendiesen a la capital. En lo que se llamó Corpus de Sangre, una multitud
enfurecida linchó al virrey de Cataluña pese a llevar el muy catalán nombre de
Dalmau de Queralt, y a varios funcionarios y jueces.
La Generalitat aprovechó la situación de anarquía y
vacío de poder para independizarse de la monarquía hispánica, sin embargo en
cuanto el conde-duque mandó un ejército se vio que los catalanes no podían
medirse con los soldados del rey. Siguiendo la máxima de que el enemigo de mi
enemigo es mi amigo, Pau Claris solicitó ayuda militar a Francia. El cardenal
Richelieu accedió a mandar tropas, pero exigió que las pagaran los catalanes, y
se dio la paradoja de que la Generalitat votase la financiación de un ejército
francés, cuando lo que había provocado el conflicto era no querer sufragar los
gastos militares.
Sin embargo, el peligro para la Generalitat no venía
solo de Castilla, lo tenía en la misma Cataluña. La rebelión popular volvió a
estallar, pero ahora la ira del populacho iba contra la nobleza y la burguesía
catalanas. Para sobrevivir, la Generalitat dependía cada vez más del apoyo
francés.
Recurriendo a la memoria histórica, suponiendo que
alguien manejara este concepto en el siglo XVII, los catalanes quisieron
resucitar la relación con Francia que habían tenido en tiempos de Carlomagno,
cuando el emperador franco, para frenar a los moros, creó la Marca Hispánica,
que se convertiría en condado de Barcelona.
El 16 de enero de 1641, Pau Claris proclamó la
República de Cataluña, nación independiente bajo la protección de Francia, con
el propio Claris de presidente. Pero había que ser políticamente ciego para
esperar que Richelieu fuese Carlomagno. El cardenal, uno de los grandes
estadistas de la Historia, estaba sentando precisamente las bases del Estado
centralizado francés que luego impondría Luis XIV. Para Richelieu la Marca
Hispánica era una antigualla sin sentido, y la Cataluña independiente, teniendo
un ejército francés en Barcelona, zarandajas.
Una semana después de su proclamación se acabó la
República de Cataluña: el 23 de enero Claris anunció que Cataluña tenía un
nuevo soberano, Luis XIII de Francia, aunque lo llamó Luis I, conde de
Barcelona. Ahí se acabó no ya la independencia, sino la autonomía catalana.
Richelieu nombró un virrey francés, que se rodeó de nuevos funcionarios
galicanos y gobernó según los dictados de París, donde enseguida subió al trono
Luis XIV, paradigma del monarca centralista. Llegaron también hombres de
negocios franceses para convertir Cataluña en un mercado a medida de la
economía de Francia. A los catalanes les quedaba el privilegio de pagar la
ocupación francesa, cada vez más gravosa.
Conquista de Barcelona.
El efímero presidente Pau Claris duró solo un mes más
que su República de Cataluña, pues murió el 27 de febrero. Algunos
historiadores catalanistas sostienen que fue envenenado por Felipe IV, pero más
bien fue del berrinche. Su jugada política le había hecho caer de la sartén al
fuego, pues con los Borbones franceses Cataluña era mucho menos autónoma y
próspera que con los Austrias españoles.
Pero había algo peor: durante más de 12 años Cataluña
fue un campo de batalla, con la muerte y desolación que eso entraña. Los
ejércitos español y francés libraron allí su Guerra de los Treinta Años, pero
ni siquiera cuando esta acabó, con el Tratado de Westfalia (1648), llegó la paz
para los catalanes. Durante muchos años continuaron las hostilidades
hispano-francesas en el Principado.
En 1643 cayó en desgracia el conde-duque de Olivares,
gobernante siempre partidario de la mano dura, y Felipe IV decidió hacer gestos
de conciliación hacia los catalanes. Cuando tomó Lérida (véase recuadro)
juró respetar las leyes catalanas: estaba ofreciendo volver a la situación de
antes del Corpus de Sangre, y el sarcasmo de la Historia es que eso era
lo mejor que podían esperar los catalanes después de tanta violencia y guerra.
En 1651 el ejército del rey puso cerco definitivo a
Barcelona. Lo mandaba un rayo de la guerra, don Juan José de Austria, el hijo
favorito de Felipe IV, el único de sus bastardos –se decía que tenía 50 hijos
ilegítimos- al que reconoció y otorgó en la etiqueta palaciega los tratamientos
de “mi hijo”, Serenidad y Alteza. El rey le había nombrado capitán general
cuando solo tenía 13 años y con 18 había aplastado la rebelión de Nápoles y
derrotado a los franceses en Italia.
Durante un año don Juan José mantuvo el asedio con
mano de hierro, impidiendo que llegaran refuerzos y provisiones y llevando a la
desesperación a los sitiados. Paralelamente utilizaba guante de terciopelo en
sus tratos secretos con los barceloneses, a los que mandó una carta ofreciendo
perdón general. Finalmente los consellers le plantearon al virrey de
Luis XIV, La Mothe, que aquello se había acabado y que había que capitular. El
13 de octubre de 1652 don Juan José entró victorioso en Barcelona y los
catalanes aceptaron a Felipe IV como su soberano y al bastardo como virrey.
El rey aceptó mantener las instituciones catalanas y
respetar sus leyes, pero fue don Juan José quien controló la designación de
personas adeptas como miembros del Consejo del Ciento y la Diputación. Además,
las Cortes catalanas acordaron el pago de 500.000 libras anuales durante tres
años para sostener la guerra contra Francia.
El negocio de la efímera República había sido nefasto
para Cataluña. Doce años de guerra y desórdenes y una ruina económica para
volver a la obediencia del rey de España, aceptando la mediatización de sus
instituciones y sufragar los gastos militares. Y no terminaba ahí la
penitencia: Cataluña perdió territorialmente toda su parte septentrional, el
Rosellón y la zona norte de Cerdaña, sacrificadas por Felipe IV a Francia a
cambio de la Paz de los Pirineos.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XVII
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home