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domingo, agosto 25

Cómo nos engaña el comercio 'on-line'


(Un texto de Jerry Useem en el XLSemanal del 26 de agosto de 2018)

Quizá no lo sepa, pero si compra ‘on-line’ unos zapatos antes de las siete de la tarde, pagará más por ellos, y si vive en un barrio de clase alta, nunca recibirá una oferta de auriculares baratos. Los precios estandarizados y las rebajas de toda la vida han dado paso en Internet a estrategias mucho más complicadas. Porque todos tenemos un precio, y lo saben.

A mediados de marzo, la página de empleo de Amazon ofrecía 59 puestos para economistas. Un número creciente de estos profesionales están dejando la investigación académica para trabajar en Silicon Valley. Acuden atraídos por la búsqueda del Santo Grial: un precio variable pero a la vez calibrado con tal precisión que logre alcanzar siempre el máximo que cada cliente, personalmente, esté dispuesto a pagar por un artículo. El precio ‘perfecto’ -el idóneo para sacarle el máximo partido a los bolsillos de los consumidores- se ha convertido en la fijación del comercio on-line.

También es lo que mueve a Boomerang Commerce, la start-up fundada hace cinco años por un antiguo empleado de Amazon, Guru Hariharan. Según explica, los experimentos con los precios se han convertido en una fórmula habitual, de ahí que el precio ‘perfecto’ cambie en un mismo día, o en una hora. Los economistas tienen multitud de recursos para determinarlo: el inmenso rastro de datos que dejamos cada vez que metemos algo en el carrito de compra en una web o que entregamos la tarjeta con bonos regalo a la cajera de una tienda física.

«Nadie imaginaba que estos algoritmos fueran a volverse tan sofisticados», dice Robert Dolan, profesor de marketing en Harvard. El precio de una lata de refresco en una máquina expendedora hoy puede variar según la temperatura en la calle. Un estudio muestra que el precio de los productos que Google te recomienda posiblemente está en función de lo manirroto o tacaño que seas según tu historial en la web. Para los compradores, todo esto significa que el precio -el que van a ofrecerte dentro de 20 minutos o el que están ofreciéndole a la vecina- se ha convertido en una abstracción cada vez más impredecible. «En los viejos tiempos, cada cosa tenía su precio establecido», recuerda Dolan. Ahora, la pregunta más simple de todas -¿cuánto cuesta?- tiene una respuesta tan incierta que haría las delicias del teórico cuántico Werner Heisenberg.
Lo que lleva a plantear una cuestión de mayor alcance: ¿es posible que Internet, cuya transparencia supuestamente iba a beneficiar a los consumidores, esté haciendo justo lo contrario?
Durante los años noventa, Internet comenzó a erosionar los cimientos de la paz establecida el siglo anterior entre compradores y comerciantes: los precios estables. El punto de inflexión tuvo lugar en 1999, cuando una librería virtual con sede en Seattle llamada Amazon empezó a expandirse.
Había llegado la era de las ventas por Internet, y con ella llegaba la resurrección de las hostilidades. Hoy parece claro que los comercios tradicionales reaccionaron con lentitud. Sus precios continuaban teniendo más de arte que de ciencia. Lo que en parte tenía que ver con la jerarquía interna de las compañías. Los precios eran la prerrogativa de la importante figura del director de ventas, cuyo talento intuitivo para saber qué había que vender y por cuánto era fuente de leyendas a las que no estaban dispuestos a renunciar.
Pero la aparición de datos puros y duros empezó a socavar el imperio de los directores de ventas. Thomas Nagle, profesor de Economía en la Universidad de Chicago a comienzos de los ochenta, recuerda que la universidad adquirió los datos procedentes de los lectores de códigos de barras recién instalados en las cajas de una cadena de supermercados. «Estábamos alucinados», dice Nagle, que ahora es uno de los principales asesores sobre precios en la consultoría Deloitte.
Los datos desmintieron mucho de cuanto Nagle había estado enseñando hasta la fecha. Por ejemplo, él siempre había dicho que acabar los precios en 99 o 90 céntimos, en lugar de redondear hasta el siguiente dólar, no incrementaba las ventas. Se consideraba una práctica obsoleta, de cuando los propietarios querían obligar a los cajeros a abrir las cajas registradoras para obtener cambio, evitando así que se metieran en el bolsillo el dinero de una venta. «Descubrimos que los precios terminados en 99 no surtían mucho efecto si hablábamos de coches u otros productos caros -recuerda Nagle-. ¡Pero el efecto conseguido en los supermercados era fenomenal!».
A comienzos del nuevo siglo, la cantidad de datos recogidos en los servidores de Internet se había vuelto tan gigantesca que empezó a ejercer su particular fuerza de la gravedad. Lo que disparó la llegada en masa de especialistas en economía. «eBay era como Disneylandia -afirma Steve Tadelis, otro economista de Berkeley que entró a trabajar en ese portal en 2011 y ahora está al servicio de Amazon-. Podíamos experimentar a una escala sin precedentes en la historia».
En torno a 2005, algunos empezaron a plantearse la posibilidad de que los big data pudieran no solo cartografiar cómo cambiaba la curva de la demanda hora a hora (las compras por Internet tienen su momento álgido durante las horas de trabajo, por lo que los precios suelen subir por la mañana y reducirse a última hora de la tarde), sino dibujar la curva de demanda personal de cada individuo. Si lo lograban, estaban ante el Santo Grial.
A medida que este nuevo mundo iba cobrando forma, la experiencia inicial vivida por el consumidor que compraba por Internet -¡es tan fácil!, ¡hay toda clase de chollos!- comenzó a perder encanto. Algunos de los supuestos chollos en realidad no lo eran. En 2007, un californiano llamado Marc Ecenbarger creyó dar con una ganga al mirar en Overstock.com y tropezarse con un juego de mobiliario para jardín por 449,99 dólares (precio oficial, ponía: 999 dólares). Compró dos juegos, los desembaló y descubrió -por una etiqueta que se habían olvidado de quitar- que el juego estaba a la venta en los almacenes Walmart por 247 dólares. Ecenbarger reclamó a los de Overstock, que ofrecieron reembolsarle el dinero. Pero el episodio fue utilizado más tarde en un juicio por prácticas de publicidad engañosa. Durante la vista salieron a relucir correos internos de la compañía; en uno de ellos, un empleado decía que era sabido que los precios «están inflados de un modo grotesco». En 2014, un juez de California ordenó a Overstock el pago de 6,8 millones de dólares en indemnizaciones. (La empresa ha recurrido la sentencia).
El viejo sistema de un solo precio por artículo se está sustituyendo por algo que se acerca al frenesí de las transacciones bursátiles en Wall Street. En este nuevo universo, los precios nunca son fijos.
¿Cómo va a acabar todo esto? Una posibilidad es que volvamos a lo simple. Un ejemplo: en la start-up de ropa Everlane consideran que pueden sacarle partido al resentimiento de muchos consumidores contra las tácticas de precios cada vez más sibilinas. La compañía deja bien claro el coste de fabricación de cada uno de sus productos y el beneficio devengado por artículo. En una ocasión, Everlane decidió liquidar parte del inventario proporcionando a los clientes tres opciones de precio. El precio menor cubría el coste de fabricación y transporte del artículo. El precio intermedio también cubría los gastos derivados de su comercialización. Y el precio mayor incluía un beneficio para Everlane. ¿Pero qué ocurrió? El 87 por ciento de los compradores se decantaron por el precio más bajo, según explica Michael Preysman, fundador de la empresa. «Diría que todavía tenemos que demostrar la teoría que subyace bajo Everlane», reflexiona.
Otra posibilidad es que los consumidores, en el fondo, no quieran claridad. Quizá no les importe pagar más mientras sigan manteniendo la convicción de que están pagando menos; de que son lo bastante habilidosos y despiertos como para encontrar unas gangas que tan solo ellos consiguen hallar. Si es el caso, más vale olvidarse de la nueva tregua que Everlane propone. Para alegría de los economistas deseosos de alcanzar el ansiado ‘grial’.
El objetivo de estos economistas es que el vendedor sepa cuál es el precio máximo que cada cliente individual está dispuesto a abonar, con el fin de ofertarle un precio ligerísimamente más bajo, lo que supondría sacarle hasta el último céntimo posible.
En el pasado, los comerciantes ya usaron los datos demográficos (edad, raza, lugar de residencia…) para tratar de deducir el precio máximo que pagaría un cliente. En 2000 se dijo que Amazon estaba recurriendo a este tipo de experimentos después de que algunos clientes advirtieran que estaban cobrándoles distintos precios por los mismos DVD. Amazon lo negó tajantemente.
Pero la demografía es una herramienta rudimentaria a la hora de personalizar los precios, argumenta Benjamin Shiller, economista de la Universidad de Brandeis. Según el modelo de Shiller, si Netflix mañana se limitara a utilizar datos demográficos, como la raza de las personas, los ingresos por hogar o el código postal, para personalizar los precios de sus suscripciones, sus beneficios aumentarían en un 0,3 por ciento. Pero si Netflix, además, recurriera al historial de búsquedas en la web hechas por el individuo, sus beneficios se incrementarían en un 14,6 por ciento.
Netflix, en realidad, no estaba haciendo nada de esto; ni siquiera proporcionó los datos empleados en el estudio, pero Shiller demostró que el precio personalizado era factible.
¿Hay otras compañías llevando a cabo estas prácticas? Cuatro investigadores catalanes trataron de responder a la cuestión utilizando unos ‘ordenadores-señuelo’ que replicaban los patrones de búsqueda de clientes ‘forrados de pasta’ o ‘con problemas para llegar a fin de mes’ a lo largo de una semana. Cuando estos personajes ficticios ‘salían de compras’ por Internet, los portales no les mostraban distintos precios por los mismos productos. Les mostraban distintos productos. El precio medio de los auriculares de sonido propuestos a los personajes adinerados era cuatro veces superior al de los sugeridos a los ‘pobretones’. Pero otro experimento dejó clara una forma de discriminación más directa: los ordenadores situados en direcciones correspondientes a la ciudad de Boston mostraban unos precios más bajos que los enclavados en otras áreas del mismo estado, Massachusetts, de mayor poder adquisitivo.
Bonnie Patten, de la organización defensora de consumidores TruthinAdvertising.org, reconoce que detectar semejantes estrategias «es muy complicado». «Me resulta tan complicado que, en lo personal, cuando estoy haciendo compras para mis hijos, últimamente tomo las decisiones al llegar a la pantalla de cobro. Meto un montón de ropas en el carrito sin fijarme en los precios hasta que llego a la pantalla de cobro. Si entonces veo que algo sale demasiado caro, me desprendo del artículo. No lo quiero, y punto».
¿Y qué hace cuando compra sus propia ropa?
«Yo no me compro nada», responde Patten.
¿Qué quiere decir?, pregunto, sin entender.
«Que lo he dejado -dice-. Sencillamente, he dejado de comprarme cosas».

Su respuesta me da que pensar. Es posible que tomara la decisión porque su trabajo la obliga a ver demasiadas cosas. Pero hay otra explicación, la que Gabriel Tarde denominaba «la locura de la duda»: la cantidad de incertidumbre que podemos asumir es finita, tampoco vamos a pasarnos todas las mañanas de nuestra vida comprobando si el precio de las hojas de afeitar ha subido o bajado. En algún rincón de nuestra psique existe un punto de no retorno, y Patten seguramente lo ha alcanzado.

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