El duque de Alba, un héroe incómodo
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 28 de
diciembre de 2007)
Fue un importante protagonista de la Historia de España,
pero a su quinto centenario le han puesto sordina. El gran soldado es
políticamente incorrecto.
Su tataranieto el conde de Siruela ha publicado una
biografía en su editorial, pero la gran exposición proyectada –una ocasión para
haber mostrado al público los soberbios tesoros artísticos e históricos de la
Casa de Alba– no ha llegado a realizarse por razones políticas.
El duque de Alba es políticamente incorrecto. Lo más
positivo que puede decirse de él es que fue el mejor soldado de su época, el
mejor general de la España imperial… No están los tiempos para airear esos
méritos. Hace unos años, otro “duque de Alba” (entre comillas, pues se trataba
del segundo marido de la duquesa, el ex jesuita Jesús Aguirre) fue a los Países
Bajos a pedir perdón en nombre de su antepasado.
Don Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba,
debió revolverse en su tumba del convento de San Esteban. Si llega a poder
salir, seguro que habría ahorcado al cura Aguirre, dejando su cuerpo
expuesto para que se lo comieran los cuervos.
Temido
Ya en su tiempo don Fernando era un personaje
conflictivo. Cuando Felipe II le envió a Flandes, el príncipe de Éboli,
consejero del rey –y rival político de Alba, todo hay que decirlo– vaticinó su
fracaso: “En los Países Bajos le temen buenos y malos”.
La misión del duque de Alba en los revueltos Países
Bajos puede considerarse el punto culminante de su carrera, allí encontró su
más importante responsabilidad política y su más grave desafío militar. Y allí
se acuñó definitivamente el tópico de gobernante despiadado que le ha
perseguido durante cinco siglos. Pero como todos los tópicos, está lleno de
medias verdades. No se puede juzgar a alguien del siglo XVI con los parámetros
morales de ahora.
Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel era un hombre de
guerra, lo normal en un noble de la época. Y era sanguinario, lo normal en un
hombre de guerra. Empezó la carrera militar a los 16 años y la terminó a los
75, el día que murió en Lisboa tras conquistar Portugal. Su primera campaña la
hizo escapándose de casa para luchar contra los franceses, y participó en la
toma de Fuenterrabía. Su abuelo le echó una regañina, pero Carlos V le nombró
gobernador de la plaza. A partir de entonces su actividad bélica sería
incansable. Acompañó al emperador en el socorro de Viena, cuando libraron la
capital austriaca del asedio turco, en la conquista de Túnez o en la más
importante de las batallas imperiales, Mühlberg, donde Carlos V derrotó a los
príncipes protestantes.
Cuando el emperador abdicó en Felipe II, el joven rey
heredó a Alba junto con el reino. Le envió a Italia, donde combatió a los
franceses y al Papa Pablo IV con tanto vigor que se ganó la fama de general
cruel. “He comenzado a hacer la guerra como se ha de hacer, porque los ahorco”,
escribe en una carta a su cuñado, explicando su brutal y efi caz método: daba
una oportunidad de rendirse al enemigo y, si no aceptaba, luego no hacía
prisioneros. Desde luego pacificó Italia.
Felipe II también le encomendó tareas políticas, lo
que sería un error, aunque su negociación de la paz con el rey de Francia fue
un éxito. Se fi rmó el tratado de Cateau-Cambrésis y don Fernando volvió de
París trayéndole a Felipe II una deliciosa princesa francesa, Isabel de Valois,
la esposa que más amó el monarca español.
A Flandes
En 1566 en los Países Bajos, que gobernaba Margarita
de Parma, hija natural de Carlos V, comenzaron serios disturbios religiosos.
Los protestantes calvinistas reclamaban libertad para su culto, pero a su vez
eran intolerantes con los católicos, profanaban las iglesias, mataban a los
curas. Sólo en la parte occidental de Flandes fueron saqueados cuatrocientos
templos católicos.
Margarita de Parma y la nobleza de allí le pidieron a
Felipe II que fuese a los Países Bajos. La presencia del rey se consideraba
sufi ciente para calmar los ánimos; incluso quizá bastaría con que mandara a su
heredero, el príncipe don Carlos. Felipe hizo intención de ir, pero al fi nal
decidió mandar a Alba al frente de un poderoso ejército.
El duque de Alba tenía en esos momentos 60 años. En aquella
época la vejez empezaba a los 40, don Fernando era por tanto un anciano, y
tenía serios achaques de salud. Pero no había militar de más prestigio en el
mundo. Nadie como él sabía tratar a la gente brava y revoltosa que formaba el
ejército. Llamaba siempre a sus soldados “nobles señores”, como si fueran sus
iguales sociales, sabía mantener la disciplina y contemporizar con ellos cuando
no les llegaban las pagas. Era por otra parte un noble ilustrado, hablaba
francés, italiano y algo de alemán, era sensible al arte. Pero esa mano
izquierda que tenía con la tropa le faltaba con los civiles. “En cuanto al
gobierno del Estado, un palo basta”, decía con desoladora simpleza.
La decisión de enviarle a los Países Bajos pesó sobre
la Historia de España. El recurso a la fuerza hizo inevitable una guerra que
duraría 80 años y que arruinó a la monarquía hispánica. Y como pasa tantas
veces, la Historia estuvo a punto de ser de otra manera. A principios de 1567,
Margarita de Parma, con la ayuda de los nobles protestantes que luego
encabezarían la rebelión en serio, había impuesto el orden. Envió un mensaje a
Felipe II diciéndole que ya no había problema, que no mandara al ejército, pero
el mensajero llegó el día en que Alba zarpaba de Cartagena camino de Flandes.
La suerte estaba echada.
El Camino Español
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVI
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