El asesinato de Enrique IV de Francia
(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de
junio de 2006)
París, 14 de mayo de 1610 • El que los franceses llaman buen
rey Enrique es apuñalado a muerte por un fanático católico, que será
descuartizado vivo días después.
París bien vale una misa” es quizá la frase histórica
más célebre, una formulación universal del cinismo del poder y la ambición
política, con la que Enrique de Borbón, pretendiente de la corona, renunciaba a
su fe protestante y se convertía en católico para poder ser rey de Francia.
Pero además de su carácter de parábola moral –o más bien inmoral-, esa frase
tendría consecuencias históricas fundamentales.
Con el desvergonzado cambio de chaqueta de quien
reinaría como Enrique IV, se cerró el capítulo de las guerras de religión que
habían corroído a Francia durante medio siglo XVI, y así el país, libre del
cáncer de la guerra civil, pudo despegar en el siglo XVII como primera potencia
mundial, desplazando a España.
Además, con Enrique IV, el primer Borbón, Francia
abandonó la Edad Media y se convirtió en un Estado moderno, fuerte y
centralizado bajo la autoridad real. Enrique IV prescindió de los Estados
Generales, residuo de las viejas libertades medievales (no se volverían a
reunir hasta Luis XVI y marcarían el principio de la Revolución Francesa), e
inició lo que sería el absolutismo, un despotismo ilustrado en el que se
desarrolló la economía, la industria, las comunicaciones, el ejército nacional
y un imperio colonial.
Enrique IV, a la vez que proclamaba el catolicismo
religión oficial de Francia, instauró con el Edicto de Nantes la libertad de
culto para los hugonotes o protestantes franceses, requisito para la paz
interna, y firmó la paz externa con España. Pero sobre todo, con su programa
“una gallina en el puchero de cada hogar”, mostró una genuina preocupación por
el bienestar de su pueblo, que no podemos resumir con conceptos actuales como
rey progresista, ni mucho menos rey demócrata, pero que la generalidad de los
franceses expresaron llamándole el buen rey Enrique.
Los tres Enriques.
La generalidad de los franceses pero no todos, pues el
buen rey Enrique sufrió catorce atentados contra su vida. El más notable, antes
del fatal, fue el de un exaltado católico de 19 años llamado Jean Chastel, para
quien Enrique IV seguía siendo hugonote. Hay que decir que éste era un hombre
de buen humor que alardeaba en chistes de su cinismo. Al hablar de Isabel I de
Inglaterra, llamada la Reina virgen, decía por ejemplo: “Esa es tan virgen como
yo católico”.
Otro rasgo del carácter de Enrique IV era su pasión
por las mujeres, que hacía que le apodaran el verde galán. Fue precisamente en
casa de la más famosa de sus amantes, Gabrielle d’Estrées, donde se introdujo
Chastel para sorprender a Enrique en un ambiente relajado. Logró en efecto
llegar a él y le lanzó una puñalada al cuello, pero un movimiento inesperado
del rey provocó que la herida fuera en la boca, sin mayor consecuencia que la
pérdida de un diente.
Ese final feliz no evitó que Chastel sufriera la
terrible ejecución reservada a los regicidas: atarlos de manos y pies a cuatro
caballos, que tiraban en cuatro direcciones hasta descuartizar al desgraciado.
El frustrado asesino había estudiado en los jesuitas y Enrique IV aprovechó
esta circunstancia para considerar responsable última del atentado a la
Compañía de Jesús y expulsarla de Francia; también fue quemado un jesuita,
profesor de Chastel, como instigador.
Los castigos inhumanos pretendían causar pavor en la
gente, para que no se atrevieran a atacar a los reyes, pero resultaron ser una
política preventiva inútil. Como no existía una policía ni un servicio de
escoltas eficaz, los magnicidios eran frecuentes. Los tres candidatos al poder
que habían luchado en la Guerra de los Tres Enriques, es decir, el rey Enrique
III de Valois, el duque Enrique de Guisa, jefe de la Liga Católica, y el propio
Enrique de Borbón, serían asesinados. Este último sobrevivió más de 20 años a
sus rivales, aunque ya hemos dicho que padeció muchos atentados frustrados.
Finalmente, un tal François Ravaillac tuvo éxito y
pasó a la Historia como el asesino del buen rey Enrique. Ravaillac era de
Angoulême, una ciudad católica rodeada de territorios protestantes donde se
habían sufrido con especial virulencia las guerras de religión. Los hugonotes
habían hecho allí grandes salvajadas, lo que explica el odio que les tenía
Ravaillac. Por otra parte, éste había tenido una infancia desgraciada y tampoco
tenía suerte en la madurez, pues vivía en la pobreza. Era de carácter no
solamente fanático, sino retraído, ascético y visionario.
Todos esos elementos configuran una personalidad que
puede concebir ejecutar una acción que espante al mundo y le haga famoso,
aunque haya de sacrificar su vida. Y, por si fuera poco, tenía antecedentes
familiares magnicidas, pues al parecer era pariente suyo Poltrot de Méré, que
en 1563 había asesinado a Francisco de Guisa, jefe de la Liga Católica y padre
de Enrique de Guisa, por lo que sería también descuartizado por cuatro
caballos.
Como se ve, a los parientes les unía similar
fanatismo, aunque estuviesen en bandos opuestos. Tuviera o no en cuenta el
antecedente de su tío, Ravaillac fue incubando su odio a Enrique por el falso
catolicismo del rey, y por la tolerancia que mostraba hacia los hugonotes,
hasta que decidió acabar con su vida. No tenía realmente medios, pero se fue
andando desde el sur de Francia hasta París, como un peregrino empujado por una
misión sagrada. Sin embargo, cuando le confesó sus planes a un padre jesuita,
este le dijo: “Maese Ravaillac, apartad todos esos pensamientos, comed buenos
potajes y regresad a vuestro país”.
Malos augurios.
No le hizo caso, ni siquiera en lo de comer buenos
potajes, porque era más pobre que una rata. Incluso para procurarse el
instrumento del atentado tuvo que robar un cuchillo en una posada. Pero frente
a la falta de medios, le sobraba determinación, y su oportunidad llegó una
tarde en la que el rey fue a visitar a su ministro de Finanzas, Sully, que
estaba enfermo.
Existen varias leyendas sobre la profecía que le había
hecho a Enrique IV un adivino, los negros presagios del rey o un anónimo que le
llegó misteriosamente aquel día y decía: “No salgáis esta tarde”, pero no hizo
caso de nada y se subió a una carroza descubierta con unos cortesanos. Cuando
el carruaje se metió en la rue de la Ferronnerie, una calle muy estrecha, había
dos carretas que dificultaban el paso y obligaron a parar. Entonces Ravaillac,
que venía corriendo a pie tras la carroza, subió al estribo y le clavó el
cuchillo robado en el pecho.
“¡Me han herido!”, gritó el monarca, y Ravaillac le
dio una segunda puñalada, esta mortal de necesidad. Aún pudo exclamar: “No es
nada”, pero echó una bocanada de sangre y falleció. Así terminó la Edad de Oro
del buen rey Enrique.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVII
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