Frances Glessner y sus casas de muñecas
(Un texto de Patricia Esteban Erlés en el Heraldo del 23 de
septiembre de 2018)
Frances Glessner tuvo la buena fortuna de nacer en el seno de una
acomodada familia de Chicago. Pero tuvo también la mala fortuna de nacer en el
seno de una familia tan rica como tradicional que no le permitió cursar los
estudios de Medicina a los que sí accedió su hermano. La razón es bien
sencilla: Frances no se llamaba Frank. Era solo una mujer y tuvo que
conformarse con acatar las normas o, mejor dicho, desviarlas como a veces
hacemos cuando debemos seguir una ruta distinta a la habitual para acceder a nuestra
calle porque hay obras o están regando las aceras.
De esta forma Frances, la chica que tenía tan buena y mala
suerte a la vez, se dedicó a crear habitaciones en miniatura, dormitorios y cocinas a escala
en los que reproducía al detalle los espantosos asesinatos de los que le hablaba
el amigo forense de su hermano. Frances escuchaba arrobada las descripciones de
aquellas atrocidades y luego reproducía la escena, se esmeraba tanto como una
dama de postín ocupada en forrar las paredes de cada estancia de su casa de
muñecas con un delicado papel pintado de rosas victorianas. Volcaba la silla de
juguete que había empujado con el pie un ahorcado real, derramaba la sangre
rojo mercromina por el suelo de ajedrez de una cocina o dejaba caer la diminuta
bala fatal en la alfombra persa del tamaño de un billete de un dólar. Frances
aprendió a ser científica a partir de la observación de la realidad doméstica a la
que se veía abocada por su condición y revolucionó la ciencia forense con sus
delicados estudios de cada crimen, que permitieron a la policía reconstruir lo ocurrido
en multitud de casos cruentos. Tuvo que recorrer un camino más largo, una senda
secreta, sí, pero a su manera llegó al lugar exacto donde deseaba estar.
Etiquetas: Culturilla general, En femenino
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