Napoleón en Madrid
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 23 de enero
de 2009)
Tras el desastre francés de Bailén, Napoleón viene a
arreglar la situación en España. Es un paseo militar hasta Madrid.
Las cóleras de Napoleón eran terribles. Cuando conoció
el desastre de Bailén, que su hermano José I había huido de Madrid abandonando
el país al enemigo, decidió venir a España cual rayo fulminante. En agosto comenzó
a enviar tropas y cuando cruzó la frontera en noviembre disponía de un
potentísimo ejército de 320.000 hombres. En toda la Historia de España jamás se
había visto semejante fuerza militar, y además del número se trataba del mejor
ejército de Europa. Los españoles habían juntado 150.000 voluntarios sin la formación
y disciplina necesarias para la compleja táctica de la época. Sus jefes tampoco
tenían experiencia, disputaban por el mando supremo y se empeñaban en librar
batallas campales, cosechando estrepitosas derrotas: Gamonal, Espinosa de los
Monteros, Tudela… En ninguna de esas acciones fue necesaria la intervención de
Napoleón, que no olió la pólvora española hasta llegar, el 30 de noviembre, al
paso de Somosierra, el último obstáculo natural que le cerraba el paso a
Madrid.
La carga polaca
Somosierra estaba defendida por 9.000 hombres y
dieciséis cañones situados en las curvas de la carretera que serpentea hasta el
puerto, a 1.444 metros de altitud. El grueso de la fuerza esperaba arriba.
Napoleón traía 45.000 hombres, incluida la escogida caballería de la Guardia
Imperial. Ordenó que la infantería flanquease el paso, pero como su ascensión
era muy lenta, se impacientó y ordenó a la unidad que tenía más a mano, un
escuadrón de Chevau-légers (caballería ligera) polacos de la Guardia en
servicio de escolta junto al emperador, que se lanzara a la carga. Varios
miembros de su Estado Mayor le advirtieron que aquello era imposible, lo que
provocó un enfado monumental del emperador. “¡No conozco la palabra imposible!
¿Es que esos españoles, una banda de campesinos armados, van a detener a mi
Guardia?”. La orden era en efecto suicida, pero Napoleón sabía lo que hacía,
conocía perfectamente al enemigo, sabía que no eran auténticos soldados, sino
voluntarios recién reclutados que se desconcertarían ante la perfecta disciplina
de la Guardia Imperial. Los 150 jinetes polacos, con soberbios caballos y
lujosos uniformes, formaron en columna de a cuatro y emprendieron el trote
carretera arriba, indiferentes ante la lluvia de balas que cayó sobre ellos.
Más de un tercio de ellos cayeron, incluidos los ocho oficiales que los
mandaban, pero siguieron impasibles su marcha, como en un desfile. Cuando los
supervivientes alcanzaron lo alto del puerto, la infantería francesa aparecía
también por las colinas de los lados, y los españoles, desmoralizados, se
retiraron de Somosierra. Ya nada podía detener la marcha de Napoleón sobre
Madrid. A primeros de diciembre sentó sus reales en el palacio del duque de
Pastrana, en Chamartín. La población madrileña, mientras tanto, llevaba sólo una
semana preparándose para detener al mejor general de la Historia. El marqués de
Perales, alcalde de la villa, había alistado a la Milicia Honrada para defender
la capital y puesto en marcha la fabricación de municiones en talleres
improvisados. Esos esfuerzos de última hora parecían ridículos, y la
frustración que el pueblo patriota sentía ante la previsible derrota le hizo
buscar un chivo expiatorio. Una joven carnicera de rompe y rasga, que formaba
parte de la nómina, al parecer extensa, de muchachas del pueblo seducidas y
luego dejadas por el marqués de Perales, encontró forma de vengarse. Levantó el
bulo de que Perales era un afrancesado y que estaba fabricando cartuchos con
arena en vez de pólvora, para que no disparasen contra los franceses. Era tan absurda
la historia que el populacho se la creyó. Una turba de revoltosos se reunió en
la Puerta del Sol, sin que pudiera calmarlos el capitán general Morla desde el
balcón de la Casa de Correos. Decidieron ir a la busca, o más bien a la caza
del alcalde, al que encontraron en su palacio de la calle de la Magdalena. Allí
mismo lo lincharon, y luego arrastraron su cadáver por las calles madrileñas.
Esta vesania popular debió decidir a Morla. Aunque era un patriota, en
cualquier momento podía ser señalado como afrancesado, y eso era una sentencia
de muerte. Fue a parlamentar con Napoleón que, conocedor de la situación, lanzó
un órdago y amenazó con fusilar a todos los defensores si no se rendían de inmediato.
Napoleón no quería otra Zaragoza. La doble presión decidió a Morla, que firmó
la Capitulación de Chamartín el 4 de diciembre. Napoleón pudo entrar en Madrid
como dueño y señor, mientras que a Morla no le quedaría más remedio que pasar
al servicio de José I, afrancesado por la fuerza de las circunstancias.
La úlcera española
Napoleón dominaba el arte de impresionar a los
adversarios con el panache, con la exhibición de fuerza militar, uniformes
espléndidos, soldados de gran tipo… En su estancia en Madrid organizaba
continuas paradas militares y se exhibía rodeado de un brillantísimo Estado
Mayor. Pero además de esta función cara a la galería, el emperador se preocupó
de dictar los decretos de Chamartín, que establecían medidas tan importantes
como la abolición de la Inquisición y otras contra el poderío de la Iglesia.
Eran sin duda un guiño hacia los liberales españoles, la cara de genuino
progreso que representaba Napoleón frente al Antiguo Régimen. Sin embargo,
aguantó poco tiempo en la capital. A los quince días de entrar en Madrid
recibió informes de que un ejército inglés había entrado desde Portugal para
cortar su línea de comunicaciones con Francia. Inmediatamente salió en búsqueda
de los ingleses, atravesando la sierra madrileña en condiciones durísimas, por
el puerto de Guadarrama lleno de nieve. Pero tampoco perseveró en esta acción.
El 2 de enero, cuando estaba junto a Astorga, le alcanzó un correo con noticias
de una amenaza aún mayor. Animada por la derrota francesa en Bailén, Austria
había formado una nueva coalición con Inglaterra para hacerle la guerra a
Napoleón. El emperador salió a marchas forzadas hacia el nuevo teatro bélico
europeo y ya nunca volvería a España…
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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