Beethoven: las edades del hombre
(Un artículo de Luis Gago en El Pais del 14 de diciembre de 2019, a propósito de una exposición de la Bundeskunsthalle de Bonn que sirve de arranque simbólico de la avalancha de celebraciones con motivo del 250º aniversario de su nacimiento. Lástima que con la pandemia no hayamos podido disfrutarlo más.)
"¡Pero ahora me aferra el destino! ¡Que no me hunda en el polvo,
inactivo y sin gloria, sino que concluya antes algo grande, de lo que
habrán de oír también las generaciones futuras!”. Beethoven copió, escandidos, estos versos que Homero pone en boca de Héctor en la Ilíada
(traducidos al alemán por Johann Heinrich Voss) en una suerte de diario
o memorando que escribió de forma intermitente entre 1812 y 1818. Se
identificaba, sin duda, con el príncipe troyano y la escansión denota
que se planteó poner música a sus palabras: también él quería ser un
héroe cuyas proezas fueran cantadas por la posteridad. El manuscrito
original del diario se ha perdido,[...] pero se conservan cuatro copias —una de ellas
realizada por Anton Gräffer pocas semanas después de la muerte del
músico— que nos permiten conocer el contenido de sus 171 entradas, que
van de lo banal a lo trascendente, de citas de sus escritores más
admirados a reflexiones de carácter filosófico, religioso o musical.
Los deseos de Beethoven han acabado cumpliéndose con creces, no solo porque su música pervive, se conoce, se admira y se interpreta más quizá que la de ningún otro compositor, sino también porque la posteridad decidió adornarlo desde muy pronto con ribetes heroicos. Él puso las simientes, desde luego: una sinfonía que la primera edición calificaba de Heroica, músicas incidentales inspiradas por héroes clásicos (Prometeo) o modernos (Egmont), una pareja (Leonora y Florestán) que lucha valientemente contra el opresor en su única ópera (Fidelio) u obras, como la Quinta Sinfonía, sin programa ni alusiones extramusicales, que pueden reducirse en esencia a una secuencia de adversidad, lucha y triunfo.
Pero Beethoven no fue un héroe teórico en medio de la nada: fue un espectador en primera línea de las convulsiones de su tiempo, zarandeado por guerras incesantes, desde la privilegiada atalaya de Viena y sus vivencias dejaron una huella inesquivable en sus obras. [...] Beethoven está muy lejos de ser un notario de su época, pero parte de su música sí que es hija de aquella Europa convulsa marcada por la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el Congreso de Viena y sus secuelas ideológicas y políticas. De todo ello encontramos reflejos, más o menos explícitos, en el catálogo beethoveniano.
[...]
La exposición se articula en cinco grandes apartados, ordenados cronológicamente. El primero (1770-1792) documenta los años pasados en Bonn, su ciudad natal. Impresiona especialmente leer un memorando de 1784 sobre los miembros de la capilla de la corte, en la que cantaba como tenor el padre del compositor, Johan, que aparece descrito como “de voz muy gastada” (“ganz abständige stimm”) y, lo que llama más la atención en un documento de este tipo, como “muy pobre” (“sehr arm”). En una entrada posterior se anota cómo Ludwig, su hijo, sustituye habitualmente al organista en ausencia del titular, sin ser remunerado por ello. Lo califica de músico capaz, “aún joven” y, de nuevo, “pobre”. Ocho años después, y gracias exclusivamente a su talento, Beethoven viajaría a Viena para, como escribió el conde Waldstein en el liber amicorum con que lo obsequiaron y despidieron sus allegados, “gracias a una diligencia ininterrumpida, recibir el espíritu de Mozart”, fallecido menos de un año antes, “de manos de Haydn”.
El segundo bloque se abre con su llegada a la capital del imperio austrohúngaro y se cierra en 1801, en la antesala misma de lo que suele conocerse como el período “heroico” del compositor. Beethoven estudia (poco) con Haydn y (mucho más) con Johann Georg Albrechtsberger, publica sus primeras obras y empieza a hacerse rápidamente un nombre como pianista y como compositor. Un mapa nos permite ver las diferentes casas en las que vivió en Viena, hasta veintiuna en total, algunas modestas, otras palacios de sus protectores aristócratas. Beethoven buscó siempre la cercanía y el respaldo económico de estos últimos (los príncipes Kinsky y Lobkowitz y uno de sus mejores amigos, el archiduque Rodolfo, hermano del emperador, le asignaron una renta anual a partir de 1809 a cambio únicamente de que permaneciera en Viena), por más que algunos representaran valores muy diferentes a los que él defendía. E incluso al final de su vida, cuando ya era el compositor más famoso de Europa, envió cartas firmadas personalmente a la mayoría de las casas reales del continente, que eran cualquier cosa menos paradigmas de los principios igualitarios, humanistas y democráticos que él profesaba, para que se suscribieran a la edición de su recién compuesta Missa Solemnis, por la que sentía una comprensible y especial devoción, hasta el punto de considerarla su magnum opus.
Los deseos de Beethoven han acabado cumpliéndose con creces, no solo porque su música pervive, se conoce, se admira y se interpreta más quizá que la de ningún otro compositor, sino también porque la posteridad decidió adornarlo desde muy pronto con ribetes heroicos. Él puso las simientes, desde luego: una sinfonía que la primera edición calificaba de Heroica, músicas incidentales inspiradas por héroes clásicos (Prometeo) o modernos (Egmont), una pareja (Leonora y Florestán) que lucha valientemente contra el opresor en su única ópera (Fidelio) u obras, como la Quinta Sinfonía, sin programa ni alusiones extramusicales, que pueden reducirse en esencia a una secuencia de adversidad, lucha y triunfo.
Pero Beethoven no fue un héroe teórico en medio de la nada: fue un espectador en primera línea de las convulsiones de su tiempo, zarandeado por guerras incesantes, desde la privilegiada atalaya de Viena y sus vivencias dejaron una huella inesquivable en sus obras. [...] Beethoven está muy lejos de ser un notario de su época, pero parte de su música sí que es hija de aquella Europa convulsa marcada por la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el Congreso de Viena y sus secuelas ideológicas y políticas. De todo ello encontramos reflejos, más o menos explícitos, en el catálogo beethoveniano.
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La exposición se articula en cinco grandes apartados, ordenados cronológicamente. El primero (1770-1792) documenta los años pasados en Bonn, su ciudad natal. Impresiona especialmente leer un memorando de 1784 sobre los miembros de la capilla de la corte, en la que cantaba como tenor el padre del compositor, Johan, que aparece descrito como “de voz muy gastada” (“ganz abständige stimm”) y, lo que llama más la atención en un documento de este tipo, como “muy pobre” (“sehr arm”). En una entrada posterior se anota cómo Ludwig, su hijo, sustituye habitualmente al organista en ausencia del titular, sin ser remunerado por ello. Lo califica de músico capaz, “aún joven” y, de nuevo, “pobre”. Ocho años después, y gracias exclusivamente a su talento, Beethoven viajaría a Viena para, como escribió el conde Waldstein en el liber amicorum con que lo obsequiaron y despidieron sus allegados, “gracias a una diligencia ininterrumpida, recibir el espíritu de Mozart”, fallecido menos de un año antes, “de manos de Haydn”.
El segundo bloque se abre con su llegada a la capital del imperio austrohúngaro y se cierra en 1801, en la antesala misma de lo que suele conocerse como el período “heroico” del compositor. Beethoven estudia (poco) con Haydn y (mucho más) con Johann Georg Albrechtsberger, publica sus primeras obras y empieza a hacerse rápidamente un nombre como pianista y como compositor. Un mapa nos permite ver las diferentes casas en las que vivió en Viena, hasta veintiuna en total, algunas modestas, otras palacios de sus protectores aristócratas. Beethoven buscó siempre la cercanía y el respaldo económico de estos últimos (los príncipes Kinsky y Lobkowitz y uno de sus mejores amigos, el archiduque Rodolfo, hermano del emperador, le asignaron una renta anual a partir de 1809 a cambio únicamente de que permaneciera en Viena), por más que algunos representaran valores muy diferentes a los que él defendía. E incluso al final de su vida, cuando ya era el compositor más famoso de Europa, envió cartas firmadas personalmente a la mayoría de las casas reales del continente, que eran cualquier cosa menos paradigmas de los principios igualitarios, humanistas y democráticos que él profesaba, para que se suscribieran a la edición de su recién compuesta Missa Solemnis, por la que sentía una comprensible y especial devoción, hasta el punto de considerarla su magnum opus.
Beethoven superó la crisis, pero la enfermedad, ese “demonio envidioso”, siguió acechándolo implacablemente durante toda su vida, como muestra gráficamente un panel de la exposición. “Estoy (...) casi constantemente enfermo”, escribe en 1813. Jaquecas frecuentes, dolencias pulmonares, reumatismo, gota, pérdida de visión, neumonía, ictericia, diarrea crónica, cólicos, ascitis o la cirrosis que acabó con su vida en 1827 dan cuenta de una vida plagada por el dolor. Dos años antes de su muerte admitía sin ambages que “difícilmente podrán ya recuperarse mi naturaleza y mis fuerzas”. Nada fue, sin embargo, tan lacerante como la sordera, el enemigo mortal de un músico, casi total en su edad madura. Ver la trompetilla que se colgaba a regañadientes de la cabeza —un artilugio al que, por sus enormes dimensiones, parece cuadrarle mucho más un aumentativo que un diminutivo— e imaginarlo intentando percibir con ella resquicios de sonido genera desazón. Apoyada en el piano, le ayudaba a escuchar no solo auditiva, sino también corporalmente, transmitiéndole las vibraciones del instrumento.
Los años 1813 a 1818 —el cuarto estadio— son de menor productividad y crisis familiar y personal, ya que le cuesta fraguar su estilo de última época, que asoma ya con fuerza en la Sonata Hammerklavier, pero que eclosiona definitivamente en una secuencia ininterrumpida de obras maestras, de las tres últimas sonatas para piano a las Variaciones Diabelli y, a modo casi de testamento final de un hombre cada vez más recluido en sus propios abismos, cinco cuartetos de cuerda. La radical intimidad de estos contrasta con esa fraternidad universal preconizada en la Novena Sinfonía [...] Esta es la música que suena también en una sala en la que puede verse una copia perfecta, realizada en Viena, del famoso Friso de Beethoven de Gustav Klimt, que da paso a una “escultura fotográfica” de Olivier Laric a partir de una obra coetánea, también ligada al movimiento de la Secession: el monumental homenaje a Beethoven de Max Klinger. El adiós final lo brinda una cita de Goethe: “No he visto hasta ahora a ningún otro artista más condensado, más enérgico, más íntimo. Comprendo muy bien la extrañeza que debe de sentir frente al mundo”.
De entre los más de dos centenares y medio de objetos expuestos, Julia Ronge destaca uno de los más pequeños: una misiva que Beethoven envió desde Viena a uno de sus mejores amigos de Bonn, el diplomático Heinrich von Struve, desconocida hasta 2012. Expuesta ahora por vez primera, está escrita en un trozo de papel diminuto, con una caligrafía también minúscula, quizá para que pudiera guardarla en un espacio mínimo quien hubo de hacerla llegar hasta su destinatario en San Petersburgo. Beethoven pregunta a su amigo en las primeras líneas: “¿Cuándo llegará el tiempo en que haya únicamente seres humanos?”, subrayando este último concepto (Menschen). A continuación, él mismo se responde: “Es posible que solo veamos llegar ese dichoso momento en unos pocos lugares. Pero no lo veremos acaecer en todas partes. Pasarán siglos antes de que eso suceda”. Hoy resuenan esas palabras con especial fuerza: la profecía de un héroe tristemente cumplida.
Etiquetas: Grandes personajes, Pongámosle música
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