El convoy PQ-17
(La columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 15 de septiembre de 2019)
Alguna vez he escrito que una de las cosas –persona en este caso– que
más respeto en el mundo es un marino mercante. Me crié en un puerto
mediterráneo y eso imprime carácter; pero también tuve ocasión de
navegar con algunos de ellos, y de todos conservo recuerdos admirados y
precisos. A su lado aprendí, por ejemplo, que un barco no es una
democracia. Ni debe serlo. Aquél es un mundo con reglas aparte. Y aunque
ahora, gracias a la tecnología moderna, un marino sólo es un empleado
sin decisión propia, sometido al control directo de su armador, yo aún
tuve el privilegio de conocerlos cuando las cosas eran distintas. Cuando
el mar era un lugar remoto donde un ser humano tomaba sus propias
decisiones y un capitán era responsable único de su barco, su carga, su
pasaje y su tripulación.
Me
crié entre ellos, como digo. Varios familiares y amigos íntimos de mi
padre, que navegó algún tiempo en petroleros, eran capitanes de la
marina mercante, y mis recuerdos infantiles están poblados de sus
charlas tomando café o unas copas en casa, jugando al ajedrez, echando
humo por sus pipas; de las historias que acicateaban mi imaginación y
fraguaron el respeto del que antes hablé: maniobras, tragedias, el
naufragio del Castillo Montealegre, la gran pelea del puerto de
Rotterdam… Y uno de los relatos que me impresionaron entonces fue el del
convoy PQ-17, en el que un conocido de mi padre –creo recordar que se
apellidaba Viñas– aseguraba haber estado a bordo de un barco de bandera
panameña. Después, con los años, indagué sobre esa historia hasta
conocerla mejor. Y ayer mismo, mirando unas viejas fotos de mi padre y
sus amigos, me acordé de ella. Una historia dura y cruda de mar y de
guerra. De marinos de los de antes.
Escoltado
por buques de guerra británicos y norteamericanos, el convoy PQ-17,
compuesto por 33 mercantes, salió en junio de 1942 de Reykiavik hacia
Murmansk, en Rusia, llevando ayuda para los aliados soviéticos. Las
fechas eran malas, pues al frío y al hielo de esas aguas se unía el
hecho de que en tal época del año el sol apenas se ocultaba tras el
horizonte, y 18 horas de luz diurna facilitaban la localización por la
aviación y la marina alemanas, cuyas bases estaban cerca. Y así ocurrió.
A partir del 1 de julio, una vez al este de la Isla de Los Osos,
empezaron los ataques de aviones y submarinos. Amparándose en bancos de
niebla, defendidos por la escolta, los mercantes navegaban agrupados,
despacio, a sólo ocho o nueve nudos, encajando con estoicismo la
ofensiva enemiga. Todo parecía ir bien hasta que el 4 de julio la
inteligencia británica creyó –erróneamente– que los acorazados alemanes Tirpitz y Scheer y el crucero Hipper habían
zarpado de Noruega para atacar el convoy. Y entonces, ante el temor de
que fuesen destruidos los buques de guerra de la escolta aliada,
necesarios para otras misiones, se dio orden a éstos de abandonar a su
suerte al convoy; y a los capitanes de los mercantes, la de dispersarse e
intentar alcanzar Murmansk cada uno por su cuenta.
Ése, el del
abandono, es el momento que de niño me puso los vellos de punta al
escucharlo y aún hoy al evocarlo: aquellas tripulaciones de indefensos
mercantes viendo alejarse la escolta, rompiendo la formación para
dispersarse lentamente y correr cada cual su propia suerte, solos en la
inmensidad gris de unas aguas donde un náufrago no sobrevivía más de un
par de minutos. Puedo imaginar perfectamente a los capitanes de pelo
cano y arrugas en el rostro inclinándose angustiados sobre las cartas
náuticas, calculando con el compás de puntas cómo navegar las 800 millas
restantes, qué ruta seguir, cómo llevar a puerto a sus barcos, sus
tripulantes y su carga. Me conmueven el desamparo y la grandeza de esos
marinos sentenciados, dispersos, tenaces, que pese a todo siguieron
adelante, cumpliendo con su deber incluso cuando los aviones y los
submarinos alemanes les cayeron encima. Porque lo que vino a
continuación fue una matanza: una cacería sin misericordia. Artillados
algunos con sólo pequeños cañones ligeros y ametralladoras –las mujeres
tripulantes del petrolero ruso Azerbaijan se defendieron y
combatieron su incendio como leonas–, los solitarios mercantes fueron
localizados y hundidos uno tras otro: de los 33 que habían zarpado de
Reykiavik, sólo 10 llegaron a puerto. El resto se hundió en las aguas
del Ártico.
Y,
bueno. Ésa es la breve historia del convoy PQ-17. La que oí contar de
niño y la que a ustedes les cuento ahora: una historia de navegantes en
tiempos en los que aquéllos aún lo eran de verdad. Capitanes y
tripulantes que parecían personajes de un libro de Joseph Conrad.
Auténticos y admirables marinos de leyenda.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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