Edgar Hoover, la historia secreta del FBI
(Un texto de Daniel Méndez en el XLSemanal del 20 de agosto de 2017)
Vigiló obsesivamente a Kennedy,
Monroe y a Luther King. Pero se resistió a investigar a la Mafia. Edgar
Hoover, director del FBI durante 44 años, tenía algo que ocultar: una
amistad peligrosa marcó la organización.
“Un camaleón. Podía ser muy atractivo, pero era un manipulador nato. Se
metía a la gente en el bolsillo», así definía William Sullivan, ex
subdirector del FBI, a Edgar Hoover. Y añadía: «Era un individuo con una
inteligencia muy particular, astuto y sin escrúpulos. Nunca leyó un
libro susceptible de ampliar sus miras o su pensamiento. Y lo mismo
sucedía con Clyde Tolson. Ambos vivían en su propio, extraño, pequeño
mundo”. La descripción no sería tan peculiar ni relevante si ese
«pequeño mundo» no fuese el FBI, la policía federal más famosa y
poderosa del mundo, y si Hoover no fuese El Director, con mayúsculas, el
hombre que estuvo al frente de la Oficina Federal de Investigación
durante 44 años.
Tampoco sería tan relevante la mención de Clyde Tolson si no
fuese porque, además de ser el asistente de Hoover durante todos esos
años fue, a juzgar por los datos, su pareja. Lo que, a su vez,
no sería más que un detalle de su vida privada, si no fuese porque
Hoover se dedicó durante años a atosigar a la comunidad homosexual y en
público mostraba un total desprecio hacia los gays. Sin embargo, Hoover y
Tolson eran inseparables: durante 40 años, además de trabajar juntos,
almorzaban y cenaban juntos todos los días, iban juntos al hipódromo los
domingos y hacían juntos casi todos los viajes de placer… Los rumores
no tardaron en extenderse –Truman Capote los llamaba «Johnny and Clyde»-
y luchar contra esos comentarios llegó a ser una obsesión de Hoover,
quien sin embargo no hizo ni remotamente pública ninguna relación
romántica con mujer alguna. Quienes conocieron bien a los dos afirman
que su relación no era sexual. Argumentan que Hoover era una persona asexuada cuya única pasión era el FBI, que comenzó a dirigir con sólo 29 años.
Para Tolson, el FBI también era una
pasión. Soltero vitalicio, solicitó el ingreso en el cuerpo nada más
terminar la carrera de Derecho, pero fue rechazado. Lo intentó al año
siguiente y su solicitud y su fotografía fueron a caer en manos de
Hoover, que entonces era asistente del director. Fue contratado de
inmediato y ascendido a asistente del director en cuanto Hoover se hizo
con el cargo. Tolson tenía 30 años y era más discreto que su jefe, pero
se imponía a sus subordinados con tanta autoridad y tan pocas
contemplaciones como él. Hoover decía: «Clyde es mi álter ego. Puede
leer mi mente».
Que de una
relación así no se hablara en los medios hasta la muerte de ambos tiene
que ver con varios factores, pero sin duda el más determinante es el
poder que ambos tenían. Time publicó un artículo que apenas
hacía referencia, con cierto doble sentido, a que estaban siempre juntos
y el periodista se vio inmediatamente investigado por el FBI. Hoover
sabía ser muy disuasorio. Murió en mayo de 1972 y le dejó la mayor
parte de su patrimonio a Tolson, quien tras la muerte de su jefe se
retiró del FBI y hasta la suya en abril de 1975, sólo salía de casa para visitar la tumba de Hoover, junto a la cual está ahora enterrado.
Pese
a estos datos, la homosexualidad de Hoover sigue siendo un ‘supuesto’,
del que sólo tendría pruebas fehacientes la Mafia. Cuentan los analistas
que el hecho de que Hoover se negase durante años a reconocer la
existencia del crimen organizado en Estados Unidos tiene que ver con su
‘supuesta’ condición sexual.
Hasta
los años 50 negó vehementemente su existencia, aunque no pudo más que
rendirse a la evidencia cuando la Policía de Nueva York denunció una
reunión de 60 cabecillas mafiosos. Pero durante estos años de
inactividad del FBI, la Mafia tuvo tiempo de organizar una sólida red de
extorsión, contrabando, asesinatos… ¿Por qué Hoover no hizo nada? Para
algunos, porque el crimen organizado tenía unas fotos en las que se veía
al flamante Director manteniendo relaciones con otro hombre. La Mafia
también sabe ser disuasoria.
Pero no todo son críticas. Por aquello de dar al César lo que es del
César, hay que reconocer que Hoover -el hombre que más tiempo ha pasado
al frente del cuerpo federal (tomo posesión en 1928 y sólo abandonó el
cargo el día en que murió, en 1972) –fue quien hizo de la criminología una ciencia; él fundó el FBI Laboratory,
donde sus hombres buscaban -y buscan- el modo de aplicar los últimos
avances científicos a la lucha contra las bandas organizadas, los
asesinatos o el espionaje. De allí salieron algunas prácticas que
después han pasado a formar parte del día a día policial -y del
imaginario popular- como el análisis de ADN para identificar sospechosos
o los bancos de huellas dactilares. Hoover es también el responsable de
llevar al FBI a la gran pantalla. No le bastaba con haber creado un
ejército de investigadores de traje y corbata; quería que se supiera,
que los medios hablaran de sus triunfos y las películas reflejaran, sin
un ápice de crítica, su labor. Quería ser recordado como un héroe nacional. Y lo consiguió. Hasta la fecha de su muerte.
Es
cierto que cuando asumió el cargo, El Director heredó una estructura
plagada de corruptelas e ineficiencia. Fundada el 26 de julio de 1908 a
instancias del presidente Roosevelt, la entonces conocida como Oficina
de Investigación (BOI, en sus siglas inglesas) se limitaba inicialmente a
tres decenas de agentes especiales dedicados a la lucha contra la trata
de blancas. Cuando Hoover murió contaba con más de 5.000 agentes y era uno de los ejes del poder norteamericano. Su lema: Fidelidad, Valentía, Integridad
(palabras cuyas iniciales coinciden, en inglés, con la sigla FBI). Pero
El Director no siempre siguió sus estrictas reglas morales.
Tras su muerte salieron a la luz
cosas peores que su hipócrita actitud ante la homosexualidad;
anecdóticas algunas como su proverbial tacañería, contada en detalle por
la revista Time. Durante 20 años, Tolson y él cenaron casi
todas las noches en Harveys, un lujoso restaurante de Washington en el
que nunca pagaron, aunque dejaban una propina en metálico. Tras el
cambio de propietarios del establecimiento, los dos amigos regresaron a
su mesa reservada, pero el dueño osó pasarles la cuenta. No volvieron.
No sólo eso. Hoover cobró los suculentos derechos de autor de un best seller sobre el comunismo estadounidense, Maestros del engaño,
aunque el libro fue escrito por varios agentes del FBI. Hoover incluso
creó una fundación sin ánimo de lucro que, al menos en dos ocasiones, lo
galardonó a él con premios de cinco mil dólares en reconocimiento a su
trayectoria personal.
El enorme
ego del personaje se reflejaba también en la decoración de su casa. En
el recibidor siempre había una fotografía en la que aparecía charlando
con el presidente de turno. En el descansillo, un gran retrato de
Hoover; en lo alto de las escaleras, un busto suyo; y en las cuatro
paredes del salón de la planta baja, fotos de Hoover con personajes
famosos. Pero cuando empezaron a saberse algunos detalles de su vida
privada, salieron a la luz también las maneras despóticas de dirigir su
fortín.
Hoover estableció tantas
normas de conducta personal y tantos procedimientos específicos en el
FBI que no había agente capaz de ajustarse por entero a la normativa.
Era particularmente maniático con la presencia física de sus agentes,
quienes estaban obligados a llevar camisa blanca, corbata oscura,
americana y el pelo corto.
La extraña atmósfera de trabajo aparece descrita en el libro No Left Turns
(prohibido girar a la izquierda) de Joseph L. Schott, que trabajó en el
FBI durante 23 años. El título tiene su explicación: la limusina de
Hoover chocó en una ocasión con otro coche al efectuar un giro a la
izquierda. Tras el pequeño accidente, los agentes recibieron
instrucciones de planear los itinerarios de su jefe de tal forma que la
limusina no se viera en la necesidad de girar a la izquierda. Schott
afirma que los agentes vivían tan atemorizados que ni se atrevían a
preguntarle por el significado preciso de algunos de sus impulsivos
comentarios. Cuenta que un día Hoover comentó de pasada en una
reunión de altos cargos del FBI: «He estado investigando a los
supervisores del distrito de Columbia. Algunos de ellos son unos
mentecatos sin remedio. Quítenlos de en medio». En lugar de preguntarle
directamente a quiénes se estaba refiriendo, los hombres del FBI
formaron un comité especial (apodado “la brigada antimentecatos”) y
terminaron por dar con uno o dos supervisores hastiados que se prestaron
a ser trasladados, lo que sirvió para apaciguar al mandamás. Schott
narra decenas de situaciones absurdas, como agentes midiendo los
sombreros de las taquillas para encontrar a «un cabeza de mosquito» al
que había hecho referencia Hoover. Pero hay algo mucho más relevante en
todos los libros que hacen referencia al Director: su sutil, silenciosa y
eficaz labor de extorsión.
Pocos niegan la coacción que Hoover, personalmente, realizó sobre la
clase política norteamericana y sobre el mundo del espectáculo, cuyo
poder para crear opinión él supo ver muy pronto. Durante todo su
mandato, el Gran Hermano en que se convirtió el FBI tuvo constantemente un pie en Washington y otro en Hollywood. Ni Marilyn ni Elvis ni Sinatra escaparían a sus concienzudos informes.
Pero tampoco lo haría Martin Luther King, a quien persiguió con
especial inquina, ni la familia Kennedy, otra de sus obsesiones. Los
agentes tenían órdenes de informar de todo: de quiénes eran sus amigos,
con quién se iban a la cama, a qué fiestas iban, y qué bebían.
Hoover fue, a su manera, sutil. Jamás mandaba una carta a un congresista
o un presidente de la nación para exigirle favores; pero utilizaba
otras maneras de obtener lo que quería. Por ejemplo, avisaba de que
siempre por casualidad, o en el curso de una investigación paralela
había llegado al cuerpo el conocimiento de una relación extramarital,
una actitud indecorosa, un cobro irregular…
Así fue como logró mantenerse tanto tiempo al mando del FBI, creen
muchos. Y, también fue así como consiguió que, incluso en épocas de
crisis económicas, crecieran siempre los fondos destinados a sus
agentes. Así se explica también por qué cuando a Kennedy le
preguntaron, al comienzo de su mandato, por qué no se deshacía de
Hoover, él respondió lacónicamente: «No puedes despedir a Dios».
Etiquetas: Culturilla general, Grandes personajes
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