Cantaremos en el tribunal
(Un artículo de Diego A. Manrique en El País del 5 de abril de 2015)
En el juicio se vieron comportamientos poco ejemplares. Thicke, acreditado como coautor, trasladó la responsabilidad al productor Pharrell Williams, alegando que, cuando se compuso el tema, estaba bebido y colocado con Vicodina, medicamento adictivo. Thicke cantó y Williams tocó la línea de bajo de ambos temas, intentando convencer al jurado de que existe una nítida raya entre el plagio y el homenaje a la música de una época, con ellos situados en el lado de los buenos, como alumnos de Marvin y demás maestros.
Pero no, no hay una frontera clara. Por eso, la condena de Thicke y
Williams ha sonado como un gong en los despachos de la industria
musical. Desde los ochenta, el pop vive, en descripción del crítico
británico Simon Reynolds, la era de la retromanía: de forma rutinaria,
se comercializan modas, formas y canciones añejas.
Los veteranos culpan a la tecnología. Efectivamente, ahora tenemos a la
disposición millones de canciones, una verdadera discoteca universal que
facilita el copiar elementos de temas ajenos, de forma inconsciente o
voluntaria. Las reglas de la propiedad intelectual no protegen estilos
ni ritmos: el posible plagio se disputa sobre similitudes melódicas. La
tecnología permite duplicar arreglos, timbres, conceptos de producción. Y
la retromanía invita a la imitación total.
En el pop, siempre abundaron los parecidos entre canciones, incluso de
diferentes épocas y géneros. De eso derivan los mashups, también
conocidos como injertos: sobre la base de una canción se injertan partes
cantadas de dos o más temas. Una práctica ilegal, en la que anónimos
manitas exhiben sus habilidades para el corto-y-pego. Uno de los
actuales productores punteros, Danger Mouse, se dio a conocer con The Grey Album: combinaba rapeos de Jay-Z, pertenecientes su The black álbum, con porciones del doble LP de The Beatles, alias el Álbum Blanco. Disponible en Internet, se descargó millones de veces.
El negocio discográfico ha defendido con fiereza sus fuentes de
ingresos. Llegó el el rap y se popularizaron músicas que reciclaban
grabaciones añejas: metafóricamente, digamos que el primer hip hop se construyó sobre sampleos de James Brown. En los ambientes de la vanguardia electrónica, se reivindicó el sampler
como legítimo instrumento creativo. Pero no coló: tras sonoros
encontronazos judiciales, se acepta universalmente que se necesita
permiso para usar cualquier pedazo reconocible de un disco ya existente.
Consecuencias: el rap, inicialmente arte povera de los guetos, resulta ahora todo lo contrario, una de las músicas más caras de elaborar.
Obviamente, el veto de tomar discos ajenos es aplicable a todo tipo de
músicas. Ignorarlo trae consecuencias funestas: el grupo británico The
Verve no recibió ni un céntimo de su inmortal Bitter sweet symphony (1997). El error consistió en empapar la pieza con las cuerdas de una versión instrumental de The Last Time,
éxito de los Rolling Stones en 1965. En compensación, la empresa
propietaria del tema exigió –y consiguió- todos los ingresos derivados
de Bitter Sweet Symphony y el cambio de autores. Como veremos, los propios Stones también fueron pillados en falta.
Cuando no se llega a un acuerdo económico para samplear tal
fragmento, queda la opción de recrearlo con músicos profesionales. No se
paga a la discográfica original pero sí a la editorial que controla la
canción. De ahí que los créditos de algunas grabaciones raperas parezcan
la alineación de un equipo de fútbol: el primer éxito de Puff Daddy, Can’t Nobody Hold me Down, venía firmado por once personas.
Ningún compositor renuncia al dinero más dulce del negocio musical: el
que se gana sin hacer nada, a partir de un lejano momento de
inspiración. En teoría, cada vez que una canción suena –en directo, en
la radio, etcétera- se genera una cantidad que llega a sus autores,
aunque recortada por los “gastos de gestión”.
Las editoriales musicales, sean compañías independientes o apéndices de
grandes discográficas, funcionan como silenciosas minas de oro. Lo del
silencio se explica por su escaso personal: son oficinas de reparto, que
delegan las antipáticas labores de recaudación en organizaciones como
SGAE, la francesa SACEM o la alemana GEMA. Aparte, las editoriales
buscan maximizar ingresos colocando su catálogo en discos, anuncios,
películas. Y se ponen en modo de ataque cuando detectan aroma a plagio.
No nos enteramos de la mayoría de los conflictos. Se pacta una cantidad
substanciosa y muchas veces el autor plagiado ni siquiera llega a
aparecer en los créditos. Así, Jim Morrison firma como único creador de Hello I love you
(1968), de The Doors, a pesar de que Ray Davies, cabecilla de The
Kinks, logró que los californianos reconocieran lo evidente: su parecido
con All Day and All of the Night (1964), segundo éxito del grupo británico.
Ocurre constantemente. Sam Smith, el triunfador de los pasados Grammy, está obligado a compartir los derechos editoriales de Stay with me con Tom Petty y Jeff Lynne, compositores del desafiante I Won’t Back Down (1988). Smith y sus ayudantes salvaron la honra jurando que la semejanza era casual.
La historia sugiere que mejor no recurrir a los tribunales. George
Harrison se empecinó en negar las afinidades entre su glorioso My Sweet Lord (1970) y He’s so fine,
primer éxito de las Chiffons. Cuestión de dinero (George era el más
tacaño de los Beatles) y también de orgullo: imposible aceptar que su
himno religioso derivara de una canción banal, producida de modo
industrial. El beatle perdió, aunque el magnánimo juez federal aceptó la
posibilidad del plagio subliminal. Humillado, Harrison se sintió
paranoico al elaborar canciones nuevas y algunos de sus íntimos sugieren
que su carrera como solista descarriló tras ese desastre.
El asunto My Sweet Lord viene a recordar un peligro del
estrellato: rodeado de lacayos y amigotes, nadie se atreve a aguar la
fiesta señalando algo dudoso en la última “ocurrencia genial”. En 1997,
los Rolling Stones iban a publicar Anybody Seen my Baby como adelanto de su álbum Bridges to Babylon.
Tenía un sonido moderno, como le gustaba a Mick Jagger, pero Angela
Richards, hija de Keith, y sus amigas comprobaron que se podía cantar
por encima Constant Craving, el hit de 1992 de K. D. Lang. Rojos
de vergüenza, los Stones plantearon la situación a la cantautora
canadiense. Lang aceptó no denunciar el “plagio subconsciente” a cambio
de participar en los derechos editoriales.
Estamos ante una casuística infinita: rara es la gran figura que no ha
chocado con alguna canción. John Fogerty fue acusado de autoplagio: su The Old Man Down the Road (1984) tenía más que un aire a Run Through the Jungle
(1970), grabada por su grupo anterior, Creedence Clearwater Revival,
perteneciente a otra editorial. Fue una batalla más dentro de una guerra
prolongada entre Fogerty y Saul Zaentz, productor cinematográfico que
hizo fortuna con los millonarios discos de la Creedence. Armado con una
guitarra, Fogerty tocó ambas canciones y demostró que, a pesar de que
compartieran estilemas, eran composiciones diferentes.
En eso fracasaron Thicke y Pharrell Williams. La opinión general entre
los observadores es que el jurado se movió por impulsos humanitarios:
enfrentado a unos triunfadores hedonistas, prefirió entregar el botín
–recuerden, 7.300.000 dólares- a los litigantes modestos, los herederos
de Marvin Gaye.
Habrá recurso, aseguran. Mientras sigan vigentes las achacosas leyes de
la propiedad intelectual, veremos muchas demandas similares. Es una
buena noticia para los abogados especializados. Y para los cazadores de
posibles plagios, musicólogos o simples personas con buenos oídos: hay
faena para los que sepan localizar estructuras sospechosas en los
grandes pelotazos y escribir informes periciales. Eso que oyen de fondo
no es un instrumento de percusión: son los listos frotándose las manos.
Etiquetas: Pongámosle música
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home