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martes, noviembre 23

Montgomery, el caudillo extravagante de la 2ª Guerra Mundial

(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de enero de 2008)

Logró el primer triunfo inglés sobre la Wermacht. ‘Monty’ sabía que su papel de fetiche era más importante que el de estratega.

La Guerra Mundial duraba ya tres años y el Ejército inglés no le había ganado ni una batalla a los alemanes. La RAF había vencido a la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra, y la Marina británica había ganado varios encuentros, pero las guerras se ganan en tierra.

En esa situación descorazonadora, cuando el Afrika Korps de Rommel estaba a punto de entrar en Egipto y apoderarse del canal de Suez, el destino jugó una carambola. Churchill había designado nuevo jefe del desmoralizado VIII Ejército al general Gott, un veterano de la guerra del desierto, pero los alemanes derribaron su avión y murió. Hubo que recurrir al banquillo, y le tocó jugar a un tal Montgomery, cuya mayor hazaña estratégica había sido retirarse al mando de su división en Dunkerque. ¡Una derrota disfrazada como currículum para medirse con Rommel!

Sin embargo, poco después, en noviembre de 1942, Montgomery venció en El Alamein al Zorro del Desierto, el mejor general de la II Guerra Mundial. Por primera vez en la contienda, el Reich sufría una gran derrota. No es de extrañar que Montgomery se convirtiera en una prima donna del campo de batalla. A partir de entonces no importarían los errores que cometiese –y los tuvo enormes– porque Montgomery no era un general, era el símbolo de la victoria para los ingleses, un fetiche viviente. Él mismo se ocupó de elaborar la imagen extravagante de ese fetiche, convencido de que su papel como símbolo era más importante que el de estratega.

Terrible infancia

En la invasión de Normandía, Montgomery se empeñó en desembarcar con un Rolls-Royce. “Un jefe con un coche normal es sólo un jefe; un jefe con un Rolls-Royce es un caudillo”, dijo, y se lanzó a perseguir al Ejército alemán por media Europa en el coche más lujoso del mundo.

Hace falta una personalidad especial para asumir un papel así en la Historia. La de Montgomery se había forjado desde la infancia en la más terrible de las academias: el enfrentamiento con una madre despiadada. Cuando los periodistas le preguntaban que si había sentido alguna vez miedo en el campo de batalla, decía: “Descubrí muy pronto lo que era el miedo por culpa de mi madre; aprendí a tener miedo a una edad que sólo se piensa en jugar”. También descubrió el sabor de la derrota en la infancia: “Sólo recuerdo feroces batallas contra mi madre en las que yo siempre salía derrotado”.

Bernard L. Montgomery había nacido un 17 de noviembre de 1887 –su mes fasto, el de la batalla del Alamein– en el seno de una familia de clase alta. Su padre era obispo de la Iglesia Anglicana, su abuelo paterno general, el materno, decano de la Universidad de Cambridge.

Era el mediano de siete hermanos, ninguno de los cuales había venido al mundo por deseo de sus padres. Su madre, Maud, se encargaría de hacérselo notar. Era una mujer despiadada, una estricta puritana que impuso una disciplina cruel en el hogar. Si un niño se sentía enfermo a media noche tenía que aguantarse, porque si despertaba a la madre sufría un contundente castigo.

Tanto el marido, que era de carácter bondadoso, como los hijos andaban como una vela en aquella casa, todos excepto uno: Bernard. Su hermano Donald recordaría: “Monty era la oveja negra de la familia, una verdadera peste, malo e individualista”.

En realidad, Monty, como se le conocería popularmente, había salido a la odiada madre. Tenía su misma fuerza de voluntad, poca elasticidad mental y capacidad de disciplina. A los 14 años, por fin, el hijo le ganó una batalla a la madre.

Tras largos años en Australia, donde el padre había sido obispo de Tasmania, la familia volvió a Inglaterra y mandaron a los hijos mayores a una típica escuela inglesa. El primer día, Monty se presentó vestido con el uniforme reglamentario, incluida una boina, pero un bedel se la quitó de un papirotazo. La boina era privilegio de los alumnos veteranos. Algunos biógrafos relacionan esa humillación con su excentricidad, cuando fue general en jefe, de llevar boina –además de un simple jersey y pantalones de pana–, algo jamás hecho por ningún general de Su Majestad.

Victoria

Esa noche, los padres preguntaron a sus hijos qué carrera iban a elegir. Monty, sin saber por qué, confesaría luego, dijo que militar. Pero su madre había decidido que fuese clérigo. Vino entonces una terrible trifulca entre madre e hijo, mientras que el padre, como solía, se retiraba. Al final se impuso la terquedad del hijo.

En la Academia militar Monty siguió sintiendo la mano de hierro materna. La señora no sólo era despótica, sino también muy roñosa, y Montgomery se vio el cadete más pobre de todos. Como no tenía dinero para divertirse como los demás, se refugió en el deporte y en el estudio, y resultó formidable en ambos campos. Sin embargo, su buen expediente académico se vio ensombrecido por su forma de librar la agresividad reprimida durante tantos años de yugo materno. Gastaba bromas brutales y una vez mandó a un compañero –significativamente, uno de los cadetes que gastaban más dinero– al hospital con quemaduras graves.

Estuvieron a punto de expulsarlo, pero la madre fue a hablar con el director y, tras mucho discutir, logró que simplemente le sancionaran. Fue quizá la última vez en que la autoritaria Maud hizo sentir su poder. En cuanto se graduó, Montgomery se fue a la India. En realidad, todos los hermanos procuraron irse lejos de mamá, a Canadá, Egipto o África Negra, mientras que el padre se buscó un cargo misional que le obligaba a ausentarse de casa y viajar por todo el mundo.

En la India el teniente Montgomery comenzó una carrera militar brillante en todos los campos, que le llevaría hasta el mando supremo de las tropas británicas en Europa. Pero un viejo compañero diría que lo que mejor recordaba de aquellos tiempos es que, por primera vez, Monty pagaba las consumiciones. Se había librado de la madre.

Cuando la singular señora falleció en 1949, el ya famoso Montgomery, el héroe de El Alamein, el símbolo humano de la victoria, no quiso ir al entierro de su madre.

Un ego de ‘prima donna’

El ego de Montgomery llegó a ser descomunal, aunque era lo bastante listo para utilizarlo. Durante la guerra vistió en contra de todas las reglas militares para ser reconocible, pero “acabada la guerra, volví a vestir de forma respetable”, ironizaba. En plena Guerra Fría decía que la OTAN –de la que fue vicepresidente- era “una estupidez”, y alababa a la China de Mao. Cuando en el Parlamento le acusaron de “compañero de viaje del comunismo”, respondió: “Mao sería el compañero de viaje que elegiría para la selva”. Fue procesado por conducir por dirección prohibida, y le espetó al juez: “He conducido desde El Alamein a Berlín sin causar daño a nadie, excepto a los alemanes”.

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