Cuentos, teatro y algunas palabras paralizantes
(La columna de Carmen Posadas en el XLSemanal del 10 de noviembre de 2019)
Una de las muchas razones por las que estoy deseando que pasen las
elecciones del 10N es perder de vista ciertas palabras estomagantes que están
en boca de todos los candidatos. Ya sé que es mucho pedir, sobre todo porque
las palabras y conceptos que voy a mencionar describen tan bien la forma de
pensar del momento que me temo que no habrá manera de librarse de ellos, todo
lo más estarán menos omnipresentes. Empecemos, por ejemplo, por la palabra
'relato'. Ahora cada cual construye su relato y, una vez construido, el próximo
paso es venderlo. Es decir, convencer a la gente de tal idea, de tal teoría, de
tal inmensa trola. Y lo más curioso es que la fórmula funciona. Es más, se
admira enormemente a los constructores de relatos, algo que en el sector de la
publicidad, por ejemplo, o en el de la comunicación, y no digamos en el de la
política, se paga espléndidamente. 'Gurús', así llaman a los constructores de
relatos, y cuanto más grande sea la rueda de molino con la que hagan comulgar
al personal, más predicamento, más aplauso. Luego está la palabra 'escenario'.
La propia palabra indica que no se trata de un lugar o una situación real, sino
de un decorado de teatro, de un gran tinglado construido para que algo o
alguien parezca lo que no es. Al menos eso es lo que quería decir el término
'escenario' hasta ahora. Según la RAE, se trata de «la parte del teatro
construida para que en ella se puedan colocar las decoraciones y representar
obras dramáticas o de cualquier otro espectáculo teatral». Pero tal vez dentro de
poco habrá que incluir otra acepción del término más acorde con el significado
que ahora se le otorga: puesto que, queriéndolo o sin querer, todos aceptamos
que estamos ante una farsa. Pero da igual porque lo importante no es la
realidad, sino que tal o cual cosa parezca real. Otro fenómeno significativo es
que existen palabras que no solo nos describen y nos retratan, también sirven
de arma arrojadiza. Algunas de ellas son tan letales que, con solo
pronunciarlas, su destinatario queda K.O. Es el caso de la palabra 'fascista',
un vocablo tan aterrador que deja al rival o bien paralizado, o bien reculante
y en franca desbandada. Siempre me ha llamado la atención este fenómeno.
Particularmente, no me importa nada que me llamen 'fascista' como tampoco me importa
que me llamen 'paticorta', 'culibaja' o 'bizca'. Puesto que no soy ninguna de
estas cosas, no puedo ofenderme y más bien tiendo a pensar que es un ser
bastante estúpido quien pretende desarmarme con epítetos semejantes. Si
'fascista' es un término que deja fulminado al contrincante, hay otros
conceptos que también dejan confundido y cavilante al contrario. Miren, por
ejemplo, el caso de 'libertad de expresión'. Ante él, toda rodilla hinca porque
¿cómo no vamos a respetar tan sacrosanto derecho? Y sí, es obvio que todo el
mundo tiene derecho a expresar libremente su opinión, pero según cómo, y
siempre sin alterar el orden público o incendiar las calles, como hemos visto
últimamente. Esta idea de que todo el mundo tiene derecho a expresarse está muy
relacionada con otra jamás cuestionada a su vez, según la cual todas las
opiniones son respetables. Y ahí sí que me planto. Porque lo respetable es que
cada cual pueda expresar sus opiniones en libertad, pero es obvio que existen
opiniones racistas, fascistas, xenófobas o directamente estúpidas que no solo
no merecen respeto, sino que son censurables. ¿Cómo empezamos a confundir
'relato' con 'verdad'? ¿Cuándo el mundo se convirtió en un inmenso escenario?
¿En qué momento las palabras comenzaron a paralizarnos y a anularnos las
entendederas? En realidad, ninguno de estos tres fenómenos 'nuevos' son nuevos.
La diferencia está en que –cuando León Felipe decía que nos dormían con
cuentos; cuando Calderón y Shakespeare afirmaban que el mundo es un gran
teatro; o cuando Goebbels alardeaba de que una mentira repetida mil veces se
convierte en verdad– todos sabíamos que era así y no nos engañábamos. Ahora, en
cambio, nadie mira hacia atrás. Y de vez en cuando conviene hacerlo. Aunque
solo sea para no tropezar de nuevo en la misma piedra, la de confundir, como
los niños (o como los tontos) apariencia con realidad.
Etiquetas: Pensamientos varios
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