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jueves, junio 6

El último veto

(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 19 de marzo de 2013)

Roma, 3 de agosto de 1903 · El emperador de Austria ejerce el veto contra el cardenal Rampolla en el cónclave papal.

Los arzobispos eran príncipes en Austria, un residuo de la época en que los Habsburgo fueron titulares del Sacro Imperio Romano-germánico. Por eso, cuando se convocó el cónclave papal de 1903, el cardenal arzobispo de Cracovia, príncipe Jan Maurycy Paweł Puzyna de Kosielsko, cuya mitra llevaba incorporada el título de duque de Siewierz, antes de ir a Roma acudió a Viena como buen vasallo, a recibir instrucciones de su señor natural, el emperador Francisco José.

En los últimos 56 años la Iglesia había estado regida por dos pontífices de fuerte personalidad, muy opuestos entre sí, pero ninguno del agrado del emperador de Austria. Se suele presentar a Pío IX Ferretti (1846-1878) como un reaccionario y a León XIII (1878-1903) como un liberal, pero en realidad el papa Ferretti también llegó a la silla de San Pedro con fama de liberal y, sobre todo, de favorable a la unidad italiana, lo que suponía el final del dominio austriaco sobre el norte de Italia. Desconfiaba tanto Viena del futuro Pío Nono que el emperador mandó al cónclave al cardenal Gaisruck con orden de vetarlo, pero llegó tarde a la elección.

En cuanto al sucesor de Pío Nono, León XIII, no solo tenía unas ideas muy avanzadas en lo social, sino que su secretario de Estado en los últimos 16 años, el cardenal Rampolla, había seguido una política contraria a los intereses del imperio austro-húngaro. El príncipe arzobispo de Cracovia se sentía especialmente concernido porque Rampolla le había concedido al zar de Rusia que en las iglesias católicas de la Polonia rusa se hablara ruso.

Cracovia era la capital espiritual de Polonia, un país desaparecido como Estado independiente tras su reparto entre Rusia, Alemania y Austria, y el arzobispo de Cracovia, él mismo polaco, se sentía en la obligación de proteger a los católicos polacos bajo la opresión de la monarquía rusa, que era de religión ortodoxa.

El emperador Francisco José guardaba un agravio aún peor del secretario de Estado de León XIII, porque era una cuestión personal y de honor. Catorce años antes, su único hijo varón y heredero, el archiduque Rodolfo, se había suicidado junto a su amante en el pabellón de caza de Mayerling. La Iglesia católica niega a los suicidas el entierro en lugar sagrado, y el cardenal Rampolla pretendió aplicar la norma a Rodolfo. No se salió con la suya, pues el emperador no dio su brazo a torcer. Rodolfo tuvo el funeral de Estado que le correspondía a un kronprinz (príncipe heredero), la carroza funeraria tirada por ocho caballos blancos le llevó, con toda la pompa de la corte imperial y entre una inmensa multitud, hasta el panteón de los Habsburgo, la cripta del convento de los Capuchinos de Viena, y allí fue enterrado con todos los honores, o, mejor dicho, depositado en un sarcófago junto al que ocuparía Francisco José, a la vista de los devotos visitantes –hoy de los turistas– que quieran contemplarlos.

Para fastidio del anciano emperador y de su príncipe arzobispo, Rampolla tenía bastantes posibilidades de convertirse en el sucesor de León XIII, por lo que el cardenal Puzyna recibió la consigna de oponerse a ello, utilizando el derecho de veto. Y esta vez el enviado austriaco llegaría a tiempo de usarlo, pues las comunicaciones en 1903 eran mucho mejores que en 1846.

Privilegio de reyes.

La última vez que se había ejercitado el veto había sido en nombre de Fernando VII de España, en el cónclave de 1830-31 y contra el cardenal Giustiniani, que precisamente había sido nuncio en Madrid. Lo que se conocía como la exclusiva, Ius Exclusivae en latín, era un antiguo privilegio que gozaban los soberanos de los grandes países católicos, es decir, España, Francia y el Imperio, para oponerse a la elección de un candidato papal contrario a sus intereses. No era un derecho escrito ni oficialmente reconocido por la Iglesia, pero sí existía una práctica aceptada por las distintas partes. El enviado por un monarca con una objeción frente a un candidato debía anunciarla antes de que fuera elegido, para sacarlo de la competición, y tenía que aducir una causa justa para su veto. El colegio cardenalicio aceptaba la exclusiva y no insistía en respaldar al candidato boicoteado.

Aunque muchos tratadistas eclesiásticos lo hayan presentado como una intolerable injerencia del poder civil en los asuntos de la Iglesia, respondía a un criterio pragmático. En la época de las monarquías absolutas, que llegó hasta el siglo XIX, era realmente imposible pilotar la nave de San Pedro con el enfrentamiento frontal de una de esas potencias católicas. El mal menor para la Iglesia era que se retirase de la elección quien resultara inadmisible para España, Francia o el Imperio. Por el mismo principio, los papas, aunque sintieran inclinación o inquina hacia alguna de esas monarquías –por otra parte enfrentadas entre sí– tenían que gobernar siempre entre dos aguas, procurando no irritar a ninguna de las partes. Así fue como se desarrolló la sibilina diplomacia vaticana.

Fue en el siglo XVII cuando se resucitó la práctica del veto que no se ejercía desde la Edad Media, y fue precisamente quien se titulaba rey católico, Felipe IV de España, el que más hizo por recuperar el viejo privilegio. Sus enviados inauguraron el veto moderno, invocando la exclusiva en dos cónclaves sucesivos, 1644 y 1655, contra el mismo candidato, el cardenal Sacchetti, considerado demasiado francófilo. Además, en 1662 el jesuita español Nicolás Martínez publicó en Roma "Exclusiva de Reyes", el primer tratado donde se desarrollaba y defendía la teoría del veto.

Pero volvamos a 1903, al 31 de julio, día del inicio del cónclave para elegir sucesor de León XIII. La reunión tenía lugar en la Capilla Sixtina por segunda ocasión, pues antes de la conquista de Roma por la monarquía italiana en 1870 les elecciones se celebraban en el palacio del Quirinale, donde ahora vivía el excomulgado rey Saboya. El secretario del cónclave era un español, monseñor Merry del Val.

Los dos bandos.

Rápidamente se manifestaron dos tendencias, la que quería mantener la línea liberal de León XIII y la que quería volver al conservadurismo de Pío Nono. A esta dicotomía de orden ideológico había que unir la división provocada por la política internacional, entre los partidarios de la Entente Cordial (Francia y Rusia) y los de la Triple Alianza (Austria, Alemania e Italia). Para los liberales y francófilos el candidato obvio era el secretario de Estado Mariano Rampolla del Tindaro, pese a que era un noble siciliano hijo del conde del Tindaro. Sin embargo, al tercer día del cónclave el príncipe arzobispo de Cracovia planteó el veto imperial austriaco y anuló su candidatura, pese a la protesta, unánime en este caso, del colegio cardenalicio. Por primera vez la prensa se hizo eco de lo que sucedía tras los muros de la Capilla Sixtina. Retirado de la competición Rampolla, el campo quedó libre para el patriarca de Venecia, Giuseppe Sarto, apoyado por los partidarios de recuperar la línea reaccionaria y admisible para los demás. Sarto era un conservador populista, preocupado por los derechos de la clase trabajadora, y sería elegido el cuarto día del cónclave, con 55 votos de los 62 cardenales presentes.

Adoptó el nombre de Pío X, lo que indicaba su afinidad con la figura de Pío Nono, y lo primero que hizo el mismo día 4 fue nombrar secretario de Estado al español Merry del Val, un aristócrata de línea conservadora. Y antes de que transcurrieran seis meses de su pontificado promulgó la Constitutio Commissum Nobis, prohibiendo el ejercicio del Ius Exclusivae y condenando con excomunión a quien pretendiera usarlo. El veto austriaco que había propiciado la elección del Papa Sarto, posteriormente subido a los altares como san Pío X, fue el último veto.

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