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domingo, junio 2

La victoria de las chicas del radio

(Un texto de Laura Garófano en El Mundo del 3 de febrero de 2019)

Trabajaron entre las dos grandes guerras pintando los números de la hora en las esferas de relojes con material radiactivo sin saber que eso las mataría.

De las tres hermanas Maggia, Mollie era, con diferencia, la mejor en su trabajo en la United States Radium Corporation, en su fábrica de Orange (New Jersey). Su destreza y rapidez eran tales que superaban de largo las 250 esferas de relojes pintadas, diariamente, con Undark, la marca de la pintura que brillaba en la oscuridad y que servía, además, para que los soldados en las trincheras pudieran ver la hora en sus relojes. Era un trabajo de Estado, bien pagado y motivo de orgullo. No se trabajaba en una fábrica, sino en un estudio, y las chicas no eran meras operarias: eran artistas.

Por ser la mejor, Mollie fue también la primera en morir: cada vez que introducía el pincel en su boca para humedecerlo y afilarlo, ingería sulfato de zinc y goma arábiga, pero también radio, un producto un millón de veces más radioactivo que el uranio. Mollie sería recordada como una de las chicas del radio, cuya lucha cambiaría para siempre los derechos laborales de hombres y mujeres al introducir por vez primera las indemnizaciones por enfermedades derivadas del trabajo con carácter retroactivo. Y también sirvió para que la ciencia investigara sobre los devastadores efectos de la radioactividad en el cuerpo humano. Aunque ganaron la batalla cuando no estaban ya en el mundo.

Volvemos hacia los felices años 20. Miles de chicas con peinados flapper se incorporaban al mercado laboral en Estados Unidos y Mollie se sentía afortunada por tener un trabajo en el que cobraba un sueldo tres veces superior al que podría ganar con cualquier otro empleo. Como los cientos de empleadas de las compañías dedicadas a extraer, fabricar y manufacturar productos con radio en los estados de New Jersey, Illinois y Connecticut. Mollie sentía que servía a su país en un periodo de entreguerras y contribuía a la recuperación económica. Cada día, cientos de chicas cogían su pincel de pelo de camello y pintaban los números: cuando el pelo del pincel, ya seco, se dividía, era imposible un trazo preciso y fino. Por tanto, y según indicaciones de las empresas, antes de volverlo a sumergir en el bote todas chupaban el pincel para humedecer y unificar las cerdas. Doce números, doce veces por cada una de las esferas del reloj. Así lo hacía Mollie, batiendo récords. Y también sus hermanas Quinta, Albina e Irma.

En enero de 1922, Mollie acudió a la clínica dental del doctor Joseph P. Knef por un dolor de muelas. Al poco tiempo, éste tuvo que sacarle varias piezas. Ninguna de las heridas curó: lejos de cerrarse, permanecían abiertas. En mayo, el doctor Knef creyó que lo que tenía Mollie era un absceso en la mandíbula y procedió a intervenirla. Nada más tocar la encía, la mandíbula se desintegró. En septiembre, Mollie había muerto entre espantosos dolores. Tenía 25 años y había perdido las mandíbulas y los oídos internos. Para entonces varios dentistas de las ciudades de Orange y Newark se estaban encontrando con pacientes jóvenes, veinteañeras, que perdían la dentadura sin una patología razonable o conocida. Y todas tenían un nexo común: trabajaban pintando diales de relojes en la United States Radium Corporation.

La compañía, que llegó a tener picos de trabajo que requerían hasta 300 mujeres en cada planta, la mayoría de ellas menores de edad, se apresuró a desmentir los rumores de que las condiciones laborales propiciaban las enfermedades. Lo hizo informando públicamente de que Mollie Maggia había muerto de sífilis. Ponía así en entredicho la reputación y la moralidad de la joven. Y para la opinión pública de la época, había muerto porque lo merecía.

La empresa sabía que trabajar con el radio era peligroso. Uno de los fundadores de la compañía perdió un dedo porque se le metió bajo la uña una pequeña partícula de radio. Y los hombres, en otros departamentos de la compañía, manipulaban el radio con guantes, máscaras y delantales de plomo. Sin embargo, las mujeres lo manejaban sin ninguna protección. Recibían radiación constante por tres vías: mientras pintaban los números del reloj, de las esferas ya pintadas que permanecían a su lado y, además, lo ingerían oralmente. También comían sobre sus mesas de trabajo: los alimentos que tomaban ya estaban contaminados.

El radio funciona como el calcio, que es absorbido por los huesos, donde se fija y empieza a irradiar rayos alfa, gamma y beta. Las consecuencias de la radiación se manifestaban en primer lugar por una anemia galopante. La pérdida de dientes por necrosis mandibular iba aparejada a una cojera, consecuencia de unos fuertes dolores en la cadera que auspiciaban ya el desarrollo de cánceres óseos, medulares, necrosis, aplasias y sarcomas.

Grace Fryer, que fue pintora de diales en la fábrica durante tres años, trabajaba como cajera en un banco cuando comenzó a perder los dientes. Uno de sus médicos dio con la clave, al sugerir que su enfermedad podría haberla contraído en su anterior puesto de trabajo y contactó con la Radium Corporation, que lo negó tajantemente.

A esas alturas, la empresa ya estaba prevenida y envió a un supuesto médico de la Universidad de Columbia, Frederick Flinn, junto con otro presunto galeno, para examinar a Grace. El diagnóstico fue que estaba sana. Durante el juicio se descubriría que Flinn era en realidad un toxicólogo de la compañía y su compañero, el vicepresidente de la Radium Corporation. La empresa, cuyo principal cliente era el Ministerio de Defensa estadounidense, comenzaba a esconderse detrás de falsos informes médicos.

Al darse cuenta del engaño, Grace decidió contactar con sus antiguas compañeras, entre ellas, Quinta y Albina, las dos hermanas de Mollie. También localizó a Sarah y a Marguerite Carlough. Ninguna de las dos hermanas pisó el tribunal: en junio de 1925 moría Sarah, y Marguerite, en diciembre de 1926.

Grace tardó dos años y nueve meses en encontrar un abogado que quisiera defenderla. Se llamaba Raymond Berry y era un recién licenciado por la Universidad de Harvard. Dotado de un enorme instinto, enseguida supo sortear los impedimentos jurídicos que tenían el caso en su contra: el primero, que la ley del estado de New Jersey estipulaba un plazo de cinco meses para presentar demandas por enfermedades laborales, y el segundo, que las chicas presentaban un cuadro médico diverso.

Quiso la suerte que en la cruzada, las chicas se encontraran con el doctor Harrison Martland, el nuevo médico del condado de Newark que, a diferencia de su predecesor, tenía pasión por investigar. Martland, jefe del departamento de Patología del Hospital de Newark, pasaría a la historia por ser pionero en la medición de la radioactividad contenida en un cuerpo humano. Fue quien solicitó la inhumación del cuerpo de Mollie Maggia para analizarlo. Su esqueleto, lleno de radio, brillaba verdoso en su ataúd. La muy habladora Mollie también habló tras su muerte: envenenamiento por radio. Martland también limpió su reputación, porque Mollie no había muerto de sífilis.

Con todas estas pruebas, en 1927 se presentó la demanda de Grace, a la que se unieron Quinta, Albina, Katherine Schaub y Edna Hussman. Eran las cinco primeras chicas del radio. Sus familias se habían arruinado haciendo frente a tratamientos médicos que no servían para nada. Sabían que iban a morir. «No es para mí lo que me importa. Estoy pensando más en los cientos de chicas a las que esto puede servir de ejemplo», dijo Grace a la prensa que se agolpaba en el juzgado. Por aquel entonces tenía que llevar un corsé de acero porque su columna, corroída por el radio, no la sostenía. En enero de 1928 comenzó un juicio donde se descubrieron la mala fe y los engaños de la compañía, que se avino a un acuerdo extrajudicial, con indemnizaciones millonarias para la época y el compromiso de abonar los gastos médicos. El caso fue tan escandaloso que nadie quería trabajar en la empresa.

A 800 millas, en Ottawa, Illinois, se encontraba la Radium Dial Company. No era tan estricta con el material como su competencia, la United States Radium Corporation: las trabajadoras podían llevarse a casa pequeños frascos de Undark. Con la sustancia se pintaban las uñas, se la aplicaban en el pelo o en los dientes, para tener sonrisas radiantes. La mera exposición del cuerpo al producto durante una jornada de trabajo hacía que éste brillara. Por eso, muchas incluso acudían al trabajo vestidas con su traje de fiesta, pensando en deslumbrar más tarde en el salón de baile.

Desde 1922, la Radium Dial estaba al tanto de lo que pasaba en New Jersey. Sabía que las mujeres morían porque ingerían radio. Y confiaba, como así fue, en que los más de 1.200 kilómetros que separaban Illinois de New Jersey fueran suficientes para que el escándalo no trascendiera. Por eso compró a los dentistas locales y a los médicos. A partir de 1925, la compañía comenzó a realizar chequeos médicos. Nunca facilitó copias a las empleadas. Simplemente les comunicaba verbalmente que estaban sanas.

El primer fallecimiento fue el de Margaret Looney, en 1929. Los directivos de la empresa, en connivencia con los médicos del hospital, dijeron que había muerto por haber contraído difteria.

En 1930, cuando empezaron a enfermar masivamente, la sociedad de la pequeña localidad no las creyó y las defenestró, porque perjudicaban a la compañía que sostenía a tantas familias en Orange durante la Gran Depresión. Paralelamente, la Radium Dial suprimió súbitamente el uso de los pinceles y optó por varillas de vidrio, como en Suiza, y colgó carteles en las salas de trabajo prohibiendo su uso. Pero las varillas no eran tan precisas. Las chicas, que cobraban por esfera pintada, comenzaron nuevamente a usar los pinceles. La compañía nunca lo impidió.

Catherine Wolfe Donohue llevaba nueve años trabajando cuando comenzó a sufrir dolores de cadera. En 1931, uno de los directivos la vio caminar cojeando por el pasillo de la Radium Dial y la despidió porque causaba mala imagen. Catherine fue la que organizó, como Grace Fryer, a las mujeres, que fueron conocidas como la sociedad de las muertas vivientes.

Tuvieron que recurrir a un médico de Chicago que las diagnosticase. El abogado que llevó su caso, Leonard Grossman, nunca les cobró. Las mujeres y sus familias vivían prácticamente en la indigencia, arruinadas por los gastos médicos. Grossman llevó el caso a la Comisión Industrial de Illinois y logró para cada demandante 10.000 dólares. Era 1938 y Catherine Wolfe ya había muerto. La tragedia de las chicas del radio no fue en vano: además de conquistar derechos civiles, propiciaron una investigación científica que sigue salvando miles de vidas.

El mensaje de Curie a las chicas

En 1902, el inventor William J. Hammer se despidió de sus amigos Pierre y Marie y abandonó París rumbo a Estados Unidos. Estaba emocionado con el precioso regalo que el matrimonio Curie le había hecho: llevaba un tubo en su bolsillo con varios cristales de radio, el elemento químico aislado cuatro años antes por la pareja científica. Como discípulo de Edison, Hammer había vivido la invención de la electricidad, por lo que la luminiscencia verdosa de esos cristales, pensó, le abría nuevas posibilidades de investigación. Poco después se descubriría que, al mezclarlo con sulfuro de zinc y goma arábiga, se formaba una sustancia, como una pintura, que brillaba en la oscuridad. Se patentó como Undark, el producto que terminarían usando las 'chicas del radio'.

El escándalo de las trajadoras que pintaban los números en los relojes y estaban enfermando llegó a oídos de Marie Curie, premio Nobel de Física en 1903 y Nobel de Química en 1911. Curie había visitado Estados Unidos en 1920 para recaudar fondos con el fin de continuar investigándolo, y volvió en 1929. Un año antes, la científica dijo a las chicas: "Me encantaría darles cualquier ayuda que pudiera… pero no hay absolutamente ningún medio para destruir la sustancia una vez que entra en el cuerpo humano". (Por paradójico que parezca, el peligroso material radioactivo se empezaba a usar en esos años para reducir tumores).

Para los Curie la peligrosidad del radio les resultaba familiar desde mucho tiempo atrás. En sus primeras investigaciones con el mineral, en 1989, sufrieron quemaduras en los dedos al manipularlo. Y a la postre, la propia Marie Curie fue también una víctima del radio: falleció de anemia aplásica a los 66 años, el 4 de julio de 1934. Su hija Irene, premio Nobel de Química en 1935, también falleció de leucemia por la exposición a una radioactividad cuya durabilidad es de milenios. Aún hoy, los trabajos de Curie se guardan en una caja forrada de plomo y para ser consultados debe llevarse protección.

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