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viernes, diciembre 4

The Economist: una respuesta a la ley del maiz

(Un artículo de Carlos Salas en El Mundo del 23 de agosto)

Las personas que todas las semanas se llevan The Economist bajo el brazo para presumir de su buen inglés y de que son ciudadanos instruidos, no saben lo que deben a un sombrerero escocés. Harto de que el Parlamento británico dictara leyes proteccionistas, el fabricante de sombreros James Wilson decidió fundar The Economist en 1843 para oponerse a otro desaguisado de los políticos británicos: La Ley del Maíz.

Con esta ley, el Parlamento esperaba detener la ola de importaciones de este cereal, materia prima que se empleaba para hacer pan. Sólo lograron que subiese el precio del maíz, y que se produjera una poderosa hambruna. Wilson logró echar abajo la ley. Y puso las bases del credo al que The Economist ha sido fiel durante años: el libre comercio. «Creemos que el mercado libre -el libre intercambio de bienes-, hará más que cualquier agente en extender la civilización y la moralidad por todo el mundo y acabará con la esclavitud».

Bueno, quizá el comercio libre no ha acabado con muchas lacras, pero más de un siglo y medio después parece que los pilares de The Economist son como los pilares de la tierra: indestructibles. La palabra de Adam Smith (hay que dejar intervenir a la mano invisible del mercado) es su Biblia, lo cual le ha dado un éxito planetario. El presidente de EEUU Woodrow Wilson no se perdía ningún ejemplar, y el ministro británico de Exteriores Lord Grinville reconocía que cuando le asaltaban las dudas sobre qué hacer, esperaba a los editoriales de The Economist. Jefes de Estado, primeros ministros, empresarios, profesores, académicos o amantes del buen análisis componen el universo lector de esta revista. Como decía uno de sus editores: «Es una revista para gente que tiene dinero pero no tiene tiempo». Quizá su visión del mundo es demasiado británica, pero siempre es brillante y llena de pistas.

A finales del siglo XX, el magazine tenía una circulación de 600.000 ejemplares en todo el mundo, y aunque seguía creciendo de año en año, su aumento era siempre muy modesto. ¿Se estaba agotando el modelo? ¿O es que en el mundo no había más de 600.000 intelectuales?

Fue entonces cuando se tomó la decisión más revolucionaria de su historia: meter papel cuché, introducir color y hacer las portadas más sexys. ¿The Economist, sexy? ¿No era eso traicionar el espíritu serio y distante de la revista?

Pero bastaba mirar a otras revistas de economía como Business Week o Fortune, para darse cuenta de que las portadas tenían que ser sexys para atraer a más lectores. Decidieron introducir ilustraciones pintorescas, dibujos humorísticos e imágenes que parecieran carteleras de cine. «En mayo de 2001, The Economist fue rediseñado, lo que supuso incluir color en todas las páginas. No sólo parecía tener un aire más ligero y más fresco, sino que era más novedoso», afirmaba Christopher Collins, uno de los subdirectores en una entrevista.

Paradójicamente, al éxito contribuyó la decisión de no cambiar un detalle muy antiguo: las páginas editoriales. Son las que están al principio, y en las que la revista pontifica sobre los temas de interés. Ahí estaba gran parte de su gancho y a pesar de que lucían un poco antiguas, no se tocaron porque era su ADN.

Pero hubo un hecho dramático que le dio un gran empujón, algo que ahora se llama un cisne negro: el ataque terrorista a las Torres Gemelas disparó la demanda de explicaciones (los simples por qués), y 200.000 lectores nuevos en el mundo entero acudieron a esta fuente que siempre ha vendido materia gris. Además, el truco de The Economist, como explica Collins, es que hace campañas de publicidad en tiempos de crisis cuando otros títulos recortan sus campañas de marketing y de publicidad (como ahora). «Este ruido permitía que la revista estuviera delante de la nariz de esos lectores ocasionales», afirma Collins.

Como resultado, en el segundo semestre de 2004, la prestigiosa revista británica superó por primera vez en su historia la barrera del millón de ejemplares.

Y hoy, a pesar de que ha sufrido una caída de la publicidad, como Business Week y otras revistas, es la mayor referencia analítica del universo económico. Se lee en 200 países, especialmente en los círculos más poderosos. De EEUU vienen la mitad de sus ventas. En Gran Bretaña circulan 150.000 ejemplares y en el resto de Europa unos 200.000. La revista se imprime en cinco países los jueves por la noche. Los viernes por la mañana está en los kioscos, justo para explicar al mundo por qué pasa lo que pasa... desde un punto de vista algo british, pero siempre original.

The Economist es una revista sin firmas. Los artículos que llevan firma sólo corresponden a autores invitados (economistas políticos). Los artículos no los escribe un periodista sino muchos. «Suele quedar menos del 50% de lo que envío», confesaba la antigua corresponsal en España. Cada texto es rehecho por grupos de subeditors que verifican las cifras, las fechas y los nombres, y además, le dan el estilo The Economist. ¿Cuál es? Primero, cada opinión debe estar sustentada por un dato. Segundo, apoyar siempre el libre mercado. Tercero, debe estar escrito en buen inglés, no sólo claro, sino elegante. Cuarto, un fino sentido del humor que reluce sobre todo en los comentarios de las fotos.

Muchos han intentado copiar el estilo de la revista de economía más poderosa del mundo. Pero han fracasado porque para ello se requiere la tradición británica de la discussion (debate), además de 166 años de vida.

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