Recordando a Arquímedes
(Extraído de un artículo de Pablo Jaúregui en El Mundo del 14 de febrero de este año)
La primera vez que se gritó «¡Eureka!», que en griego significa ¡lo he encontrado!, surgió ante un problema práctico. Arquímedes recibió el encargo de averiguar si una corona era de oro puro. ¿Cómo saberlo sin dañar la joya? El sabio halló la solución metido en una bañera, hecho infrecuente pues no tenía el saludable hábito de asearse. Cuando Arquímedes culminó su hazaña científica en el improvisado laboratorio de su bañera, la alegría del descubrimiento le llevó al éxtasis. Hasta tal punto que salió disparado del agua y empezó a correr desnudo por las calles de Siracusa como un demente, intoxicado por la borrachera de su propia genialidad. Y fue entonces, en medio de aquel desenfrenado arrebato de locura, cuando pegó el histórico grito que hoy, en el mundo del siglo XXI, sigue simbolizando el progreso triunfal de la ciencia: «¡Eureka!» (en griego: «¡lo he encontrado!»).
Más de 2.200 años después, es muy difícil establecer cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en los supuestos orígenes de la apoteósica exclamación que proclamó Arquímedes aquel día, al descubrir el principio que lleva su nombre: «todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del fluido desalojado».
Lo más probable, como en el caso de la manzana de Newton, es que la historia se haya inflado y exagerado a lo largo de los siglos, pero en todo caso refleja -si no en la letra, al menos en el espíritu- la extraordinaria imaginación y creatividad del que muchos consideran el matemático más grande de todos los tiempos. Al fin y al cabo, la ciencia, como cualquier otra actividad humana, también necesita mitos idealizados para inspirarse, y no cabe duda de que aquel primer «¡Eureka!», aunque tenga algo de fábula, ha iluminado y sigue iluminando el camino a todos aquéllos que buscan la verdad con las herramientas de la razón.
No deja de resultar paradójico que el hallazgo más famoso de Arquímedes le pillara justamente en la bañera. Y es que el gran sabio de Siracusa, un puerto marítimo de Sicilia que en aquella época era una colonia de la Antigua Grecia, tenía fama de lavarse muy poco, debido a su dedicación obsesiva a las ecuaciones y las raíces cuadradas.
Cuenta Plutarco que, con frecuencia, la dejadez de este genio despistado en cuestiones de higiene personal era tan grave que sus sirvientes no tenían más remedio que obligarle a bañarse contra su voluntad. Pero incluso cuando ya no tenía más remedio que dedicarse a estos menesteres, también aprovechaba aquellos momentos para seguir garabateando fórmulas y figuras geométricas, utilizando su propio cuerpo enjabonado a modo de pizarra. Según el célebre historiador griego, a Arquímedes lo que más le apasionaba era abandonarse, en una especie de trance, a «aquellas especulaciones más puras en las que no puede haber referencia a las vulgares necesidades de la vida».
Sin embargo, el primer histórico «¡Eureka!» no surgió a raíz de una reflexión teórica alejada de la vida cotidiana, sino de un problema eminentemente práctico. Por mucho que a Arquímedes le gustara ante todo volar por los cielos especulativos de la matemática pura, a veces le llovían encargos que no tenía más remedio que cumplir, aunque le parecieran banalidades pedestres. En el caso que nos concierne, todo empezó cuando Hierón II, el tirano que entonces gobernaba Siracusa, le pidió al ilustre sabio que comprobara si una corona que le habían fabricado estaba compuesta de oro puro, o si un orfebre deshonesto le había dado gato por liebre, agregando plata u otros metales menos preciosos.Arquímedes se encontró entonces ante un reto considerable, ya que el problema debía resolverse sin dañar la corona, y por lo tanto no podía fundirla para analizar sus componentes. Durante días, le dio mil vueltas en la cabeza, pero no conseguía dar con la solución, hasta que decidió darse su mítico baño para relajarse. Y como andaba, como siempre, ensimismado en sus pensamientos, no se dio cuenta de que había llenado la bañera hasta el borde, así que al meterse dentro, parte del agua se salió fuera. Fue entonces cuando tuvo el momento Eureka en el que se le iluminó la bombilla del conocimiento, al deducir que el volumen de cualquier cuerpo sumergido en agua era igual al volumen de agua desplazada.
Gracias a este hallazgo, Arquímedes pudo superar el desafío que le lanzó el rey de Siracusa: primero introdujo la corona en agua y midió el volumen de líquido desplazado, y después hizo lo mismo con un peso igual en oro puro. Así comprobó que el volumen de agua desbordada no era idéntico, y demostró que el orfebre, como sospechaba Hierón II desde el principio, había engañado al monarca al introducir otros metales.
El primer «¡Eureka!» de la Historia, por lo tanto, tuvo una primera consecuencia práctica que resultó ser letal. Al parecer, según algunas versiones del episodio, el timo demostrado por Arquímedes le costó la vida al artesano fraudulento, que fue ejecutado de inmediato por intentar engañar nada más y nada menos que al rey. Pero para el sabio matemático, lo más importante fue que el encargo de la corona le sirvió para demostrar un principio general sobre los cuerpos flotantes que con el tiempo ha resultado fundamental para el desarrollo de sistemas de navegación y tecnologías hidráulicas.
Sin embargo, como siempre ocurre con este tipo de historias legendarias, muchos han puesto en duda que la anécdota sea realmente cierta. De hecho, aunque el episodio lo contó en detalle el arquitecto y escritor romano Vitrubio, el propio Arquímedes no hizo ninguna mención en sus trabajos conocidos ni a la corona de oro, ni a la bañera, ni al mítico grito de «¡Eureka!».
Además, son muchos los que cuestionan que el método descrito en la historia para demostrar el fraude de la corona realmente fuera factible, ya que hubiera requerido un nivel de exactitud extremo para medir el volumen de agua desplazada. Es más probable que, en realidad, Arquímedes no sumergiera directamente la corona y el oro puro en agua, sino que colocara las muestras en una balanza que se hubiera inclinado en una dirección u otra dependiendo del volumen de agua desplazada por cada una de ellas.
Pero quizás todo esto sea, como dirían los ingleses, to spoil a good story with facts (es decir, estropear una buena historia con datos). Al final, independientemente de cuál fuera exactamente la realidad detrás del mito, el legendario «¡Eureka!» de Arquímedes en la bañera ha perdurado en la memoria colectiva de la Humanidad como un símbolo de astucia y sagacidad científica frente a los problemas aparentemente más irresolubles.
No hay que olvidar, además, que entre sus conciudadanos de Siracusa, Arquímedes ya fue una auténtica leyenda viva, no tanto por sus trabajos teóricos de matemática pura, sino sobre todo por las espectaculares máquinas bélicas que desarrolló a partir de sus ideas para defender a su pueblo del asedio al que le sometieron los romanos.
El ingenio del sabio matemático no sólo permitió la construcción de impresionantes catapultas de una eficacia mortal apabullante, sino de inventos como la llamada «garra de Arquímedes». Este aparato, conocido también como el «agitador de barcos», consistía en una especie de grúa con un gancho de metal, que permitía levantar un barco enemigo fuera del agua, zarandearlo y hundirlo.
Pero sin duda el artefacto militar más famoso de Arquímedes fue el «rayo de calor», una serie de espejos utilizados para concentrar la luz solar sobre un barco para incendiarlo, aplicando a gran escala el mismo mecanismo que el niño que achicharra a una hormiga con una lupa. Según el historiador del siglo II, Luciano de Samosata, durante el sitio de Siracusa (213-211 a. C.), Arquímedes repelió un ataque llevado a cabo por los soldados romanos con fuego generado mediante esta técnica.
Sin embargo, al igual que en el caso de la mítica bañera, la credibilidad de esta historia ha sido puesta en duda desde el Renacimiento, y algunas figuras ilustres como René Descartes la rechazaron como falsa. Pero al menos en dos ocasiones, la viabilidad del «rayo de calor» ha quedado demostrada en experimentos realizados por científicos modernos.
En 1973, el científico griego Ioannis Sakkas instaló 70 espejos con una cubierta de cobre en la base naval de Skaramangas, en las afueras de Atenas, y los dirigió contra una maqueta de madera de un barco de guerra romano a una distancia de 50 metros. El buque ardió en llamas en cuestión de segundos.
Posteriormente, en 2005, un grupo de estudiantes del Instituto Tecnológico de Massachussetts volvió a reproducir el mismo experimento, en este caso con 127 espejos cuadrados enfocados sobre una maqueta de un barco de madera a una distancia de 30 metros. De nuevo, el sistema logró incendiar parte del barco, demostrando su eficacia.
Pero por si esto fuera poco, el ingenio de Arquímedes para diseñar máquinas no se limitó únicamente al ámbito militar. El sabio de Siracusa también se hizo célebre por otros inventos de gran impacto como su tornillo hidráulico, un mecanismo que sigue usándose hoy para bombear líquidos y sólidos semifluidos en minas y otras instalaciones, o un computador mecánico a base de engranajes que servía para localizar las posiciones de los astros.
Además, aunque no fue el propio Arquímedes el inventor de la palanca, sí fue suya la primera explicación rigurosa del principio que entra en juego al accionarla, y según Plutarco, su dominio de este mecanismo le permitió desarrollar un sistema que permitía arrastrar enormes embarcaciones por la playa, sin apenas esfuerzo, mediante una combinación de poleas. Éste es el origen de otra de las frases míticas que se le atribuyen: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».
Pero quizás sea el episodio de su dramática muerte lo que mejor retrata la figura de este sabio, que hasta el último aliento se mantuvo fiel a los principios de una vida consagrada a la búsqueda del conocimiento. Arquímedes se encontraba estudiando un diagrama matemático cuando Siracusa fue tomada por las tropas romanas bajo el mando de Marco Claudio Marcelo tras dos años de asedio (al final, ni las catapultas ni las garras del matemático pudieron con la apisonadora de Roma). En ese momento, un legionario le ordenó que fuera a presentarse ante el general romano, pero Arquímedes, en vez de obedecer, adoptó una postura de insumisión intelectual, decidió continuar con la resolución de sus ecuaciones, y ya sólo tuvo tiempo de pronunciar sus últimas palabras: Noli turbare circulos meos («No molestes mis círculos»), justo antes de que la espada del soldado acabara con su vida.
Hoy, el legado intelectual del sabio de Siracusa se refleja en la inscripción de la prestigiosa medalla Fields, considerada el Nobel de las Matemáticas, que muestra la cabeza de Arquímedes junto a su lema: Transire suum pectus mundoque potiri (Supérate a ti mismo y domina el mundo).
Por todo ello, el «¡Eureka!» de Arquímedes, y su vida de sabio volcado en comprender la realidad a través de la investigación, ha abierto el camino y ha servido de ejemplo para muchos otros «¡eurekas!» posteriores -desde Galileo y Darwin, hasta Edison y Einstein-, y seguirá haciéndolo para los muchos hallazgos revolucionarios que sin duda todavía están por llegar.
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