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lunes, octubre 11

Un hijo, un padre, unos estudios, una historia

(De la columna de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo el pasado 5 de septiembre)

[...] Un amigo me citó el siguiente caso. Se trataba de un chico de pueblo, hijo de un médico. Desde muy niño, el chaval era una bestia: le encantaba lanzar piedras a sus amigos, asaltar viñas, robar melocotones y, por supuesto, romper cristales y faroles. El padre le daba soberbias palizas, pero el chico no se enderezaba. El chico era un grafitero. Embadurnaba tapias con la misma facilidad que pintaba cualquier pared, fachada o puerta. El padre repudiaba esta manía. Y en casa, en lugar de estudiar, el chico pasaba el tiempo haciendo garabatos y pintando tonterías, un friki de los comics, pues creaba batallas fantásticas con corazas, caballos y guerreros como las del Señor de los Anillos.

Para no pecar de injustos, los padres mostraron los dibujos del chico a un experto que respondió: "¡Vaya mamarracho!". Entonces, los padres preguntaron: "¿De veras no tiene aptitudes para el arte?". "Ninguna", respondió el otro. "Es un pintamonas". El chico volvió a su casa aplanado.

Fue entonces cuando el padre tomó la decisión de que estudiaría medicina cuando fuera mayor. Pero en la escuela, el chico resultó ser muy mediocre. Se escapaba, hacía novillos y a veces pasaba varios días en el monte sin aparecer ni por la escuela ni por su casa. El padre, que era un hombre antiguo, le daba más palizas con todo lo que tenía a mano: con vergajos, con alicates, con palos.

En la escuela, el chaval hacía caricaturas y las pasaba a los compañeros, que se reían a gusto. Pero los maestros lo repudiaban, y como era una escuela muy atrasada, encerraban al niño en el cuarto oscuro para intimidarle. ¿Y saben lo que hacía? Se ponía a pintar, usando la habitación como una cámara oscura pues entraban hilos de luz que formaban figuras al revés en el techo.

El padre seguía con la convicción de que su hijo estudiase medicina, pero éste discutía diciendo que eso sería perder tiempo y dinero, porque sólo le gustaba pintar, fuera en cuadernos o grafitis, pero sólo pintar. El padre intentó disuadirle refiriéndole la cantidad de artistas que habían fracasado: Beethoven y Mozart acabaron siendo "derrotados y mugrientos organistas de villorrio". Era más práctico estudiar idiomas y aprender medicina que ser artista, dijo.

Lo llevó a un colegio religioso para que hiciera el bachillerato pero advirtió a los curas que su hijo era "corto". Así lo dijo. "No le exijan lecciones al pie de la letra porque es corto", me contó mi amigo. El padre añadió que el chico tenía problemas de expresión y no sabía explicarse muy bien.

Sobra decir que no hubo piedad cuando el padre se dio la vuelta. El chico fue abochornado en público delante de sus compañeros, castigado y humillado. La única forma que tenía de evadirse era pintar y dibujar. Se convirtió en un chaval huraño, pues su otra afición era dar paseos y excursiones en solitario.

Por más que lo intentaban, los curas no eran capaces de meter la gramática en la cabeza del chico. Como era un internado y el chico era un mendrugo, los profesores decidieron castigarle con la pena del ayuno. Los correazos no servían. Pero el chico reaccionó con violencia: se dió con furia a enredar, a hablar en clase, a tramar burlas, a desafiar a los profesores. "Como ya se sentía un apestado", me contó mi amigo, "le daba lo mismo que le castigasen un poco más. Ya tenía la piel muy dura".

Lo encerraban en una especie de celda, pero el chico aprendía la forma de violar la cerradura. Lo llevaban a otra celda, y se escaba por la ventana, trepando por la pared.

En vacaciones, cuando regresó a su pueblo, el chaval no mejoró. Se dedicó al boxeo con los amigos, y, un día, en su tiempo libre fabricó un cañón de madera, lo reforzó con alambre y hojalata, y lo ensayó contra la puerta de un cercado. El estampido dejó un enorme boquete. El labriego lo denunció a la policía y el chico acabó en la cárcel. Pasó tres noches acompañado de pulgas, chinches y piojos. El padre no movió un dedo. "Pero el chico no mejoró", me dijo mi amigo, "porque al salir, se dedicó a las armas de fuego: le encantaban la pólvora, las escopetas y los fusiles". Un delincuente.

Los padres le cambiaron de colegio pero al ver que no tenía aptitudes, le metieron en una peluquería, y luego en una zapatería. Pero en sus tiempos libres, se emborrachaba e iba de juerga, y se enfrentaba a la policía. Le tenían fichado.

"Por fin, el chico logró matricularse en una academia de esas de dibujo y pintura que anuncian por ahí", dijo mi amigo. Fue muy avispado pues acababa antes que nadie los esbozos. El profesor tuvo que prestarle más modelos, y reconoció que era el discípulo más brillante que había pasado por la academia.

"Pero los designios de su padre eran inviolables". Dijo mi amigo. "Al terminar el bachillerato, el chico se dedicó a la medicina y se sumió en una profunda decepción. Presionado por el padre, hizo oposiciones para ganar cátedras en la universidad, pero fracasaba una y otra vez".

Me imaginé el final. Un médico mediocre que acabaría su vida malhumorado y despreciado. Por culpa del padre. Sentí curiosidad por saber cómo se llamaba aquel personaje que pudo ser un gran pintor:
"Ramón", respondió mi amigo.
"¿Y de apellido?".
"Ese es el apellido. Su nombre de pila era Santiago. Quizá lo conozcas: Santiago Ramón y Cajal. Le dieron un premio nobel en medicina. Ha sido el mayor científico español".