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lunes, octubre 15

Pamplinas deportivas

(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 9 de octubre de 2011)

Sobre el deporte, convertido en nuestra época en sucedáneo religioso, circulan muchas pamplinas. Una de las más extendidas y notoriamente falsas es la que presupone que el ejercicio deportivo potencia las facultades intelectivas e incluso la salud moral de quien lo practica, resumida en la sentencia latina que ha pasado al habla coloquial: Mens sana in corpore sano. Sentencia que es, en realidad, una amputación de una frase de Juvenal (Sat. X, 356) cuyo sentido último es casi una refutación del sentido banal que se le atribuye: Orandum est ut sit mens sana in corpore sano; lo que traducido al román paladino no significa que un cuerpo sano implique una mente sana, sino que debemos rezar para que nos sean concedidos uno y otra. La mutilación, como puede comprobarse, escamotea la afirmación principal de la sentencia (orandum est) para quedarse con la frase subordinada; de este modo, el poder que Juvenal atribuye a la oración ha quedado referido en el habla coloquial al deporte, lo que nos confirma su conversión en un sucedáneo religioso.

Pero, sin duda, la pamplina más descabellada que circula en torno al deporte es la que afirma que su práctica es fermento de amistad y fraternidad entre los pueblos. Tal pamplina se ha convertido en muletilla frecuente en los discursos de los politicastros, en lema recurrente del olimpismo y en una suerte de mantra incorporado al imaginario colectivo; y hasta la Iglesia católica la proclama sin rubor: «Las manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio espiritual incluso en el público, y a establecer relaciones fraternas entre hombres de todas las clases, naciones y razas…» (Gaudium et Spes, 61).

Pero basta contemplar los efectos que los espectáculos deportivos provocan entre el público para que tales pamplinas queden refutadas. Yo fui en mi infancia y primera juventud gran aficionado al fútbol, y seguidor acérrimo del Athletic de Bilbao. Cuando cumplí los dieciocho años, logré hacer realidad un sueño acariciado durante largos años: asistir a un partido entre el equipo de mis amores y el Real Madrid en San Mamés, la ‘catedral’ del fútbol. En mi ingenuidad, yo también pensaba –como los ilusos padres conciliares– que San Mamés se convertiría, mientras durase aquel partido, en capital del «equilibrio espiritual» y las «relaciones fraternas».

Pero bastó que los jugadores del Real Madrid saltaran al césped para que todas mis ilusiones se desvanecieran: una pitada atronadora, mezclada con las increpaciones más gruesas y energúmenas, fue la expresión de «equilibrio espiritual» que los recibió, recrudecida después durante el curso del partido cada vez que las figuras del equipo visitante tocaban el balón; y también las «relaciones fraternas» tuvieron ocasión de expresarse, mediante quema de banderas, exhibición de pancartas atroces y cánticos injuriosos y desgañitados. Aquel día descubrí que el deporte enardece las más bajas pasiones y estimula la discordia entre los pueblos; y nada desde entonces me ha hecho variar esta opinión, fundada en datos puramente empíricos.

Seguramente la más cruda refutación de la pamplina que exalta el deporte como levadura de la fraternidad internacional nos la brinden las Olimpiadas de Múnich, donde la pasión del odio alcanzó su expresión más criminal y desaforada. No hace falta recordar las innumerables ocasiones en que los estadios deportivos se han convertido en escenario de la agresividad y la violencia entre facciones, a veces incluso del furor homicida; tampoco los mil y un encuentros ‘deportivos’ que han atizado los resentimientos sociales; ni siquiera los constantes casos de dopaje, soborno y manipulación fraudulenta de resultados con que este sucedáneo religioso contribuye a la ‘salud moral’ de los pueblos. Basta con que reparemos en la exacerbación de las inquinas civiles que el deporte promueve, so capa de adhesión a tal o cual equipo: y así, descubriremos, por ejemplo, que si hay un signo ‘identitario’ que distingue al aficionado del Real Madrid es la aversión que profesa al Barcelona, y viceversa; aversión que, con frecuencia, enmascara y estimula resentimientos de índole cainita que son jaleados por la prensa y por los directivos de tales equipos, tras descubrir que el grado de adhesión de los aficionados al equipo que defienden o representan es directamente proporcional al grado de aversión que profesan al contrincante. Esta es la realidad empírica que rodea al deporte, y lo demás son pamplinas; muy eufónicas y emotivas, por supuesto, como conviene a las pamplinas.

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