El descubrimiento de Machu Pichu
(Un artículo publicado
en El País Semanal del 24 de julio de 2011)
Hiram Bingham descubrió Machu Picchu dos veces, con
37 años de diferencia. La primera ocasión fue en 1911, cuando era un joven
explorador con ansias de hacerse famoso. La segunda, en 1948, cuando, casi
anciano, desacreditado en su carrera política, dos veces divorciado, decidió
escribir el libro La ciudad perdida de los incas, el vívido recuento de
la aventura que lo convirtió en leyenda. Las dos historias no son la misma.
Como suele suceder, la historia contada supera a la real. Aunque en este caso,
ambas verdades son igualmente apasionantes.
Según las anotaciones de su diario, recogidas por su
hijo Alfred en el libro Retrato de un explorador: Hiram Bingham descubridor
de Machu Picchu, una lluvia fina destempló el frío amanecer del 24 de julio
de 1911. La noche anterior, el grupo de americanos acampado a orillas del
caudaloso río Urubamba había escuchado al dueño de la choza que se alzaba en el
camino, en el lugar llamado Mandorpampa, hablar de unas ruinas incas “muy
buenas” más arriba, al otro lado de la montaña que tenían enfrente, el Huayna
Picchu. Hizo falta que el jefe de la expedición, el joven Hiram Bingham, le
ofreciera pagarle el equivalente a 50 centavos de dólar para que Melchor Arteaga
accediera a acompañarlo. Los demás miembros de la expedición prefirieron
quedarse, unos para capturar mariposas y otros para hacer la colada. Acompañado
por Arteaga y el sargento Carrasco, que los escoltaba y hacía de intérprete,
Bingham tuvo que atravesar el peligroso río a gatas sobre un frágil puente
colgante e internarse en una zona de densa vegetación, calor y humedad, hasta
llegar a una pequeña explanada donde estaban asentadas dos familias de
indígenas, los Richarte y los Álvarez. En ese lugar inaccesible -lejos de las
levas del ejército- cultivaban sus productos sobre unas antiguas terrazas con
muy buena tierra que habían limpiado y acondicionado. Solo llevaban cuatro años
allí, pero conocían las ruinas que Bingham quería explorar. El paisaje era sobrecogedor,
con montañas cubiertas de exuberante vegetación, manantiales de agua fresca y
un cañón de precipicios profundos. No había ruinas a la vista, solo las
terrazas centenarias.
Ni Arteaga ni los adultos de las familias quisieron
acompañarlo más allá, pero dejaron que el pequeño Pablo Richarte los guiara.
Los niños solían ir a jugar a los viejos edificios. No tardaron demasiado en encontrar
los primeros muros construidos con fina cantería de granito. Construcciones
cubiertas parcialmente por la maleza y que dejaban entrever su calidad,
comparable a la del Cuzco imperial. Bingham recorrió con curiosidad, pero sin
mayor entusiasmo, los restos bien conservados de esta ciudadela. Ya había visto
ruinas incas antes en ese viaje, en Pisac y en Ollantaytambo. No se planteó el
hecho de estar descubriendo el lugar, entre otras cosas porque en uno de los
muros había una pintada hecha con un trozo de carbón que decía: Agustín Lizárraga.
14 de julio de 1902. Alguien había marcado su paso por ahí casi diez años antes.
Volvió al atardecer y bajó al campamento. En su diario no figura ninguna
anotación relevante. Así, sin mucho ruido y poco asombro, Hiram Bingham tuvo su
primer contacto con Machu Picchu.
Pero no es exactamente esa la historia que él contó
poco después, cuando se fue dando cuenta del interés que podía tener esa ciudad
situada en Machu Picchu (cerro viejo, en idioma quechua). Un lugar conocido por
los habitantes de las cercanías, pero totalmente ignorado por la historia, por
la arqueología académica de Cuzco y de Lima. Unas ruinas que no parecían haber
sido saqueadas por los buscadores de tesoros, ni tocadas por los conquistadores
españoles. Hiram Bingham no habría desdeñado las riquezas escondidas, pero lo
que él buscaba en realidad era el prestigio y la fama de un gran explorador. Un
año después regresó con una expedición perfectamente planificada. Había
conseguido a partes iguales subvenciones de la revista
National Geographic
y la Universidad de Yale. Lo que fue un encuentro casual se convirtió para la
opinión pública de todo el planeta y para los círculos académicos en el
descubrimiento arqueológico más importante de América del Sur. Declarada
patrimonio de la humanidad por la Unesco, desde 1983 está considerada una de
las siete maravillas del mundo y es visitada y admirada por miles de turistas
al año. Demasiados, según los expertos.
La figura de Bingham -apuesto, alto, audaz, de
personalidad seductora- es uno de los principales ingredientes que componen el
personaje de Indiana Jones. En el centenario de ese descubrimiento hay muchos
datos polémicos relacionados con la aventura de Bingham: su teoría de que Machu
Picchu era la capital de los incas en el exilio ha sido descartada; se han encontrado
mapas detallados de la zona anteriores al primer viaje de Bingham y se adjudica el descubrimiento a visitantes
previos. Después de un largo litigio internacional, las cerca de 5.000 piezas
incaicas excavadas en Picchu que él llevó a Yale para su estudio y que la
universidad se negó a devolver durante casi un siglo han empezado a ser
recuperadas y se encuentran […] de vuelta en Perú. ¿Cuáles son, entonces, los
méritos de este aventurero? Sigamos sus pasos para averiguarlo.
Hiram Bingham III nació en Honolulú (Hawai) en 1875,
en una familia de respetados predicadores protestantes venida a menos. Su
afición a escalar montañas le vino de pequeño y seguramente las verdes cumbres
del entorno de Machu Picchu le recordaron aquellos otros paisajes. Pudo pensar
que el mundo se ve mejor desde la cima más alta. Siempre quiso destacar y los
estudios fueron para él un trampolín social y económico.
Se graduó en la universidad de Yale (Connecticut) en
administración de empresas, donde, además de formar parte de una fraternidad
masónica, se casó en 1899 con Alfreda Mitchell, la adinerada nieta del fundador
de las prestigiosas joyerías Tiffany's & Co. Después obtuvo otro título en
la de Berkeley (California) y se doctoró en Harvard, donde enseñó historia y
política. En 1907 volvió a Yale como profesor, pero lo que apasionaba a Bingham
eran los viajes. América del Sur empezó a interesarle porque académicamente era
territorio virgen. También un terreno apto para los negocios estadounidenses,
como se encargó de propagar mediante algunas conferencias. Su primer viaje fue
en 1906, con el fin de estudiar sobre el terreno la gesta libertadora de Simón
Bolívar, del que quiso escribir una biografía. Un recorrido que le sirvió para
descubrir su auténtica vocación, la de explorador, y así lo hizo consignar como
su profesión desde entonces en el Who's Who in America.
A su vuelta se creó para él la cátedra de estudios
sudamericanos en Yale, y tuvo a su cargo una biblioteca especializada con
25.000 títulos. Posiblemente ahí se fraguaron sus sueños de aventura, de
grandeza, aunque el destino quizá fue más generoso de lo que él se pudo
imaginar. No obstante, tras su primer contacto con Machu Picchu tenía sus
esperanzas puestas en otros hallazgos: estaba convencido de que los huesos
encontrados en un glaciar andino eran de gran antigüedad (no lo eran) y que el
monte Coropuna era la cima más alta del continente sur. Tras la difícil
escalada y la medición quedó decepcionado. ¿Y las ruinas en ese lugar
inaccesible?
“La gente me pregunta con frecuencia: I ¿cómo
es que descubrió Machu Picchu?'. La respuesta es: ‘estaba buscando la última
capital de los incas", relata en su libro La ciudad perdida de los incas, escrito cuando tenía 73 años y la
fortuna parecía haberle dado la espalda. El libro no tardó en convertirse en un
éxito de ventas.
Con motivo de este centenario, el libro se ha
reeditado en inglés con un esclarecedor prólogo de Hugh Thomson, escritor de
viajes y explorador. La detallada y amena descripción de su famosa aventura es
recreada y adornada con elementos dramáticos que acrecientan el interés del
relato y dejan de lado los datos que no contribuyen al dinamismo de la
historia. "Hiram Bingham tenía todas las ventajas de su lado, con su
carisma, oportunismo, conocimiento de las fuentes bibliográficas y una
empecinada y casi inagotable energía. Le ayudaron dos factores: la suerte y la
habilidad de explotarla", escribe Thomson. Con todo, Bingham no es un
fabulador o un fanfarrón. Hasta el final procuró darle un aire entre científico
y literario a sus andanzas. Tampoco se otorga cualidades inmerecidas. Él no era
arqueólogo ni sabía nada de las culturas precolombinas en su primer viaje,
aunque tuvo la suficiente capacidad de observación y empeño como para ir
dándole a su descubrimiento el nivel que merecía. Porque la diferencia entre la
aproximación de Bingham y la de los que llegaron a estas ruinas antes que él es
que fue capaz de armar un aparato de investigación y excavación profesionales.
“La expedición de la universidad de Yale que él
encabezó permitió -por primera vez en la historia- analizar una cultura
prehispánica desde una perspectiva multidisciplinaria que incluyó la
arqueología, la geología, la meteorología, la osteología, la patología, la
topografía y la etnología, entre otras", apunta el director de la
Biblioteca Nacional de Perú (BNP), Ramón Mujica Pinilla, […]
“La existencia de mapas anteriores a Bingham -de
Herman Göring, 1874; Charles Wienner, 1880; Augusto Berns, 1881; Antonio Raimondi,
1890, entre otros- que mencionan explícitamente a Machu Picchu demuestra que
esta fortaleza inca era conocida", afirma Mujica. "En 1912, en la
Revista de la Sociedad Geográfica de Lima, José Gabriel Cosio publica los
nombres de los exploradores peruanos que el14 de julio de 1902 encontraron las
ruinas de Machu Picchu solo que no llegaron movidos por intereses científicos o
históricos, sino por el sueño de encontrar tesoros ocultos. Bingham, según Cosio,
siguió la ruta de sus antecesores y fue quien dio a conocer Machu Picchu ante
los ojos admirados del mundo". Bingham conoció algunos de estos datos
dispersos, pero, después de todo, ¿qué explorador no se deja guiar por pistas,
rumores, historias incompletas y hasta entonces consideradas poco fiables?
Lo que importa ahora son los avances en el campo
arqueológico que permiten saber con mayor certeza a qué se destinó esta
misteriosa ciudad escondida. Según el historiador Luis Guillermo Lumbreras, de
la Universidad de San Marcos de Lima, Machu Picchu fue un santuario de un rango
superior. Un mausoleo de la talla de las pirámides de los faraones egipcios o
del emperador chino Chin Shi Huan. Todo indica que la mandó construir el inca
Pachacútec a mediados del siglo XV, el gobernante guerrero que inició la gran
expansión del imperio incaico. Y allí reposó su cuerpo momificado, atendido y
adorado como una divinidad por una población de entre 300 y 400 personas de
alto rango, principalmente mujeres. En el antiguo Perú se rendía culto a los
reyes incas momificados, se les cambiaba las ricas vestiduras y asistían a las
ceremonias más importantes, donde se les servía comida y bebida como si
estuvieran vivos.
La suntuosa ciudadela cumplió un papel distinto a
cualquier otro santuario o mausoleo. Se construyeron templos y palacios de
exquisita factura. La usanza inca en edificios de semejante importancia era la
de recubrir el interior con placas labradas de oro. Probablemente con jardines
de fantasía del metal precioso, semejantes a los que tuvo el templo del Sol
(Qoricancha) en la capital del imperio. Hay varios altares al aire libre,
observatorios astronómicos y cuevas también dedicadas al culto a los muertos.
La ciudad estaba atravesada por una red de fuentes de agua de manantial
excavadas en la piedra.
Machu Picchu está situada sobre la cadena de
montañas de Vilcabamba, a unas ocho jornadas a pie de la ciudad de Cuzco y a
2.360 metros de altura en una zona de bosques tropicales y montañas de
pendientes casi verticales, flanqueada por un cañón que forma el río Urubamba. La temperatura
anual oscila entre los 10 y 21 grados. Hay más de 50 variedades de orquídeas en
los alrededores. Sin duda alguna, el lugar fue escogido también por sus
cualidades paisajísticas, a las que los incas eran muy sensibles. Un secreto
parque de ensueño, autosuficiente, apto para la meditación y el culto,
aparentemente lejano de cualquier perturbación.
La amenaza vino con el estruendo de los arcabuces.
Los conquistadores españoles buscaban por toda la región a los incas rebeldes
refugiados en Vilcabamba. Esa capital en el exilio hasta ahora no
suficientemente identificada, en la que vivieron los herederos del imperio
hasta 1572, cuando se apresó y decapitó al último de ellos, Túpac Amaru. Se
calcula que Machu Picchu, al igual que otros recintos de importancia en las
inmediaciones, fue totalmente evacuada entre 1530 y 1570, cuando patrullaban
peligrosamente cerca las tropas de Hernando Pizarro y después las de Arias
Maldonado. No hay evidencias de que la encontraran, aunque ese territorio tuvo
propietarios españoles y criollos.
Lo que Bingham encontró en las excavaciones de Machu
Picchu entre 1912 y 1915 no tenía mucho valor monetario, pero sí arqueológico.
El Gobierno autorizó a Bingham llevar 46.632 objetos excavados a la Universidad
de Yale para su estudio, con derecho a reclamarlos para su devolución. Ese
derecho no se ejerció en casi un siglo, hasta 2007, cuando, tras varias
negativas por parte de la universidad norteamericana y un agrio proceso
judicial, se firmó un acuerdo entre esta y el Gobierno peruano para la
devolución de las piezas. El […] 30 de marzo [de 2011] llegó la primera entrega
con 350 piezas -cerámicas, utensilios, restos óseos-, que fue recibida en el
palacio de Gobierno de Urna. Ahora están en Cuzco a la espera de formar parte
de un museo específico.
Hiram Bingham volvió por última vez a Machu Picchu
en 1948 para la inauguración de una carretera que lleva su nombre. En el largo
intermedio entre su primer y último viaje a este lugar se dejó llevar por su
inquietud. Se sumó a la persecución de Pancho Villa cuando el revolucionario
mexicano invadió Tejas en 1916. Se enroló en la Fuerza Aérea de su país
durante la Primera Guerra Mundial y llegó a dirigir una escuela aeronáutica en
Francia. Después ejerció como político. Entre 1922y 1933, Hiram Bingham fue
teniente gobernador de Connecticut y senador ante el Congreso de Estados
Unidos, cargo del que fue privado por un caso de corrupción. Escribió una
decena de libros ligados a sus experiencias vitales, pero fue The lost city
of the incas, escrito el mismo año de su última visita al santuario de
Pachacútec, el que le hizo revivir su gran aventura de juventud contada como si
se tratara de una película de acción y aventuras. Murió en 1956 después de
haber forzado su existencia al borde de lo increíble.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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