Borges, Calvino y una meretriz, vecinos en el cementerio
(Un texto de J.J. Armas
Marcelo en El Mundo del 12 de enero de 2014. )
El Cementerio de los
Reyes es un hermoso camposanto situado en el 10 Rue des Rois, barrio de Plainpalais,
en el centro de Ginebra, Suiza, donde descansan los ilustres ciudadanos que
dejaron en vida su huella en la ciudad. Es un jardín bellísimo lleno de tumbas fantásticas
cuyo orden, entre familiar y azaroso, ha provocado más de un debate en Ginebra y
donde finalmente se ha impuesto un aparente y curioso azar que parece hacer
justicia a más de uno de los allí enterrados.
La tarde era para mí fría,
soleada, apacible y coñac, camino del Cementerio de los Reyes, mientras los ginebrinos
celebraban la fiesta de La Escalada, el día que los aguerridos soldados de su
ejército defendieron la ciudad del asalto de los franceses. El peregrinaje al
Cementerio de los Reyes es de obligado cumplimiento para un escritor en lengua
española que pase por Ginebra: Jorge Luis Borges, argentino hasta la muerte, gran
escritor a quien le cabe el honor de que un sectario de la izquierda caviar
sueca, Artur Lundkvist, le negara el Nobel de Literatura para toda la
eternidad, está enterrado en ese jardín, exactamente en la tumba número 435.
Delante de su tumba,
estética, austera, llena de palabras en lenguas nórdicas, estuve meditando más
de una hora y terminé por recitarme con placer su Fundación de Buenos Aires. Para Borges, Ginebra es la ciudad del
mundo que reúne más condiciones para «ser feliz», y así lo dejó expresamente
escrito en una lapida en la que puede leerse su amor por la ciudad que lo llevó,
una vez fallecido, a ser enterrado junto a los hombres y mujeres ilustres de
Ginebra.
Unos metros más allá,
muy próxima a la de Borges, esta la tumba de Juan Calvino, el gran reformador de
la ciudad y de sus costumbres, el hombre austero en la historia de Ginebra: Calvino
esta en las fachadas de las mansiones de las grandes familias y en las de las más
humildes; desde las calles más transitadas a las plazas e iglesias más
visitadas por los ciudadanos. Toda Ginebra respira el aire austero (al menos en
apariencia), rígido y educado que eran las normas irreductibles de Calvino.
Esa misma tenacidad por
lo simplemente elemental la llevó también a su tumba. Al principio, lo único
que indicaba que allí descansaba un héroe eran dos iniciales: J.C. Todo el mundo
en Ginebra y en el mundo sabían que esas J.C. correspondían a Juan Calvino. Más
tarde, la Municipalidad buscó adecentar aquella pobreza de la tumba y le puso
una preciosa lapida de mármol negro. Pero siguen las iniciales y sólo las iniciales:
J.C.
Lo que sucede es siempre
matemático, también en los cementerios y sus tumbas: el orden de las tumbas, aunque
parezca azaroso, es el resultado de una serie de operaciones matemáticas y
secretas, intrincadamente sofisticada, sumas de tiempos, vidas, accidentes y
casualidades que dan la ubicación exacta de los muertos en la eternidad de los
camposantos. Así es también en el Cementerio de los Reyes: entre la tumba de
Borges -a dos pasos de la del escritor- y la de Calvino esta la tumba numero
445, que corresponde a una mujer excepcional: Griselidis Real, «escritora,
pintora y prostituta», nacida en Lausana el 11 de agosto de 1929 y muerta en
Ginebra el 31 de mayo de 2005. Su infancia la pasó con su padre en Egipto (Alejandría)
y Grecia (Atenas), pero volvió pronto a sus estudios de arte en Zúrich, hasta
que, en 1961, decide pasar a la más grande de sus ofensivas vitales: se convierte
en la prostituta más valorada de Ginebra y de toda Europa.
Quiere, entonces, que en
su documento de identidad figure su profesión: «peripatética» (para ella, meretriz)
y funda Aspasia, organización todavía existente que defiende la profesión de la
prostituci6n y sus benéficos resultados para la sociedad. Escribió mucho y
bien: Escrituras (novela autobiográfica,
hiperrealista, descarnada y escatológica), El
negro es un color y El turno
imaginario; paseó su fama cuanto quiso por los grandes salones de Paris; y regresó
a Ginebra, donde murió en primavera de 2005. Primero la enterraron en un
cementerio municipal, pero más tarde sacaron su cuerpo de la nada y lo elevaron
a la eternidad de los ilustres en el Cementerio de los Reyes: su tumba es, en realidad,
un altar con dos caracolas eróticas, en medio de las cuales alguien depositó un
bolígrafo hace poco tiempo, junto a unas flores que jamás se marchitan. Digo lo
que digo y no me retracto: la eternidad tiene lecciones que el tiempo no
comprende y ni siquiera entiende.
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