Eduardo II, la peor muerte para el rey
(Un artículo de Luis
Reyes en la revista Tiempo del 25 de septiembre de 2012)
Castillo de Killingworth, 21 de septiembre de 1327 · Eduardo
II, rey de Inglaterra, es asesinado de la forma más cruel pensable por su
esposa y el favorito de ella.
Nunca Júpiter enloqueció por Ganímedes como el rey por el
maldito Gaveston”, se queja la esposa abandonada. Así de claro aborda Marlowe
la homosexualidad de Eduardo II, rey de Inglaterra, en su drama del mismo
nombre. Para los especialistas en estudios de género, es la primera vez que se
presenta directamente un protagonista gay en la literatura occidental, y además
se defiende su opción citando ejemplos de grandes personajes: Sócrates y
Alcibíades, Alejandro Magno y Hefestión o los héroes míticos Aquiles y
Patroclo. Para los críticos literarios, la obra de Marlowe es el precedente y
modelo para los dramas históricos de Shakespeare. Pero por muchos méritos que
tenga la creación dramática de Marlowe, no es más que un veraz reflejo de
algunas de las más tremebundas convulsiones de la historia de Europa.
Nefastos sucesos presidieron el reinado de Eduardo II
Plantagenet. Inglaterra perdió Escocia, el equilibrio entre poderes se rompió,
unas veces estando el rey en manos de los barones, otras imponiéndose el
absolutismo real sobre nobleza y Parlamento, en una sucesión de guerras civiles
que acabaron con el derrocamiento de Eduardo. Y en todo caso el monarca fue
motivo de escándalo, no ya porque tuviese amores homosexuales, sino por
consentírselo todo a sus amantes, corrupción económica y despotismo político.
No es el capricho de Eduardo hacia el bello Gaveston lo que irrita a un noble
en el drama de Marlowe, sino que “hombre tan bajamente nacido medre tanto
gracias al favor de su soberano y se haga con los tesoros del reino”.
El final del periodo fue un estrambote acorde con su
truculencia. Eduardo II no solo perdió la corona y la vida, cosa no rara en la
Edad Media, sino que fue víctima del regicidio más espantoso que se ha conocido
en Occidente. Su amante padeció un suplicio igualmente horroroso. Y, por
último, pagarían su horrendo crimen los responsables, la reina Isabel, llamada
la Loba de Francia (ver recuadro) y su favorito, sir Roger Mortimer.
El reinado de Despencer.
Ya se sabe que los matrimonios regios siempre han sido
asunto de Estado y que raramente preside el amor la vida conyugal de la
realeza. Sin embargo, cualquier monarca al que le hubiera tocado casarse con
Isabel de Francia se habría sentido atraído por su esposa, pues era una
auténtica belleza. Atraído si le gustaban las mujeres, que no era el caso de
Eduardo II.
Ya desde la juventud, siendo príncipe de Gales, el hijo de
Eduardo I y Leonor de Castilla demostró su debilidad por el propio sexo. Su
padre, considerado un buen rey por la historia de Inglaterra, intentó
enmendarlo desterrando al mejor amigo del príncipe, un joven gascón llamado
Piers Gaveston. Para hacer de su hijo un hombre, Eduardo I se lo llevó consigo
a la guerra contra los escoceses, pero el rey, que era ya anciano, enfermó durante
la campaña y murió. Antes de expirar le dio una lección de virilidad a su
heredero: le dijo que no enterrase su cadáver, sino que lo hirviese hasta que
quedasen los huesos pelados, y que llevara estos despojos como estandarte
contra los escoceses, no enterrándolos hasta que venciera al enemigo.
En vez de cumplir el testamento paterno, Eduardo II lo
enterró normalmente, abandonó la campaña y corrió a refugiarse en los brazos de
su amado Gaveston, un hombre guapo y atlético, según las crónicas. Así se perdió
Escocia y comenzó el escándalo real.
Gaveston subió como la espuma, acumuló riquezas y títulos y
llegó a ser nombrado regente cuando Eduardo se fue a Francia para casarse. La
nobleza no podía soportar el ascenso del advenedizo, la reina francesa lo odiaba
porque por su culpa Eduardo no le hacía caso –aunque Isabel tuvo cuatro hijos,
desde el primer momento de su matrimonio se quejó a su padre por el abandono en
que la tenía su marido- y tras varios pulsos políticos para neutralizarlo,
Gaveston fue asesinado.
Los nobles justificaron su crimen diciendo que Gaveston
llevaba al rey a la locura, y efectivamente, su reacción ante la muerte del
amado fue la misma que tuvo Juana la Loca cuando murió su marido. Eduardo
retuvo junto a sí el cadáver de Gaveston, negándose a darle sepultura durante
varias semanas. Luego procedió a la venganza contra los nobles que habían
conspirado para matarlo, y contra la Iglesia, que lo había excomulgado. “Con
sacerdotes muertos haré henchir el cauce del Tíber”, amenaza Eduardo en el
drama de Marlowe.
El sucesor de Gaveston como objeto del deseo real fue sir
Hugh Despencer, de una noble familia inglesa de la que descendía la princesa
Diana de Gales, Lady Di. Si Gaveston provocó la inquina de los barones,
Despencer le superó, porque su dominio del favor real fue aún mayor, hasta el
punto de que los historiadores se refieren a esta etapa como “el reinado de
Despencer”. Volvieron a abatirse sobre Inglaterra las querellas internas, la
guerra civil, pero esta vez intervino un enemigo más letal para Eduardo: la
Loba de Francia, su propia esposa.
Aprovechando que Eduardo la había enviado a París para una
misión diplomática cerca de su hermano, el rey francés, Isabel se declaró en
rebeldía. Tenía con ella una buena baza, su hijo el príncipe de Gales, el
futuro Eduardo III, que permitiría legitimar la rebelión, y pronto se le unió
uno de los barones más destacados, sir Roger Mortimer, que había logrado
escapar de la Torre de Londres. Mortimer y la Loba de Francia eran abiertamente
amantes.
La intrigante pareja, el hijo revirado contra el padre y un
ejército mercenario reclutado en Francia invadieron Inglaterra, mientras que el
pueblo de Londres se sublevó contra el odioso “reinado de Despencer” y empezó a
linchar a nobles y obispos leales a Eduardo. A este no le quedó más remedio que
huir con su amante a los confines de la isla, al País de Gales, pero allí
fueron capturados por los nobles que les perseguían.
Ajustes de cuentas.
Llegó el momento del ajuste de cuentas, que fue despiadado.
Los amotinados quisieron darle un castigo ejemplar a Despencer, que había osado
ser rey sin corona de Inglaterra. Después de diversas humillaciones y sevicias,
se le aplicó una múltiple ejecución que se utilizaba en delitos de alta
traición: fue ahorcado, aunque no hasta morir, para poder aplicarle luego las
penas de castración, destripamiento y descuartizamiento. En 1970 se encontraron
sus restos en la Abadía de Hulton.
Más peliagudo era deshacerse de Eduardo, pues la persona del
rey era sagrada en la antigua monarquía. Lo encarcelaron en Westminster hasta
que entregó las insignias reales, corona y cetro, a los representantes del
Parlamento, para que pudiesen proclamar con legitimidad nuevo rey a su hijo,
Eduardo III. Luego su esposa demostró ser una auténtica loba, pues ideó una
forma de matarlo que a la vez sería la más cruel pensable y no dejaría huellas.
En la tragedia de Marlowe, el asesino Lightborne (portador
de la luz en inglés, que es el mismo nombre que Lucifer), ordena a sus
guardianes que calienten una barra de hierro al rojo vivo, y que extiendan a
Eduardo sobre una mesa, pero que no lo sujeten demasiado fuerte, para no
dejarle marcas. Aunque no se dan más detalles, parece que le pusieron un tubo
de cobre en el ano, para que el hierro no dejara quemaduras externas, y lo
empalaron. Así pudieron decir que había fallecido de muerte natural.
Sin embargo, no les valió el subterfugio. Cuando Eduardo III
llegó a la mayoría de edad castigó a los culpables. A su madre la encerró de
por vida y el amante de la reina, sir Roger Mortimer, fue colgado en la horca
de Tyburn pese a ser noble, y dejado allí en exposición para el morbo popular.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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