La hoguera de las vanidades
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 17 de abril
de 2015)
Berlín, 20 de abril de 1945. Adolf Hitler cumple 53 años y
la artillería rusa comienza a bombardear la capital.
Millones de alemanes se habían convertido en fugitivos
ante el avance ruso y todas las ciudades de Alemania estaban semidestruidas a
principios de 1945, pero en Berlín pretendían ignorar la realidad y hacer como
si un final de tragedia wagneriana, sangre y estruendo, no se cerniese sobre el
III Reich. En esos primeros meses del año Hitler dedicaba largos ratos a la
ensoñación de un esplendoroso futuro, absorto en la contemplación de la
fantástica maqueta que su arquitecto Speer había realizado de la nueva Linz, su
ciudad.
No era Hitler el único que se evadía de la realidad
por la fantasía, de vez en cuando alguno de sus seguidores más fanáticos llegaba
con noticias estupendas, como cuando a primeros de abril Robert Ley, el líder
de los sindicatos, le comunicó al Führer que habían inventado un rayo
de la muerte con el que derrotarían a los rusos como en las novelas de
ciencia-ficción.
El gran espejismo se produjo el 12 de abril. Ese día
tuvo lugar el último concierto de la Filarmónica de Berlín, aunque su director,
Wilhelm Furtwängler, ya había huido a Suiza. La sala se llenó de un público
melómano que intuía que aquel sería el último rato agradable antes del
Armagedón. Hacía un frío glacial porque la calefacción era un lejano recuerdo,
y la gente, que había tenido que traerse una silla de su casa, conservaba
puestos los abrigos, pero el programa fue delicioso. Primero, el fragmento
final del Crepúsculo de los Dioses de Wagner, muy adecuado a la
situación, luego el Concierto para violín de Beethoven, y para cerrar,
la Sinfonía Romántica de Bruckner. Esta pieza se incluyó a petición de
Albert Speer, el único alto cargo nazi que creía en un futuro después del
nazismo (de hecho sería ministro del Gobierno reconocido por los aliados tras
la rendición). Speer había convenido con sus amigos que la Sinfonía
Romántica sería la señal del sálvese quien pueda, de que ya todo estaba
perdido para el Reich.
Sin embargo, mientras esos pocos privilegiados
cerraban maletas y emprendían la huida de Berlín, en la Cancillería reinaba la
euforia, porque Goebbels había traído la noticia de la muerte de Roosevelt. “Es
el gran milagro que yo siempre vaticiné”, decía exultante el Führer
evocando el Milagro de la Casa de Brandemburgo, cuando en el siglo XVIII
Federico el Grande, a punto de perder la Guerra de los Siete Años, se había
salvado por la muerte de la zarina Isabel. Su sucesor, el zar Pedro III, que
era admirador de Federico, mandó parar a sus soldados e hizo las paces con
Prusia, pero pensar que ahora Truman iba a hacer lo mismo era una solemne
estupidez. Así se mantenía la moral en la Cancillería.
La ilusión duró poco, tres días después los rusos
comenzaron el asalto final a Berlín rompiendo la línea defensiva del río Oder,
a tan solo 60 kilómetros de la capital. Nunca en la Historia hubo un ataque
semejante, dos millones y medio de soldados, más de 6.000 tanques y 40.000
cañones, un Ejército capaz de encajar 300.000 bajas en 17 días de ofensiva sin
que ello le restase empuje. Un millón y medio de esos soldados formaban el I
Frente Bielorruso, cuyo objetivo frontal era Berlín. Los mandaba el general
Zukov, su mejor caudillo, el vencedor de Stalingrado.
Cumpleaños. El 20 de abril era el 53 cumpleaños de
Adolf Hitler, pero no hubo la recepción de otros años, aunque todos los
notables vinieron a felicitar al Führer. Justo dos meses antes, en una
reunión con los Gauleiter (gobernadores de provincias del Reich), todos
quedaron impresionados por el mal aspecto del Führer, pero según cuenta
en sus Memorias el Gauleiter Rudolf Jordan, Hitler se les acercó uno por
uno, les miró a los ojos y despertó en ellos el entusiasmo. El día del
cumpleaños, sin embargo, los ojos del Führer ya no transmitían ánimos,
sino pena, y los temblores que sacudían su cuerpo, su figura encorvada, su
aspecto envejecido espantaron a todo el mundo. Hitler había decidido
precisamente ese mismo día quedarse en Berlín hasta el final, que no podía ser
otro que la muerte.
La única fiesta que se permitió Adolf Hitler esa
jornada fue salir al aire libre por primera vez en muchos días, para condecorar
en el jardín de la Cancillería a críos de las Juventudes Hitlerianas, que eran
los últimos combatientes dispuestos a luchar por él. Hitler acarició a los
niños-soldado cariñosamente, como un abuelo. Según los testigos supervivientes,
en sus últimos tiempos se había convertido en un anciano amable y discreto, él,
el hombre que había aterrorizado al mundo entero y que en realidad solo cumplía
53 años. Recibía por rutina a los generales y los altos cargos, de vez en
cuando montaba en cólera como antaño, pero lo cierto es que no estaba a gusto
más que con sus secretarias y su cocinera vienesa, una reunión del servicio
doméstico, un casto gineceo con el que tomaba té y pastelitos.
Un asistente no invitado se sumaría al cumpleaños, el
Ejército Rojo, que en día tan señalado comenzó a cañonear la capital. Y
solamente 48 horas después las defensas exteriores de Berlín, guarnecidas por
tropas ya muy castigadas, fueron penetradas por los soviéticos. En esa fecha
aciaga, 22 de abril, Adolf Hitler quiso suicidarse cuando descubrió que el jefe
de la defensa de Berlín, el general Heinrici, no tenía espíritu de resistencia.
Solo tres días antes había condenado la cobardía del alcalde de Leipzig por
suicidarse, así de cambiante era su humor, y al final en vez de quitarse la
vida simplemente sustituyó a Heinrici por el general Student, jefe de los
paracaidistas, lo que le animó mucho porque Student era de fiar.
Pero el frasquito del veneno se había destapado y
beberlo era solo cuestión de días.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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