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sábado, enero 9

Andanzas póstumas de Teresa de Ávila



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 8 de octubre de 2013)

Alba de Tormes, 4-15 de octubre de 1582 · Muere Santa Teresa de Jesús, que iba a convertirse en la rival de Santiago por el patronato de España.

Que la noche más larga de la Historia, la del 4 al 15 de octubre de 1582, diez fechas consumidas entre ocaso y amanecer para poner de acuerdo el tiempo de los hombres con el de los astros. Se iniciaba una revolución cósmica, el calendario gregoriano que por decisión del Papa Gregorio XV sustituyó al de Julio César, la entrada en el tiempo moderno aún vigente en todo el mundo.

Esa noche irrepetible fue la elegida por la sierva de Dios Teresa de Cepeda y Ahumada para expirar, no podía ser de otra forma en personaje tan extraordinario. La primera mujer doctora de la Iglesia, reformadora del monacato, rival de Santiago por el patronato de España, gloria de las letras castellanas proclamada autoridad por la Real Academia... No vamos a abordar aquí su pletórica biografía, más bien hablaremos de su necrología, de sus andanzas póstumas.

Para empezar, la de la noche más larga no fue la primera muerte de Teresa de Ávila. Allá en su juventud, por la Virgen de Agosto de 1537, le dio lo que ella llama “un parajismo” (paroxismo) y estuvo cataléptica cuatro días; la dieron por muerta y le hicieron los ritos funerarios. “La sepultura estaba abierta en la Encarnación y estaban esperando el cuerpo para enterrarle –cuenta su contemporáneo el padre Ribera– y hubiéranla enterrado si su padre no lo estorbara muchas veces contra el parecer de todos”. Fue en efecto el desvarío de su padre, que abrazándose al cuerpo de Teresa clamaba: “¡Esta hija no es para enterrar!”, lo que impidió el enterramiento en vida, pues al cuarto día volvió en sí pidiendo confesión y comunión.

La disputa.

Tras su segunda y auténtica muerte, Teresa de Ávila emprendió el camino de los altares, desde el Concilio de Trento, largo y puntilloso. Su canonización fue sonada, la diplomacia española infligió una derrota política a Francia: cuatro santos españoles y ninguno francés fueron proclamados a la vez en Roma en 1622, y menudos santos: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y el patrón de Madrid, Isidro el Labrador. Pero, adelantándose a Roma, las Cortes de Castilla proclamaron a Teresa patrona de España en 1617, lo que abrió una encarnizada polémica entre teresianos y jacobeos, que defendían la posición de Santiago Apóstol como único patrón.

El enfrentamiento era de naturaleza ideológica-doctrinal. Teresa representaba una religiosidad más moderna, intimista y mística, nada que ver con la belicosidad del que Cristo llamó Hijo del Trueno y España rebautizó Santiago Matamoros. El bando jacobeo era el tradicionalista, que veía al patrón de España como un señor de las batallas que los soldados pudiesen invocar en el combate. Precisamente la condición femenina de Teresa, que la hacía inapropiada como referente guerrero, era uno de los argumentos en contra de su patronato.

Resulta imposible desde nuestra actual cultura hacerse idea de hasta qué punto las polémicas religiosas encendían las pasiones en la España –y la Europa– de aquellos tiempos. Para el cabildo de Santiago de Compostela la decisión de las Cortes era poco menos que herética, y con él se alineaban otras diócesis vinculadas por tradición a la jacobea, como Sevilla, Granada, Jaén y Astorga, además de la poderosa Orden Militar de Santiago, cuyos caballeros constituían la crema de la nobleza española. El bando teresiano era más laico, pues aparte de las órdenes carmelitas tenía sus valedores en las Cortes castellanas, en el conde-duque de Olivares, omnipotente valido de Felipe IV, y en un principio en los propios Felipe III y Felipe IV, aunque los monarcas se mostraron a veces ambiguos y de parecer mudable, hasta pasarse finalmente al bando jacobeo.

Aunque hubiera intereses económicos detrás de los distintos santos, lo cierto es que la gente abrazaba estas causas con fervor y las defendía a muerte, literalmente. No era solo el pueblo sencillo quien se apasionaba como hoy pueda hacerlo con el fútbol, sino letrados y personas de alta cuna, que sinceramente se enzarzaban en duelos de devoción, como sucedió con Quevedo, el ingenio más agudo de su tiempo, que al ser caballero de Santiago consideró cuestión de honor salir en su defensa, y escribió un apasionado Memorial por el Patronato de Santiago que le costó el destierro. Todavía coleaba la polémica en 1812, cuando las Cortes de Cádiz proclamaron a Santa Teresa copatrona de España.
El afán que había por nombrar santa a Teresa de Ávila llevó a exhumar su cadáver antes del año de su muerte. Lo que hoy parece extravagancia era normal en la época, se buscaba encontrar un cuerpo incorrupto, un olor agradable, indicios de la santidad del difunto. Presidió la exhumación el padre carmelita Jerónimo Gracián, una de las lumbreras del Siglo de Oro español, literato, médico y matemático, y hallaron el cuerpo incorrupto, no momificado, sino flexible. El padre Gracián procedió al macabro rito de amputarle una mano, que envuelta en una toquilla llevó a las monjas carmelitas de Ávila, aunque seccionó el dedo meñique y se lo quedó para él.

Despiece.

Esa mano, guardada por las monjas avilenses en un relicario de plata, sería la primera parte separada del cuerpo de Teresa, y se convertiría en un testigo de primera fila de la Historia de España, como veremos. La pasión que existía por las reliquias corporales de santos llevaría, sin embargo, a repetidas amputaciones de un cuerpo que se convirtió en objeto de disputa. Tres años después del fallecimiento, el capítulo de la Orden Carmelita decidió trasladar el cuerpo de Santa Teresa a Ávila, donde había nacido y profesado como monja. Hubo que hacerlo en secreto, como quien roba un tesoro, y para compensar de la pérdida a las monjas de Alba de Tormes seccionaron del cadáver no ya una mano, sino un brazo entero, que se guarda en relicario de cristal, a la vista de los devotos. Pero cuando el duque de Alba, que era el señor del lugar, se dio cuenta de que le habían escamoteado el cuerpo, montó en cólera y, dada su elevada posición, recurrió directamente al Papa, quien ordenó que volviese a Alba de Tormes.

El cuerpo no ha vuelto a salir de Alba de Tormes, aunque en 1670 lo trasladaron a un arca de plata, comprobándose que seguía incorrupto. Sin embargo, sería despojado de muchas partes de su anatomía, para atender la demanda de reliquias. A Roma, por ejemplo, se llevaron un pie y parte de la mandíbula, mientras que París se tuvo que conformar con un dedo. Pero ningún sagrado despojo tendría una existencia tan agitada como la primera mano cortada.

En 1599 se la llevaron al convento de las carmelitas de Lisboa, donde permaneció con algunos cambios de domicilio hasta la Revolución de 1910, que derribó la monarquía. Siguió una oleada de anticlericalismo en Portugal, y las carmelitas de Lisboa huyeron de la marea revolucionaria con la mano incorrupta en el equipaje. En 1924, por fin, encontraron refugio en el convento que la orden tenía en Ronda, provincia de Málaga, pero en realidad su éxodo fue como ir de Guatemala a Guatepeor, pues en España también estallaría una revolución más violenta y sacrílega que la portuguesa.

En 1936, cuando empezó la Guerra Civil, Ronda quedó en zona republicana y sus iglesias y conventos sufrieron las profanaciones habituales de aquella circunstancia histórica. El convento de las carmelitas fue saqueado y la mano, envuelta por un relicario de plata dorada cuajada de joyas, con grandes anillos de piedras preciosas en los cinco dedos, desapareció.

Reapareció al año siguiente, en la maleta del coronel Villalba, comandante en jefe republicano en Málaga, olvidada en su rápida retirada ante el avance franquista, y fue entonces el jefe máximo de la rebelión, Francisco Franco, quien se la quedó como objeto de devoción particular que guardaba en su dormitorio. Tuvo el detalle de enriquecer el relicario con una laureada (la más alta condecoración militar al valor) de diamantes.

Cuando Franco entró en su larga agonía, la mano de Santa Teresa le acompañó como un amuleto salutífero, imitando el uso de los reyes españoles, que se hacían acompañar de restos mortuorios sagrados en los trances de muerte. Solo después de fallecer el dictador, regresó la reliquia con las carmelitas de Ronda.

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