Los otros Israeles
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de
septiembre de 2015)
Ararat, Niágara, 15 de septiembre de 1825. Se funda la
capital del proyectado Estado judío en EEUU.
El éxodo hacia Europa de la población siria, aterrorizada
por el Estado genocida que es el Estado Islámico, parece la inversión del éxodo
hacia Oriente Medio de judíos europeos, traumatizados por los nazis. Para
completar la parábola, la creación por aquellos judíos de Israel, dentro de un
entorno árabe hostil, es determinante en las conmociones que sacuden a Oriente
Medio desde la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo la Historia podía haber sido distinta, Israel
podía haber sido un Estado dentro de Estados Unidos, o una República de la
Unión Soviética. Un norteamericano de origen sefardita, Manuel Noah, famoso
escritor, ideó a principios del XIX restablecer la nación judía en la región
del Niágara. América era el lugar adecuado para ello porque Noah creía que los
indios descendían de las tribus perdidas de Israel.
Compró las tierras de Grand Island y el Gobierno federal le
nombró juez del territorio que debería convertirse en Estado judío dentro de la
Unión. En septiembre de 1825, con presencia en la ceremonia de la Milicia de
Nueva York, la masonería y la Iglesia episcopaliana, entre salmos en hebreo,
Noah colocó la primera piedra de la ciudad de Ararat. Noé emprendió la
repoblación del mundo en el Ararat, pero la nueva Ararat no logró atraer
colonos judíos y la idea de Noah quedó en utopía.
Lo cierto es que desde que Nabucodonosor provocó la primera
diáspora en el 587 antes de Cristo, el pueblo hebreo ha buscado un país propio
donde regirse a sí mismo, fuera retornando a la tierra prometida, o en los
llamados “Estados proselíticos”, naciones que se convertían al judaísmo. Así
sucedió en el siglo I con Adiabena (hoy Kurdistán), o al principio de la Edad
Media con el reino Hymiarita del Yemen, el reino judeo-bereber de las montañas
Auras o el Kanato de Jazaria en el Cáucaso. Ya en el siglo XVI, un aventurero
sefardita portugués, Joao Míquez, logró el favor de Solimán el Magnífico y
recibió un feudo en el lago Tiberíades, que pobló con judíos expulsados de
Venecia y Roma. Posteriormente fue nombrado duque del Mar Egeo, y también quiso
colonizar con hebreos las Cícladas y Chipre.
A finales del siglo XIX surgió en Europa un movimiento
político y cultural, el sionismo, que lograría fundar un Estado judío, Israel.
Los pogromos antisemitas del Imperio ruso, o las necesidades económicas, habían
hecho que los judíos se sumaran a las corrientes migratorias que, desde Europa,
mandaban a legiones de expatriados hacia ultramar. En Europa Oriental surgieron
organizaciones de “amantes de Sion”, en referencia al monte Sión de Jerusalén,
y en 1881 el periodista austriaco Nathan Birnbaum usó por primera vez el
término “sionismo” en su periódico Autoemancipación,
al que subtituló “Órgano de los sionistas”. Pero el padre del sionismo fue
Theodor Herzl, y su acta de nacimiento, la aparición de su libro El Estado judío en 1896. Al año
siguiente Herzl convocó en Basilea el I Congreso Sionista, que puso en marcha
el proceso político. Pese a su nombre, el sionismo no limitaba sus aspiraciones
a Sión, Israel. Lo importante para los primeros sionistas era lograr un Estado
soberano judío, y lo secundario, su ubicación.
El barón Moritz von Hirsch, de familia judía bávara
ennoblecida, fundó en 1891 la Sociedad de Colonización Judía, que financió
proyectos en Argentina, Brasil, Canadá y EEUU. El proyecto argentino alcanzó
especial relevancia, Von Hirsch adquirió allí 17 millones de hectáreas, una
superficie equivalente a cuatro veces Suiza, y Argentina se convertiría en uno
de los países con más población judía del mundo. Sin embargo, la mayoría
preferiría instalarse en Buenos Aires y el proyecto de una entidad territorial
judía en la República Argentina se frustró.
La alternativa a Palestina que estuvo más cerca de prosperar
en aquella época fue en un lugar inesperado, Uganda, hasta el punto de bautizar
al movimiento rival del sionismo llamado “ugandismo”. Su impulsor fue el barón
Alfred de Rothschild. Al Gobierno británico le interesaba promover cualquier
población europea de su inmenso imperio africano, y en 1903 Herzl se reunió con
el ministro de Colonias, Joseph Chamberlain, que le ofreció oficialmente la colonización
de Uganda. El Foreign Office concretó el proyecto, sería un territorio del
África Oriental inglesa bajo dominio de la Corona pero con Gobierno judío y
amplia autonomía.
El ugandismo topó
con dos enemigos, uno en África, organizado por los misioneros cristianos que
movilizaron a las tribus nativas. El otro, en el seno del movimiento judío.
Herzl declaró en el VI Congreso Sionista que la creación de un Estado judío en
Uganda no implicaba renunciar a la tierra prometida de Sión, que era solamente
una solución momentánea a la miseria y persecución de los judíos de Europa
Oriental, y el congreso lo aprobó. Pero el grupo ruso fundamentalista de
Chlenov se opuso ferozmente, pese a ser ellos quienes más sufrían los pogromos.
Los ataques de Chlenov a Herzl fueron tan despiadados que provocaron su
muerte por fallo cardíaco a los 44 años, mientras que el número dos de Herzl,
Max Simon Nordau, sufrió un atentado. Los radicales ganaron, y el VII Congreso
Sionista renunció a Uganda. Si las masas judías del Este hubieran tenido un
refugio abierto en Uganda el genocidio nazi habría tenido menor alcance.
En la URSS. En 1917, la Declaración Balfour del Gobierno
inglés estableció un “hogar nacional judío” en Palestina, mientras en el otro
extremo de Europa tenía lugar la revolución bolchevique, que también encaró el
problema judío asignándoles un país. De acuerdo con la política de Stalin de
dar a las distintas “nacionalidades” repúblicas autónomas integradas en la
Unión Soviética, el Presidium de la URSS dictó en 1928 un decreto creando el Oblast (provincia) Autónomo Judío de
Biro-Bidjan, en la desierta región siberiana del Amur.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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