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martes, febrero 2

Crimea. El infierno tártaro

(Un artículo de Fátima Uribarri en el XLSemanal del 6 de abril de 2014)
Han sido víctimas y verdugos de algunas de las mayores atrocidades de la historia. Los tártaros, que descienden de los mongoles, fueron fieros y poderosos guerreros, pero han sufrido todo tipo de penuriasy hasta un genocidio bajo la dictadura de Stalin. [...]
[...] De nuevo, Crimea está en manos de los rusos y, otra vez, los tártaros temen por su destino. 
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que eran ellos los que inspiraban temor. Con solo pronunciar su nombre, temblaba el mundo. 'Tártaros' es como se ha denominado en Occidente a los mongoles. Los llamaron así porque esa palabra se asemeja al término tartarus, una especie de infierno en la terminología grecorromana. «A ojos de los occidentales, estos jinetes, salvajes y crueles, solo podían haber salido del infierno mismo», explica el historiador Borja Pelegero, autor de Breve historia de Gengis Kan
Tampoco contribuyó a su buena fama el haber sido los responsables de la propagación de la peste negra por Europa en el año 1340. Los tártaros de Crimea luchaban contra los genoveses en Caffa [la actual ciudad griega de Teodosia] cuando muchos de sus guerreros contrajeron la enfermedad. Decidieron entonces librar una de las primeras 'guerras bacteriológicas' de la historia y catapultaron hacia el sitio de sus enemigos a sus soldados muertos de peste negra: contagiaron a los genoveses y estos propagaron la pandemia desde Noruega hasta Egipto. 
Aquellos fieros guerreros mongoles, imbatibles con el arco, jinetes de habilidad circense, llegaron a ser dueños, bajo la autoridad de Gengis Kan, del mayor imperio de Asia y uno de los mayores de la Historia: sus dominios se extendían desde Corea hasta el Danubio, contenían lo que hoy es China, Irak, Irán y otras muchas naciones; y albergaban, en el siglo XIII, la astronómica cantidad de cien millones de habitantes.
Cuando Gengis Kan murió, el puzle comenzó a deshacerse. Dos generaciones después de él, el imperio mongol se desgajó en cuatro grandes kanatos: uno abarcaba China; otro se extendía por Asia Central; el tercero se desplegaba por Irán y Oriente Próximo, y el cuarto, llamado Horda de Oro, dominó, hasta el siglo XV, lo que ahora es el sur de Rusia y de Ucrania, e incluso amplió sus correrías por territorios que hoy pertenecen a Hungría y Polonia. Los tártaros de Crimea son descendientes de estos mongoles de la Horda de Oro, que se establecieron durante el siglo XIII en esta península de clima suave, una zona estratégica para el comercio.

Crimea fue un kanato tártaro por poco tiempo, solo de 1441 a 1475. Su independencia terminó con la irrupción de los otomanos, que decidieron añadirlo a su imperio como vasallo. Esa invasión fue una suerte para los tártaros de Crimea: los protegió de las arremetidas de los rusos. El resto de los kanatos acabó por sucumbir ante la voracidad rusa, pero los tártaros de Crimea permanecieron fuera de Rusia hasta el siglo XVIII gracias al escudo del poderoso Imperio otomano. Con los turcos, estos tártaros se convirtieron al islam.

El escudo turco se resquebrajó cuando el Imperio otomano se encontró frente a una zarina inteligente y ambiciosa, Catalina II de Rusia, una princesa alemana convertida en emperatriz de Rusia al casarse con Pedro III y que ha pasado a la Historia como Catalina la Grande.

Catalina venció a los turcos en la primera guerra de Crimea (1773-1774). En 1783 decidió anexionarla a su imperio, y en la primavera de 1787 emprendió un viaje legendario para conocer sus nuevos territorios y para deslumbrar con su poderío. Siete enormes galeras decoradas al estilo romano, seguidas de una flotilla de ocho embarcaciones, transportaron por el río Dnieper a Catalina y las 3000 personas de su séquito en el viaje que realizó a Crimea. La llegada de la reina sellaba el inicio de una nueva etapa en la muy agitada historia de Crimea.

La zarina decidió transformarla: dio órdenes de hacer carreteras y puertos, llevó ganado y mandó levantar astilleros para construir buques de guerra y bases navales para la nueva flota rusa del mar Negro, que todavía sigue allí. Ordenó también que se respetase la religión y la cultura del lugar y levantó nuevas mezquitas.

El entendimiento duró poco. Tras la segunda guerra de Crimea (1885-1886), los rusos acusaron a los tártaros de haber simpatizado con sus enemigos, ingleses y franceses, y cientos de miles de estos descendientes de mongoles tuvieron que emigrar al Imperio otomano.  

Con la revolución de 1917, su situación empeoró. Fueron derrotados en 1918 en Sebastopol por fieros marinos bolcheviques. Soplaban vientos cada vez menos favorables para ellos. En 1921 se creó la República Socialista Soviética Autónoma de Crimea y los tártaros no lograron garantías de autonomía política o cultural. La intervención de Veli Ibrahimov, líder comunista tártaro, miembro del Comité Central, fue un respiro temporal: consiguió escuelas y periódicos en tártaro y que se convirtiera en lengua cooficial.

Pero Ibrahimov cayó en las purgas de 1929. La rusificación, es decir, la eliminación de «los nacionalismos desviacionistas» se puso en marcha. Adiós a los periódicos y maestros en tártaro. «Incluso se escribieron nuevas gramáticas de su lengua, por supuesto en alfabeto cirílico y con palabras rusas en sustitución de términos turcos. En 1930 sus intelectuales fueron enviados al exilio o ejecutados. Los clérigos también», cuenta el historiador Hasan Bülent Paksoy.

Stalin fue todavía más expeditivo. En 1944 los acusó de haber colaborado con los nazis (que ocuparon Crimea), los metió en vagones de ganado sellados y los deportó en masa a Asia Central. Era parte de su inmisericorde y brutal manera de gobernar, quería rusificar sus dominios y para lograrlo aniquiló a pueblos que acababan de padecer la dominación alemana, como los calmucos, ingushes, chechenos, balkares y a los tártaros de Crimea.

'Sürgün', que significa 'exilio', es el término con el que los tártaros de Crimea denominan aquella pesadilla: cerca de 200.000 fueron enviados a Uzbekistán, Kazajistán y otras zonas remotas y gélidas de la URSS. Sus gallinas, cobertizos, hectáreas de cereales, todos sus bienes fueron requisados.

El 18 de mayo de 1944 comenzó el espanto. Metieron a treinta familias en cada vagón de tren: sin comida ni bebida, a oscuras, sin apenas oxígeno. Solo en los convoyes que viajaban a Kirguizia murieron 26.000 personas. Al llegar a su destino los esperaba el frío, el hambre y el hacinamiento. En solo año y medio, la mitad de los deportados murieron de hambre.

No extraña que en 1987, cuando la URSS vivía la perestroika, los tártaros de Crimea rugieran furiosos en sus manifestaciones en la plaza Roja de Moscú. «Gorbachov les permitió regresar y se encontraron con una Crimea de mayoría rusa, aunque entonces ya pertenecía a Ucrania porque Nikita Khrushchov le había regalado este territorio en 1954», explica Alejandro Muñoz-Alonso, autor de La Rusia de los zares.

Muchos de los tártaros que volvieron, [...], se encontraron con sus casas ocupadas por familias rusas. Ahora que Rusia vuelve a tener Crimea en sus manos, renace en ellos el recelo. Es una sensación antigua que se explica en uno de sus proverbios: «Solo existen dos cosas que un tártaro no puede hacer: caminar sobre el agua y confiar en Rusia»

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