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lunes, marzo 28

El gremio de los saludadores

(Un texto de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 22 de marzo de 2015)



Un saludador no es solo la persona que se pasa el día diciendo hola y adiós, complacido por estrechar las manos de todo el que se cruza en su camino. Los que intuimos que ya hemos disfrutado de más de la mitad de nuestra vida sabemos que, desde tiempos ancestrales y hasta bien iniciado el siglo XX, la de 'saludador' era una ocupación de embaucadores que aseguraban ser capaces de obrar maravillas imposibles. Reconocían y sanaban ciertas enfermedades como la rabia, la hidrofobia, el histerismo o la gangrena, amén del mal de ojo y otras supuestas dolencias de origen brujesco. Lo conseguían -o parecía que lo conseguían- con el exclusivo uso de la palabra, el aliento, su saliva o el obsequio de pedacicos de pan que habían mordisqueado. Algunos sanaban las heridas -eso se creyó- dibujando con su dedo la señal de la cruz.

Sus oníricos beneficios los regalaban -es un decir- tanto a los hombres como a los ganados y a otros animales. Legajos antiguos nos han transmitido que un saludador que se preciara era capaz de frenar las tempestades, calmar las plagas de langostas, meterse en un horno encendido, caminar sobre las brasas a pie descalzo, o saborear sin la menor mueca chupitos de aceite hirviendo.

En teoría, un saludador no se hacía, nacía con el don. Se tenían muchas probabilidades de serlo si se venía al mundo en cualquier medianoche, en la Nochebuena, en Jueves Santo, o en Viernes Santo. Y muchas más si se llevaba dibujada una cruz debajo de la lengua o en el paladar (o la rueda de santa Catalina, o la marca de santa Quiteria). Añadía mucho mérito el haber sido el hijo varón número siete.

Algunos analistas señalan que los saludadores podían actuar con libertad si conseguían el visto bueno de un obispo, quien para darlo se tenía que asegurar muy mucho de que los deslumbrantes poderes del sujeto no eran producto de un pacto con el diablo. Pero, ciertamente, un tratadista tan de renombre como Pedro Ciruelo (que nació en Daroca hacia 1470) ya dejó claro que un saludador jamás podía ser trigo limpio.

La lista de saludadores de nuestra tierra sería interminable. […] sirvan hoy como botón de muestra tres casos: hacia 1700 alcanzó fama en Tórtoles (Moncayo zaragozano) Juan García, que fue llamado a Tudela, donde «ejerció su gracia de curar soplando a las personas y animales con síntomas de rabia», según me contó Víctor Azagra, quien además me señaló que a final del XIX e inicio del XX vivió en Tarazona (barrio de Cunchillos) el tío Piales, que también se especializó en curar la rabia y las dolencias solamente con el aliento.

Rafael Andolz consideró a la Delfina, de Santa Cilia de Jaca, como «la más popular curandera que se dio en el Altoaragón» en tiempos recientes; nacida al son de las doce campanadas de una noche) vivió hasta casi cumplir los cien años.

Los últimos que acabo de citar podrían ser ejemplos de que también hubo saludadores que actuaron de buena fe, creyéndoselo, o sea, siendo honestos.

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