La destrucción de Jerusalén
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 6 de agosto
de 2013)
Jerusalén, agosto del año 70. Las legiones de Tito asaltan el Templo,
mueren sus 6.000 últimos defensores y la ciudad es arrasada y vaciada de
población.
Los judíos eran los súbditos más incómodos de todo el Imperio Romano.
“Incluso cuando estaban en paz con nosotros, la práctica de sus ritos
sagrados estaba en contra de la gloria de nuestro Imperio y de nuestras
costumbres”, decía de ellos un ciudadano romano ejemplar como fue
Cicerón. Palestina estaba dentro de la órbita grecolatina desde que
Alejandro Magno conquistara Asia en el siglo IV antes de Cristo; allí se
hablaba o sobre todo se escribía –contratos, testamentos, documentos
oficiales- en griego, que era la lingua franca del Imperio, y
muchos judíos se vestían, vivían y llevaban nombres como los griegos o
los romanos. Sin embargo, la amplia y sólida reserva de fundamentalismo
religioso, costumbres tradicionales y exclusivismo nacional resultaba
indestructible. De hecho, ha llegado hasta nuestros días.
En
la época del Segundo Triunvirato Marco Antonio colocó en el trono de
Jerusalén a un noble local helenizado, Herodes el Grande. No era judío,
sino idumeo –uno de los pueblos vecinos de los israelitas- y los judíos
lo consideraban por eso un tirano extranjero, una marioneta de los
romanos. Para ganarse a su pueblo Herodes emprendió grandes obras,
desarrolló la economía, asistió a la gente en épocas de hambruna y,
especialmente, reconstruyó el Templo de Salomón con una grandiosidad que
superaba todo lo que habían imaginado nunca los hebreos. Los sabios de
Israel decían que quien no lo hubiera visto “no conocía la elegancia en
su vida”, pero ni así logró Herodes ser popular entre los judíos.
Curiosamente, este gran rey también sería vituperado por los cristianos,
pues según el Evangelio de Mateo fue quien quiso matar al Niño Jesús y
ordenó la degollación de los Santos Inocentes.
La rebelión.
En
el año 66 de nuestra era, durante el imperio de Nerón, cuando los
romanos llevaban poco más de un siglo en Palestina, se produjo la
rebelión de los judíos. Según la fuente más directa que existe del
conflicto, el historiador local Flavio Josefo, fue provocada por
los excesos de un gobernador romano corrupto y rapaz. Roma había
retomado el gobierno directo de Judea, aunque en otras partes de la
región reinaban los descendientes de Herodes. Precisamente sus
bisnietos, Herodes Agripa II y Berenice, acudieron a Jerusalén intentado
mediar en el conflicto, pero la agitación se había desbocado, los
insurgentes quemaron el palacio de los Herodes y Berenice estuvo a punto
de perder la vida.
Los hermanos abandonaron
Jerusalén para ponerse a las órdenes de Roma, la pequeña guarnición
romana, una cohorte de 600 auxiliares, se encerró en la fortaleza de
David, en la ciudadela, y la histórica ciudad quedó sumida en el caos,
pues las distintas facciones se enfrentaron entre sí con gran saña. Los
principales partidos eran el moderado, dirigido por el antiguo sumo
sacerdote, Anás, y el extremista de los zelotes, fundamentalistas
religiosos con una rama que podríamos llamar terrorista, los sicarios.
Al río revuelto se sumaban elementos criminales que iban a robar y
violar.
Un caudillo zelote, Juan de Giscala,
se apoyó en bandas de idumeos que saquearon Jerusalén, asaltaron el
Templo e hicieron una matanza, incluido el jefe del partido moderado.
“La muerte de Anás fue el principio de la destrucción de la ciudad”,
sostiene Josefo. Juan de Giscala sería desplazado por Simón bar Giora,
un sicario de origen edomita que enseguida se rebeló tan tiránico y
peligroso como el anterior, pues “era para el pueblo un terror mayor que
los propios romanos”.
Para Nerón la
rebelión de los judíos era como un grano molesto pero al que no podía
dedicar atención en un momento que consideraba el más importante de su
vida. El emperador se había ido a Grecia a cumplir su gran ilusión,
participar en los Juegos Olímpicos, en los certámenes de poesía y en las
carreras de carros, que por supuesto ganó. Llamó a un veterano general,
Vespasiano, al que apodaban el Mulero, ya viejo y obscuro, aunque con fama de eficaz, y le confió cuatro legiones para que restableciese la autoridad de Roma.
Había
además un hecho concreto que vengar: los 600 soldados de la guarnición
romana habían pactado con los insurgentes un salvoconducto para
abandonar Jerusalén, pero cuando salieron de la fortaleza de David y
estaban inermes fueron asesinados por los zelotes.
Vespasiano,
que llevó como lugarteniente a su hijo Tito, comenzó una sistemática
reconquista de Palestina. En Galilea se enfrentó a fuerzas que mandaba
el autor que hemos citado, Flavio Josefo. Las derrotó sin miramientos y
los supervivientes decidieron suicidarse antes de caer prisioneros.
Según el propio Josefo, se fueron matando entre ellos y echaron a
suertes quien quedaría vivo tras matar al penúltimo, y le tocó a él.
Josefo fue capturado por Vespasiano, pero como era hombre cultivado y de
recursos, engatusó al general con un augurio estupendo: le dijo que él y
su hijo serían emperadores. A partir de ese momento se convirtió en un
prisionero de lujo.
En Jerusalén mientras
tanto había tres facciones de rebeldes enzarzadas en una guerra civil, y
hasta que Vespasiano no tomó la cercana Jericó, no dejaron luchar entre
sí y se pusieron a fortificar la ciudad. A principios del año 70 la V
Legión Macedónica, la X Fretensis, la XII Fulminata y la XV Apollinaris,
surgieron de la depresión del desierto de Judea, por el este de
Jerusalén, y acamparon en el monte Scopus. Eran 20.000 fogueados
legionarios más una numerosa fuerza auxiliar del doble de hombres, un
ejército formidable que estaba a la vista, separado de la ciudad
solamente por la profunda hondonada del valle de Josafat, donde tendrá
lugar el Juicio Final.
Pero cuando
Vespasiano iba a iniciar el asedio llegaron ominosas noticias de Roma:
tres generales se disputaban la sucesión de Nerón, depuesto y muerto
algún tiempo atrás, el trono estaba vacante... Y los legionarios de
Vespasiano, que venían eufóricos de victoria, proclamaron que nadie como
su general merecía la corona dorada de laurel y lo nombraron emperador.
¡La profecía de Flavio Josefo se estaba cumpliendo!
El asalto.
Vespasiano
se marchó hacia Roma, en busca de su glorioso destino. Berenice, la
bisnieta de Herodes el Grande, ofreció sus riquísimas joyas para
financiar la toma del poder por Vespasiano. Su hijo Tito se quedó al
cargo de la conquista de Jerusalén, que no iba a resultar fácil, pues la
capital judía era todo un complejo defensivo. A la muralla exterior que
ceñía a toda la ciudad se añadían las murallas interiores, que hacían
de cada barrio un espacio estanco. Además, flotando por encima de la
ciudad, sobre el monte Moira, se encontraba la mole fortificada del
Templo, y junto a ella un castillo al que Herodes el Grande había
llamado Torre Antonia en honor de su amigo Marco Antonio.
Tito
inició en febrero el asalto de Jerusalén por el norte, la única parte
donde el terreno aledaño es llano, y en mayo ya se había apoderado de la
mitad septentrional de la ciudad. Dedicó entonces sus esfuerzos a la
Torre Antonia, y cuando la tomó, a finales de julio, la demolió para
utilizarla como base de la gran rampa por la que subirían sus máquinas
de asalto hasta las elevadas murallas del Templo. El asalto final del
Templo se prolongó hasta el 28 de agosto, cuando los legionarios
llegaron al Templo mismo, defendido a muerte por 6.000 zelotes.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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