El verano de fortuna de Isabel la Católica
(Un artículo de Luis
Reyes en la revista Tiempo del 30 de julio de 2013)
Reino de Castilla, julio-agosto de 1468 · La muerte de su
hermano Alfonso y la fuga de la reina con un amante abre vía libre al trono a
Isabel.
La infanta Isabel de Castilla no parecía un personaje a tener muy en cuenta
cuando llegó a la Corte de Enrique IV en 1461. Era una niña de diez años de
piel blanca, ojos claros y cabellos trigueños, que había vivido en retiro con
su madre, Isabel de Portugal, segunda esposa viuda del rey Juan II de Castilla,
y con un hermano más pequeño, el infante Alfonso.
Su hermano mayor –hermano solamente de padre- era el
rey Enrique IV, a quien sus enemigos pusieron el vergonzante apodo del Impotente.
No le faltaban adversarios al desafortunado Enrique, corrían vientos de
fronda entre la nobleza castellana, que esperaba beneficiarse de la debilidad
del rey para aumentar su propio poder y privilegios. Fue por eso, y no porque
de pronto hubiera tenido una necesidad afectiva, por lo que hizo venir a su
hermanita Isabel junto a él, temeroso Enrique de que los nobles la utilizasen.
Las posibilidades de que Isabel se convirtiera en
candidata al trono eran, sin embargo, remotas, tenía dos parientes con más
derecho delante de ella. En primer lugar la hija del rey, la princesa Juana,
heredera indiscutible según la lógica dinástica. Y luego el hermano pequeño de
Isabel, Alfonso, que aunque menor, tenía preferencia por varón. Unos obstáculos
que desaparecerían en lo que para Isabel fue el afortunado verano de 1568,
cuando la Parca se alió con Venus, y entre muerte prematura e impulso amoroso
irrefrenable le dejaron vía libre al trono.
Enrique IV había tenido dificultades para engendrar un
heredero a la corona. Le resultó imposible con su primera esposa, Blanca de
Navarra, con la que estuvo casado desde los 15 a los 28 años. Para buscar otra
solución dinástica Enrique acusó a Blanca de brujería, nada menos, de provocar
su impotencia por malas artes de encantamiento. Hubo un proceso que debió ser
sonado, pues el rey llevó como testigos a prostitutas, que declararon que con
ellas “sí podía”; se aceptó como probado el maleficio que provocaba la
impotencia real y el obispo de Segovia anuló el matrimonio en 1453, siendo
luego refrendada la anulación por el Papa.
Dos años después Enrique IV se casó en segundas
nupcias con su prima Juana de Portugal, que tardó seis años en quedarse
embarazada. Pero esto no fue el final de los problemas sucesorios, pues desde
que se manifestara la preñez de doña Juana comenzaron los rumores de que al rey
solo le atraían los muchachos, que se vestía a la moruna y tenía un harén de
zagales, y que era el valido del rey, don Beltrán de la Cueva, quien lo había
substituido no solo en el Gobierno, sino también en el lecho matrimonial.
La Beltraneja.
No existen pruebas históricas de todo esto, y sí en
cambio de que los rumores eran interesados, promovidos por el marqués de
Villena y su hermano don Pedro Girón, maestre de Calatrava, rabiosos con don
Beltrán porque les había arrebatado el valimiento. Pero el caso es que la niña
que dio a luz Juana de Portugal, que fue llevada a la pila bautismal por su tía
la infanta Isabel, junto con el nombre cristiano de Juana recibió el poco
caritativo apodo de la Beltraneja.
Enrique IV había tomado la precaución de legitimar a
su hija antes de que naciese, logrando que las Cortes de Castilla reunidas en
Madrid proclamaran legítimo heredero al niño o niña que diese a luz la reina
Juana. Sin embargo, los poderosos hermanos Villena y Girón levantaron en fronda
a la nobleza, se enfrentaron al rey y lograron que este desheredara a su hija y
nombrase heredero a su hermano pequeño, Alfonso. La pugna fue a mayores, no
podemos entrar en detalles de este complejo pasaje de la Historia de España, el
caso es que se convirtió en guerra civil y los nobles proclamaron rey al joven
Alfonso.
El reinado de Alfonso fue corto, no llegó a los
tres años. El 5 de julio de 1568, don Alfonso, que tenía 14 años, falleció por
causas desconocidas. No faltó quien sospechara de su envenenamiento, pero esto
era algo que en la época se decía de toda muerte inesperada. Ahora quedaban
frente a frente dos pretendientes mujeres, la hija del rey, Juana la
Beltraneja, y la hermana del rey, la infanta Isabel. Fue entonces cuando el
mayor escándalo que ha conocido la monarquía hispánica le sirvió cuatro ases a
Isabel.
Enrique IV había defendido la legitimidad de su hija
manteniendo que era su auténtica hija natural, pero en realidad desconfiaba de
su esposa, la reina Juana. Decidió poner a esta a buen recaudo, encerrándola en
una cárcel de lujo, acorde a su rango. Fue confiada su custodia al arzobispo
Fonseca, uno de los grandes personajes del reino, que la tenía más como huésped
que como prisionera en su castillo de Alaejos, al sur de Valladolid. Allí la
reina Juana mantenía el protocolo de soberana, rodeada de una pequeña corte,
para la que nombró dama de honor a la hermana del arzobispo, doña Beatriz de
Fonseca, y maestresala al hijo de esta, Pedro de Castilla y Fonseca, un guapo
mozo descendiente del rey Pedro el Cruel.
Fue en ese encierro cuando se hizo evidente lo que
hasta ese momento era solo suposición de sus enemigos: que la reina Juana no
guardaba fidelidad a su marido, Enrique IV, lo que por otra parte era
comprensible, dadas las características del Impotente. El objeto de los
amores de la reina fue, como resulta natural, el joven noble que tenía
diariamente a su lado como maestresala. No fueron desde luego platónicos
aquellos amores y doña Juana se quedó embarazada. Confiaba en que el
aislamiento del castillo de Alaejos permitiese evitar el escándalo, pero cuando
estaba en avanzado estado de embarazo Enrique IV la mandó llamar. Iba a tener
lugar una importante conferencia entre el rey y los nobles rebeldes en los
Toros de Guisando y Enrique quería tener junto a él a su esposa y reina en esa
ocasión solemne, para dar una imagen de normalidad.
Cuando llegaron los enviados del rey a buscar a doña
Juana ella entró en pánico. Planeó la fuga con su amante y esa noche se escapó
del torreón donde se hallaba enclaustrada, descendiendo en una cesta atada a
una soga. Sus cómplices excavaron un hueco en el muro y salió al campo, donde
la esperaba don Pedro acompañado de un amigo, Hurtado de Mendoza, que los llevó
bajo protección de su poderosa familia a Buitrago, feudo de don Íñigo López de
Mendoza. Allí daría a luz, el día de San Andrés, dos gemelos, Pedro y Andrés de
Castilla y Portugal, que serían conocidos como los Apóstoles.
El arrebato pasional de la reina Juana dejaba herida
de muerte la candidatura al trono de su hija la Beltraneja. ¿Quién
dudaba ahora de que la reina había engañado al rey para concebir su primera
hija? En la explanada de los Toros de Guisando, en esa reunión que había
provocado la fuga de la reina, la asamblea de nobles obligó a Enrique IV a
desheredar de nuevo a la Beltraneja y reconocer como princesa
heredera a su hermana, la infanta Isabel. A cambio, ella se casaría con quien
eligiese Enrique IV.
Isabel ya no era la niña que llegó a la Corte, era una
joven de 17 años de ánimo fuerte, cabeza amueblada y notable perspicacia
política. Fue ella quien diseñara el compromiso de Guisando, pues los nobles
querían proclamarla directamente reina, pero Isabel prefirió la seguridad de
ser heredera de su hermano Enrique –era joven y podía esperar los años de vida
que le quedaren al rey- a jugarse la corona en una guerra civil.
Sin embargo, todavía existía una amenaza para su
candidatura, otro pretendiente al trono de Castilla: el príncipe don Fernando,
heredero de la Corona de Aragón, que era de la estirpe castellana de Trastamara
y sostenía tener más derechos que Isabel por su condición de varón, pues las Partidas
de Alfonso el Sabio establecen que a igualdad de derechos hereditarios tiene
preferencia el hombre sobre la mujer. Isabel resolvió anular al competidor por
el expediente de casarse a toda prisa con él.
La boda de Isabel y Fernando, la más importante de la
Historia de España, estuvo no obstante llena de irregularidades. Se celebró en
secreto en el palacio de Juan de Vivero, en Valladolid, en octubre de 1469;
rompía el compromiso adquirido en Guisando de que fuese Enrique IV quien
eligiera el novio; y además se utilizó una bula papal falsificada, pues era
necesaria la dispensa de Roma, ya que los contrayentes eran primos hermanos, y
no era cuestión de esperar el papeleo de la curia. Pero Isabel le planteó a su
hermano el rey un hecho consumado, que sería irreversible, y que daría origen
nada menos que a la unidad de España.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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