“Asilo inviolable” para los perseguidos
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 23 de marzo
de 2016)
Frontera hispano-francesa, 7 de abril de 1823. Comienza la
invasión extranjera para reimplantar el absolutismo.
Los Cien Mil Hijos de San Luis al invadir España y
chocar con la primera resistencia creyeron que, en vez de cruzar el Bidasoa,
habían entrado en un túnel del tiempo. Como si fantasmas del pasado hubieran
acudido a defender la Revolución, la primera unidad que combatió a los
invasores era de granaderos de la Vieja Guardia de Napoleón, con sus famosos
gorros de pelo y la bandera tricolor de la República Francesa. En realidad se
trataba de un puñado de exilados franceses e italianos de los muchos miles que
se habían refugiado en España y tomado armas para combatir la reacción.
Las Cortes habían promulgado una ley en 1820 haciendo
de España “asilo inviolable” para los “perseguidos por opiniones políticas”.
Durante el siglo XIX y buena parte del XX España exportó exilados políticos,
pero en el breve periodo del Trienio Liberal fue al revés, acogió a millares de
refugiados ideológicos. En el número anterior (1.739) vimos cómo la Revolución
Española provocó la emulación en Europa, pero tanto las revoluciones de Italia
como los pronunciamientos en Francia fracasaron, y sus protagonistas buscaron
en España el refugio y la esperanza de volver a intentarlo.
Quinientos pasaportes para militares revolucionarios
piamonteses expidió el cónsul español en Génova, por citar un ejemplo concreto,
cuando el Ejército austriaco cumplió en Italia el mismo papel que los Cien Mil
Hijos de San Luis en España. De Nápoles fueron millares los huidos que se
acogieron a la ley de asilo española, incluido el famoso general Guglielmo
Pepe, que ya había estado en España como invasor con José I, pero que ahora se
acogía a la protección de las Cortes para continuar una actividad
revolucionaria que le llevaría a ser una de las figuras del Risorgimento
italiano.
¿Y qué decir de Francia? Del vecino país llegaba una
oleada de exilados cada vez que fracasaba un pronunciamiento a la española, o
una conspiración liberal, republicana o bonapartista. Ya a mediados de 1820
había venido a Madrid una delegación de la Carbonería francesa, la sociedad
secreta revolucionaria, para pedir a las Cortes ayuda en sus proyectos
insurreccionales, porque una característica de los refugiados galos era que,
dada la vecindad de los países, no buscaban solamente asilo, sino una base
desde la que actuar contra la monarquía de Francia.
El ministro del Interior francés informó a los
prefectos (gobernadores) de todos los departamentos meridionales de una posible
invasión desde España, en julio de 1822. No eran fantasías, existía un plan
republicano-bonapartista –Napoleón acababa de fallecer– para cruzar los
Pirineos y marchar sobre París, con la esperanza de que las guarniciones
militares se les fueran uniendo, movidas por el deseo de libertad y por la
nostalgia de las grandezas de la época napoleónica, como había sucedido en los
Cien Días, cuando Napoleón desembarcó en Provenza con un puñado de hombres y
tenía tras de sí a todo el Ejército francés al llegar a París.
Conspiraciones
Otro plan alternativo se puso en marcha desde el
momento en que el Gobierno de París desplegó el Ejército de Observación a lo
largo de la frontera con España, pues los exilados franceses comenzaron a
enviar infiltrados para sembrar la subversión entre esas tropas. En 1820 Riego
y los otros oficiales conjurados habían logrado que el Ejército español listo
para ir a América a luchar contra los independentistas, se pronunciase y
volviera sus armas contra el Gobierno absolutista. Los refugiados franceses
pensaban que era posible repetir esa suerte con el Ejército de Observación.
Mientras tanto, la reacción no estaba de brazos cruzados,
desde 1821 habían aparecido las “partidas realistas”, guerrillas antiliberales
dirigidas en algunos casos por curas o frailes, como Antonio Marañón, el
Trapense, famoso por su crueldad. El epicentro de las partidas estaba en el
norte de Cataluña, y en agosto de 1822, tras la toma de la Seo de Urgel por los
realistas, se formó allí la Regencia de Urgel, un pretendido Gobierno paralelo
absolutista presidido por el marqués de Mataflorida, e integrado por el
arzobispo de Tarragona y un aristócrata catalán.
Los guerrilleros realistas eran gentes de armas tomar,
tenían la experiencia de la Guerra de Independencia y el fanatismo de la
religión, y fueron una amenaza seria contra el régimen liberal. De forma
natural, los refugiados políticos, en gran número militares, se ofrecieron para
luchar contra las partidas realistas y se integraron en las milicias liberales,
marchando a cientos contra la Regencia de Urgel. Alcalá Galiano, uno de los
compañeros del pronunciamiento de Riego, incluso propuso en las Cortes la
creación de un cuerpo formado por los exilados.
Las partidas solas no habrían podido derribar al
Gobierno liberal, como no lo conseguirían en las tres Guerras Carlistas que
vendrían luego, pero el absolutismo europeo se hizo cargo de su causa. Las
potencias continentales habían formado la Santa Alianza y tenían los mismos
planes que los exilados, pero en sentido inverso, es decir, invadir España
desde Francia. En la apertura de las Cámaras francesas de enero de 1823, el rey
Luis XVIII pronunció las famosas palabras que darían nombre a la operación:
“Cien mil franceses están dispuestos a marchar, invocando al Dios de San Luis,
para conservar en el trono de España a un nieto de Enrique IV [el primer rey
Borbón, antepasado de Fernando VII]”.
La invasión hizo más necesaria la movilización de los
refugiados y a los pocos días de producirse, las Cortes aprobaron la creación
de una Legión Liberal Extranjera en cada uno de los Ejércitos de Operaciones
que se oponían a los Hijos de San Luis. Eran el precedente de las Brigadas
Internacionales de la Guerra Civil, y también se produjo un efecto de llamada a
los defensores de la libertad de cualquier país.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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