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lunes, octubre 9

Nacionalsocialismo, una ideología de cervecería



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 28 de julio de 2017)

Múnich, verano de 1919. Hitler se afilia en la cervecería Sterneckerbräu al Partido Alemán de los Trabajadores, embrión del Partido Nazi.


El “Reich de los mil años” que prometía Hitler se quedó en doce, aunque nunca en la Historia ha provocado una invención humana tanta desgracia en tan poco tiempo: una guerra mundial con 60 millones de muertos, la aniquilación sistemática de seis millones de judíos en los campos de exterminio y Europa cubierta de ruinas. Por eso identificamos la esencia del nazismo con el mal absoluto, y ese fenómeno histórico provoca una justa repugnancia general. Resulta un sarcasmo que el horror del nazismo se gestase en los cafés vieneses y en las cervecerías de Múnich, lugares amables ideados para que la gente haga tertulias y disfrute de la vida.

La tortuosa mentalidad de Adolf Hitler maduró en los famosos cafés de Viena, gratos parnasos de escritores y artistas, pero también refugio del monstruo. Los cafés vieneses de principios del siglo XX eran realmente un escaparate de la llamada Belle Époque, los pintores, con Klimt a la cabeza, se reunían en el Café Museum, los intelectuales en el Central, los poetas de la Jung Wien en el Griensteidl, la gente elegante en el Landtmann... Por todos estos locales rodaba un aspirante a pintor llegado de provincias, uno de los muchos estudiantes pobres dedicados a la vida bohemia, Adolf Hitler. Allí encontraba gratis lo que no podía permitirse con sus medios, una confortable calefacción, unos aseos decentes, periódicos.

Durante cinco años Hitler prácticamente vivió en los cafés, o quizá habría que decir sobrevivió, pues fueron “cinco años de miseria y calamidad”, según recoge con amargura en Mein Kampf. El resentimiento que iba acumulando por no ser capaz de abrirse camino como pintor encontró un chivo expiatorio: los judíos. En Viena vivían 100.000 hebreos, se les encontraba por todas partes y, lo más hiriente para Hitler, triunfaban en las artes, las letras, las ciencias y los negocios. Cada vez que veía al doctor Freud en su tertulia del Café Landtmann, o al escritor Stefan Zweig y al compositor Arnold Schoenberg disfrutando de su café en el Griensteidl, el antisemitismo de Hitler subía un punto.

Infiltrado

Luego vino la guerra, en la que prefirió alistarse en el Ejército alemán, eligiendo así su nueva patria. Al terminar la contienda Hitler no se fue a casa, quizá porque no tenía casa, y en 1919 el Servicio de Información Militar le encomendó una misión al cabo Hitler, un soldado inteligente, condecorado y herido de guerra. Debía infiltrarse en el Partido Alemán de los Trabajadores, un grupúsculo ultranacionalista de Múnich. Fue el mayor error que cometió nunca un servicio de información, porque la infiltración se convirtió en vampirización. Hitler absorbió el resentimiento y la demagogia de aquel grupúsculo, encontró el vivero donde cultivaría el nazismo.

El Partido Alemán de los Trabajadores, pese a su rimbombante título, no era un partido, carecía de programa, eran solo medio centenar de agitadores vocingleros que se reunían alrededor de grandes jarras de cerveza para, animados por el alcohol, decir barbaridades a voz en grito. Hitler los encontró por primera vez en la cervecería Sterneckerbräu y debió de animarse también con unas jarras, porque cometió el peor error que puede hacer un espía, llamar la atención sobre sí mismo. Un orador dijo que Baviera debía independizarse de Alemania y Hitler levantó su voz y le dio una paliza dialéctica. Su enfática oratoria sedujo a aquel grupo de desorientados cuyo cabecilla, un obrero ferroviario llamado Anton Drexler, le invitó a unirse a la organización. En muy poco tiempo Hitler la dominaría y la transformaría en el Partido Nacional-Socialista.

Puede decirse que en aquella velada del 12 de septiembre de 1919 se decidió entre jarras de cerveza un destino trágico para Europa, pues Adolf Hitler encontró su vocación. Las cervecerías eran tan características de Múnich como los cafés de Viena, lugares enormes y muy concurridos que centraban la vida pública, y se puede trazar la historia del Nazismo en su primera época yendo de una a otra. En la Sterneckerbräu se asentó la primera oficina del partido, pero para el mitin fundacional donde se adoptaría el nuevo nombre de Partido Nacional-Socialista, Hitler escogió una cervecería de más categoría, la Hofbräuhaus. Creada en 1589, era la más antigua de Múnich y tenía un intenso historial político. Lenin había celebrado allí sus tertulias, y allí se había proclamado la República Soviética de Baviera en 1919, cuando la revolución triunfaba en Múnich. Y en la Hofbräuhaus, ante un centenar de asistentes, Hitler expuso los 25 puntos del programa nazi que seducirían a Alemania y la llevarían al abismo.

Lugar de culto

Sin embargo, la cervecería favorita de Hitler, la que se convirtió en lugar de culto del nazismo, sería una tercera, la Bürgerbräukeller, donde se concentraron los golpistas nazis que, el 8 de noviembre de 1923, intentaron tomar el poder en lo que precisamente se llama Bierkeller Putsch, el Golpe de la cervecería. Tras su llegada al poder en 1933, el Führer se reunía todos los años a celebrar la efeméride con los Alte Kämpfers (Viejos Combatientes) en la Bürgerbräukeller, y luego salía de allí presidiendo una marcha que reproducía la que hicieron los fracasados golpistas.

Lo que empezó en una cervecería pudo terminar en una cervecería, pues fue precisamente en la Bürgerbräukeller donde le pusieron a Hitler una bomba que pudo haber evitado la Segunda Guerra Mundial. Fue en noviembre de 1939, cuando la contienda solo había dado sus primeros pasos, pero era un conflicto limitado a Polonia, todavía sin enfrentamientos entre el Ejército alemán y los ingleses y franceses. Un sindicalista antinazi llamado Georg Elser colocó una bomba que estalló mientras se conmemoraba el Bierkeller Putsch, matando a ocho personas en hiriendo a 57.

Por desgracia, Hitler no estaba entre ellas, porque había acortado su discurso y se había marchado temprano para planear la conquista de Europa.

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